ABANDONANDO AL NIÑO DE HILLMAN

James Hillman: Abandonando al Niño
(Publicado originalmente en el Anuario Eranos 40 de 1971, e incluido en el vol. 6.1 de James Hillman Uniform Edition: Mythic Figures, ed. Spring, 2007)
Traducción de Enrique Eskenazi



Subjetividad
La posición del psicólogo en estos encuentros tiene sus dificultades especiales, y me gustaría comenzar mencionándolas -acaso como un artificio retórico para obtener vuestra simpatía, acaso como un adecuado preludio subjetivo a cualquier proposición psicológica, acaso para impartir algo de la naturaleza de la psicología, y de mi tema, el niño. Mientras que los colegas que llegan a este podio han de enfrentarse con la dificultad de hacer comprensible generalmente su conocimiento especial, el psicólogo comienza al revés. Comenzamos con lo general, aquello que todos compartimos, el alma demasiado-humana, esperando hacer relevante para cada individuo este acontecimiento común. De modo que será menos cuestión de tener algo nuevo que contar, que de traer a casa lo familiar, de hacer subjetivo lo objetivo.


Debido a este enfoque diferente, la psicoterapia también tienen un propósito diferente que las otras disciplinas. (Uso los términos psicoterapia y psicología de modo intercambiable, puesto que una psicología que no sea una psicología profunda es inevitablemente superficial y desacertada, y una psicología profunda es inevitablemente una psicoterapia debido a sus efectos en los fundamentos inconscientes de la psique). Puesto que el sujeto (tema) de la psicoterapia es de hecho "el sujeto", el alma, nuestro campo parece tener una obligación respecto al alma misma de la cual extrae sus ideas. Intenta permanecer siempre en relación con su sujeto, pero no meramente a la manera empírica del buen método científico, respetando los hechos. Al contrario, ha de referir sus ideas al alma, nutrirla, ser de valor para el alma, en lugar de tan sólo usar la psique para hacer psicología. La psicología profunda puede usar el alma como su objeto empírico, pero esto objeto es a la vez una persona, un sujeto. Puesto que el alma tiene su locus en cada uno de nosotros, el foco de la psicología profunda y el objetivo de sus ideas psicológicas será tocar algo subjetivo. El campo se mueve y cambia sólo cuando su sujeto es conmovido. “Pues”, como escribió Freud, “un psicoanálisis no es una investigación científica imparcial, sino una medida terapéutica. Su esencia no es demostrar algo, sino meramente cambiar algo” (“Análisis de una fobia en un niño de cinco años” (1909), CP III, p. 246). La psicología profunda comienza y continúa como una terapia, cuya esencia consiste en afectar al alma humana.


Desde hace mucho he creído necesario que una lección psicológica participe en la obra de la psicoterapia. Una lección también aspira a alterar algo, de otro modo no es verdaderamente psicológica (en el sentido en que empleo eso término), sino tan sólo sobre psicología. Si la psicoterapia ha de salir de la consulta más generalmente hacia la vida, entonces uno de los lugares para la psicoterapia general está en la lección psicológica. Este tipo de lección tendrá que descubrir el estilo adecuado a su propósito, un estilo aún no ejercitado, donde la subjetividad es fundamental, y sin embargo donde el sujeto que habla al sujeto no se concibe mediante viejos modelos de cambiar algo, por ejemplo: prédica, confesión personal o debate polémico, porque la alteración psicológica implica afectar la subjetividad en profundidad mediante la constelación de una realidad simbólica y emocional. Aspirando a la constelación del “sujeto” (tema), no demostraré algo, probando, explicando o incluso informando. Y también el modo de proceder tendrá que descubrirse, puesto que estamos acostumbrados a lecciones sobre un modelo linear que fiscaliza las pruebas y llega a algún sitio con un resultado, acabando en un punto. Pero hoy nos ocuparemos de un tema, más que como respuesta a un problema, esperando que nuestro método nos desplace a través de una serie de reflexiones sobre el mismo sujeto, como una serie de acuarelas, evocando intuiciones, perspectivas, enfatizando el lenguaje metafórico, aspirando a sugerir y abrir, y donde el objetivo no es llegar a una conclusión, no es cerrar el sujeto, sino abrirlo aún más.


