XXVII - CICERÓN

XXVII - CICERÓN

Marco Tulio Cicerón - Historia de la Filosofía152. Los romanos participaron muy tarde del movimiento filosófico; su carácter severo y amigo de empresas grandes hacía que desdeñasen los entretenimientos de las escuelas. Las costumbres, las leyes, el arte de la guerra, la extensión de su imperio, tales eran los objetos de su predilección. Sin embargo, la continua comunicación con los griegos llegó a quebrantar algún tanto aquellos indómitos caracteres; a pesar de la severidad de Catón, por cuyo consejo fueron echados de Roma los filósofos, se apoderó de los dueños del mundo el prurito de investigar y disputar; vencedores de Grecia, fueron vencidos por su bella esclava.

153. Antes de Cicerón se había ya introducido en Roma la filosofía griega; pero faltaba un escritor que, dándole brillo, la popularizase. El grande orador no había descuidado ninguna clase de estudios que pudiese contribuir a la perfección del arte de hablar; así es que, a más de los poetas y oradores, se había nutrido desde su juventud con la lectura de los filósofos griegos. Las turbulencias políticas que amargaron los últimos años de su vida le obligaron a buscar un consuelo en los ejercicios filosóficos; privado de lucir su elocuencia en el foro y en el Senado, destituido de toda influencia en los negocios públicos y condenado a la oscuridad del hogar doméstico, donde le perseguía también la desgracia con la muerte de su hija Tulia, se consolaba de sus infortunios con el estudio de la filosofía y con fomentar en su patria el movimiento intelectual, ya que le era imposible enderezar la marcha de las cosas políticas. El propio lo indica así en diversos lugares; y al través de la severidad de sus doctrinas y elevación de carácter, deja traslucir algún tanto la profunda tristeza que le devoraba. «Diré la verdad; mientras la ambición, los honores, el foro, la política, la participación en el gobierno me enredaban y ataban con muchos deberes, tenía encerrados los libros de los filósofos; sólo, para precaver el olvido, los repasaba leyendo algunos ratos, según que el tiempo me lo permitía; mas ahora, cruelmente maltratado por la fortuna y exonerado del gobierno de la república, busco en la filosofía un honesto solaz en mis ocios y un lenitivo a mi dolor.» Ego autem (dicam enim ut res est), dum me ambitio, dum honores, dum causcaee, dum reipublicae non solum cura, sed cucaedam etiam procuratio, multis officiis implicatum et constictum tenebat, haec inclusa habebam, et ne obsolescerent, renovaban cum licebat legendo. Nunc vero et fortunae gravissimo perculsus vulnere, et administratione reipublicae liberatus, doloris medicinam a philosophia peto et otii oblectationem hanc honestissimam judico (II, Acad.).

154. Si lícito fuera, debiéramos alegrarnos de las desgracias de Cicerón, ya que proporcionaron a las ciencias y a las letras tan insigne beneficio, dando origen a sus obras filosóficas. No fundó ninguna escuela, ni tenía tampoco semejante pretensión; sólo intentaba difundir en su patria las doctrinas de la filosofía griega, acabando con los malos traductores, y hermanando la afición a la ciencia con el buen gusto en el estilo y lenguaje. La elocuencia, la elegancia, el bien decir, eran los objetos predilectos del gran orador; no puede olvidarlos ni aun en los laberintos de las cuestiones filosóficas; después de haber brillado en la tribuna quiere brillar en la cátedra. «Hasta nuestros días, la filosofía ha estado descuidada entre los latinos; faltóle el esplendor de las bellas letras; yo me propongo ilustrarla y propagarla; si en mis ocupaciones fui útil en algo a mis conciudadanos, deseo que si es posible les aprovechen mis ocios. La tarea es tanto más digna cuanto que, según dicen, hay escritos sobre esto muchos libros en latín, por autores de sana intención sin duda, mas no de bastante saber. Es posible que uno piense bien, y no acierte a expresarse con elegancia; y el escribir sin arte, sin belleza, sin nada que atraiga al lector, es perder tiempo y trabajo. Así esos autores leen ellos mismos, con los suyos, sus propios libros, y no encuentran más lectores que los que desean la libertad de escribir mal. Por lo que si en algo pude contribuir a la perfección de la oratoria, con más cuidado me dedicaré a mostrar los manantiales de la filosofía, de los cuales sacaba mi elocuencia. Así como Aristóteles, hombre de grande ingenio y vasto saber, emulando la gloria del retórico Isócrates, emprendió la enseñanza del bien decir, enlazando la sabiduría con la elocuencia, me propongo yo entrar en el rico campo de la filosofía, sin despojarme de mis costumbres oratorias; pues que siempre creí que la perfección de la filosofía consiste en tratar las grandes cuestiones con riqueza y elegancia» (Tusc., lib. I, § III y IV).