Así, también difiere de otro modo la psicología de las demás disciplinas aquí representadas: tanto depende del psicólogo. Los otros campos tienen un área más o menos objetiva bajo observación, y su campo muestra más o menos un avance histórico en la resolución de problemas. ¿Avanza del mismo modo la psicología, y debiera hacerlo? ¿Tenemos, o debiéramos tener hoy más reconocimiento de la psique? ¿Ha resultado el efecto de la psicología sobre la psique en que vuestras almas o la mía sean más conscientes, más amorosas, más armoniosas de lo que era el alma de los demás hace un siglo antes de Freud, o dos siglos antes de Rousseau, Pinel y Herbart? Y aquí estoy evocando menos la cuestión kantiana del progreso ético que la cuestión psicológica acerca de la relación entre psicología, psicólogo y psique. ¿En qué otra disciplina son estos tres términos tan inherentemente necesarios para el movimiento de cualquiera de ellos? La psique requiere una psicología adecuada para reflejarse, así como la psicología depende de la psique del psicólogo quien, a su vez, ejemplifica su psicología. Mientras más estrechamente refleja la psicología su sujeto, la psique, más se mezcla, como a menudo dijo Jung, con el mismo psicólogo, y deviene siempre, como la música y la pintura, una proposición subjetiva.


Esto es incómodo y molesto, y bien debiera serlo, pues la molestia es un correctivo para la pretenciosidad de la psicología. La sutileza y profundidad de la psique -ya nos advirtió Heráclito- superará de lejos cualquier psicología que siempre está confinada por sus limitaciones subjetivas. Mejor es, a pesar de la molestia, expresar la subjetividad de la psicología, en lugar de cubrirla con la fantasía de la objetividad que tanto infecta nuestro campo. De modo que no pretenderemos que el analista es objetivo (Freud detrás del diván; Jung con su conocimiento amplificacional); ni sostendremos esta tarde nociones de una psique objetiva, un nivel objetivo de sueños y un significado objetivo de acontecimientos psíquicos que puedan ser investigados imparcialmente por el psicólogo comprometido en una obra científica o académica sobre un material objetivo; casos, sueños, síntomas, asociaciones. Nada de este material existe independiente de las personas y de la psique del investigador. El así llamado material objetivo es la materia más subjetiva de la vida; refiere a lo que la gente recuerda, como fantasean, dónde aman. Es el informe de heridas y de cuándo la vida falló; es el escrutinio de los secretos y las confesiones de plegarias.


Justo aquí comienza nuestro tema; abandonando al niño. Pues la intensa subjetividad de la psicología, la molestia incómoda que sentimos con sus inadecuaciones respecto a las disciplinas hermanas mayores, y su extraordinaria inflación más que grande, a pesar del continuo re-nacimiento de sus problemas en los que no hay maduración ni avance de modo que todo tiene que volver a hacerse de nuevo por cada uno de los que entramos en la psicología- todo esto refleja el arquetipo del niño. Postular la psicología en una forma objetiva, considerarla de modo positivista, un progreso, a la altura de sus tareas, ver la fuerza de la psicología y no su debilidad (y su pretensión y fantasía de omnipotencia de entenderlo todo y cada cosa) es arrojar al niño.

¿Qué es el Niño?
¿Qué es este "niño"? Esta es con seguridad la primera pregunta. Lo que digamos sobre los niños y la niñez no es en verdad realmente sobre los niños y la niñez. Nos basta consultar la historia de la pintura para ver cuán peculiar son las imágenes de niños, particularmente cuando se los compara en sus distorsiones con la exactitud contemporánea al describir paisajes y naturalezas muertas y retratos de adultos. Nos basta con consultar la historia de la vida familiar, la educación y la economía para darnos cuenta de que los niños y la niñez, tal como empleamos los términos hoy, son una invención tardía. ¿Qué es este reino peculiar que llamamos "niñez" y que hacemos al establecer un mundo especial con cuartos para niños y juguetes de niños, ropa de niños, y libros, música, lenguaje, cuidadores, doctores de niños, de niños que juegan tan segregados de las vidas reales de los hombre y las mujeres operativos? Claramente, algún reino de la psique llamado "niñez" está siendo personificado por el niño y colocado en el niño por el adulto. Cuán curiosamente semejante es este Daseinsbereich al reino del manicomio de hace algunos siglos e incluso hoy, cuando el loco era considerado un niño, al cuidado del estado o bajo el ojo paterno del doctor que se preocupaba por sus "niños", los locos, como su familia. De nuevo, cuán extraordinaria esta confusión del niño con el loco, de la niñez con la locura (“Locura es infancia” -Foucault, 1965, p. 252)


La confusión entre el niño real y su infancia y el niño de la fantasía que ofusca la percepción del niño y de la niñez es clásica en la historia de la psicología profunda. Podéis recordar que Freud al comienzo creyó que los recuerdos reprimidos que provocan la neurosis eran emociones olvidadas y escenas distorsionadas de la infancia real. Más tarde abandonó a este niño, dándose cuenta de que un factor de la fantasía se había ubicado en los acontecimientos de la infancia que nunca habían ocurrido efectivamente, había un niño de la fantasía en obra y no una ocurrencia efectiva en la vida de la persona. Entonces se vio obligado a separar el niño de hecho de aquél de la fantasía, los acontecimientos externos del niño de la niñez interior. Sin embargo se adhirió a su creencia de que el trabajo de la terapia era el análisis de la niñez. Una afirmación de 1919 es típica: "Considerado estrictamente... el trabajo analítico merece ser reconocido que genuino psico-análisis sólo cuando ha conseguido remover la amnesia que oculta del adulto su conocimiento de su infancia desde sus comienzos (es decir, desde aproximadamente el segundo al quinto año)... El énfasis que aquí se pone en la importancia de la experiencia más temprana no implica ninguna subestimación de la influencia de las más tardías. Pero las impresiones ulteriores de la vida hablan lo suficientemente fuerte a través de la boca del paciente, mientras que es el médico quien ha de elevar su voz en nombre de los reclamos de la niñez" ("Pegan a un niño", CP II, p. 177)


¿A qué niñez se refería Freud? Freud nunca analizó niños reales, como señalé aquí hace dos años. No analizaba niños. ¿Acaso la niñez que el analista tenía que recapturar era la infancia real? Aquí el mismo Freud permanece ambiguo, pues el pequeño ser humano real que llamamos “niño” se mezcla en Freud con un niño Rousseauniano, incluso órfico-neoplatónico, que es “psicológicamente una cosa diferente de un adulto...” (NIL, p.190) (“La niñez tiene sus propios modos de ver, pensar y sentir; nada es más insensato que tratar de reemplazarlas por nuestras maneras”. Rousseau, Emile, II). La diferencia yace en el modo especial que tiene el niño de recordar: “... un niño capta ... la experiencia filogenética donde le falta su propia experiencia. Llena los baches de la verdad individual con la verdad prehistórica; reemplaza las ocurrencias de su propia vida con ocurrencias de la vida de sus antepasados. Estoy completamente de acuerdo con Jung al reconocer la existencia de esta herencia filogenética...” (“De la historia de una neurosis infantil” (1918), CP III, pp. 577-78)