155. Las obras filosóficas de Cicerón no se distinguen tanto por su profundidad como por la abundancia de noticias y por la lucidez de la exposición en que nos da cuenta de los sistemas filosóficos. Se conoce que Cicerón no ha hecho de la filosofía su estudio preferente, y así es que no acierta a revestirse del traje de escuela: en sus palabras se descubre siempre al político, y sobre todo al orador. Sus escritos filosóficos son de alta importancia para la historia de la filosofía, porque conociendo a fondo la lengua griega, disfrutando de obras que se han perdido y habiendo visto con sus ojos los últimos resplandores de las escuelas que describe, es un testigo precioso para hacernos conocer el espíritu de la filosofía antigua.

156. Tocante a las opiniones de Cicerón, suele ser difícil el conocerlas con exactitud. Es académico en todo el rigor de la palabra. Introduce alternativamente en sus diálogos a filósofos de todas las escuelas; y aunque a veces se descubre cuál es la que prefiere, también sucede con harta frecuencia que no es fácil adivinar su verdadero pensamiento. Hasta se podría sospechar que en varias materias no tenía opinión, y que el estudio de los filósofos había engendrado en su ánimo un espíritu de duda, que se hace sentir demasiado, aun en las materias más graves. Pasajes tiene sumamente peligrosos. Comoquiera, es preciso confesar que la penetración de su espíritu y la elevación de sus sentimientos le inclinan siempre hacia lo verdadero, lo bueno, lo grande: si habla de Dios, se expresa con un lenguaje tan magnífico que los autores no se cansan de copiarle; si trata del alma, se resiste a confundirla con la materia, y no concibe que pueda acabar con el cuerpo; si de la moral, se indigna contra Epicuro, y pondera la sublimidad y belleza de la virtud con un estilo que arrebata y encanta.

157. Cicerón hubiera sido más filósofo si hubiese meditado más y leído menos; se conoce que escribía teniendo a la vista las obras de todas las escuelas griegas; y su mente, clara como la luz, se ofusca a menudo con la abundancia y embrollo de los materiales que se empeña en ordenar y esclarecer. Nunca ve con más lucidez y exactitud que cuando se abandona a las inspiraciones de su genio, olvidando los sistemas de sus predecesores, y sometiendo los objetos al fin o criterio de su elevado entendimiento y a las sanas inspiraciones de su corazón noble y generoso.

158. En Cicerón se retrata el estado de la filosofía poco antes de la venida de Jesucristo. El arte de discutir y de exponer había llegado a mucha perfección; todo se había ventilado, pero con escaso fruto para la certeza; los grandes problemas sobre Dios, sobre el hombre, sobre el mundo, la filosofía humana los contemplaba, mas no los resolvía: daba un paso en el buen camino, pero luego se extraviaba, y fluctuante entre contradicciones, inconsecuencias e incertidumbre, casi desesperaba de encontrar la verdad y se refugiaba en el escepticismo. No le profesa abiertamente Cicerón; pero en muchos pasajes manifiesta una profunda desconfianza. Comoquiera, he aquí cómo se explica él mismo sobre el método de filosofar que le parece mejor; en lo cual no dejaría también de influir la natural moderación de su carácter: «Fáltame hablar de los censores que no aprueban el método de la Academia; su crítica me afectaría más si les gustase alguna filosofía que no fuera la suya. Pero nosotros, que acostumbramos a rebatir a los que creen saber algo, no podemos llevar a mal el que otros nos impugnen; bien que nuestra causa es más fácil, supuesto que buscamos la verdad, sin espíritu de disputa, con laboriosidad y celo. Aunque todos los conocimientos estén erizados de dificultades y sea tanta la oscuridad de las cosas y la flaqueza de nuestros juicios que de muy antiguo, y no sin razón, desconfiaron de encontrar la verdad los hombres más sabios; sin embargo, así como ellos no cesaron de investigar, tampoco lo dejaremos nosotros por cansancio; y el objeto de nuestras disputas no es otro sino el que, hablando en pro y en contra, nos guíen a la verdad, o cuando menos nos acerquen a ella. Entre nosotros y los que creen saber no hay más diferencia sino que ellos no dudan de la verdad de lo que defienden y nosotros tenemos muchas cosas por probables, a que nos conformamos, pero que difícilmente podemos afirmar» (I. Acad., lib. II, § 3).

Comentarios