El niño real era así no del todo efectivo porque sus experiencias consistían en las confabulaciones de ocurrencias “prehistóricas”, es decir, no-temporales, míticas, arquetipales. Y así la niñez se refiere parcialmente en Freud a un estado de reminiscencia, como la memoria platónica o agustiniana, un reino imaginal que provee al niño efectivo con “sus propios modos de ver, pensar y sentir” (Rousseau). Este reino, este modo de existencia imaginal se encuentra, de acuerdo a la psicología profunda y a la popular, en los primitivos, los salvajes, los locos, los artistas, los genios, y el pasado arqueológico; la niñez de las personas se mezcla con la niñez de los pueblos. Pero el niño y la niñez no son los reales. Estos son términos para un modo de existencia y percepción y emoción que aún hoy insistimos que pertenece a los niños reales, de modo que construimos para ellos un mundo siguiendo nuestra necesidad de colocar esta fantasía en alguna parte en la realidad. Lo que los niños son en sí mismos, “no adulterados” por nuestra necesidad de portadores del reino imaginal, “comienzos” (es decir, “primitividad”, “creación”), y el arquetipo del niño, no lo sabemos. No podemos saberlo hasta que hayamos entendido más de los haceres del niño de la fantasía, el niño arquetipal en la psique subjetiva.


Freud la dio a la imagen del niño y a la fantasía de la niñez un grupo de sorprendentes atributos que probablemente recordáis: el niño no tenía super-ego (consciencia) como el adulto; ni asociaciones libre como el adulto, sino que confabulaba reminiscencias. Los padres del niño y sus problemas eran externos, en lugar de internos como en los adultos, de modo que el niño no tenía una vida psíquica simbólicamente transferida (NIL, p. 190). ¡Cuán cercana a la vida mental de la “locura”, de los artistas, y cuán cercana a lo que llamamos “primitivo” es esta ausencia de consciencia personal, esta mezcla de conducta y ritual, de memoria y mito!


Pero aún más sorprendentes que los atributos que Freud enunció son aquellos que podemos extraer de sus ideas. Primero, Freud le dio primacía al niño: nada era más importante en nuestras vidas que aquellos años tempranos y aquél estilo de pensamiento y emoción de la existencia imaginal llamada “niñez”. Segundo, Freud dio cuerpo al niño; tenía pasiones, deseos sexuales, anhelo de matar; temía, sacrificaba, rechazaba; odiaba y añoraba y estaba compuesto de zonas erógenas pre-ocupado con heces, genitales, y merecía el nombre de perverso polimorfo. Tercero, Freud dio patología al niño; vivía en nuestras represiones y fijaciones; estaba en el fondo de nuestros desórdenes psíquicos; era nuestro sufrimiento.


Estos son en verdad sorprendentes atributos si se los compara con el niño de Dickens, puesto que Dorrit y Nell, Oliver y David tenían poca pasión y poco cuerpo, y nada de sexualidad, especialmente en comparación con el pequeño Hans y la pequeña Anna y otros niños de la literatura psicoanalítica. La perversidad, cuando aparecía en Dickens, provenía de los adultos, de la industria, la educación y la sociedad; la patología estaba en las escenas de camas de moribundos que reclamaban a los niños de nuevo al paraíso. Al contrario de Dickens podemos ver más agudamente la visión de Freud, aún si en ambos casos el niño como hecho y el niño como imagen seguían confundidos.


El ensayo de Jung “La psicología del arquetipo del niño” en 1940 cambió mucho más el asunto: se abandonó al niño real y con él la fantasía del empirismo, la idea de que nuestra apercepción del factor en nuestra subjetividad resulta de la observación empírica de la niñez real. Jung escribe:


“Puede no ser superfluo señalar que el prejuicio lego siempre se inclina a identificar el motivo del niño con la experiencia concreta “niño”, como si el niño real fuera la causa y la pre-condición de la existencia del motivo del niño. En la realidad psicológica, empero, la idea empírica “niño” es sólo el medio... por el que se expresa un hecho psíquico que no puede formularse más exactamente. De aquí por el mismo hecho la idea mitológica del niño enfáticamente no es una copia del niño empírico.. -y este es el punto- no es un niño humano" (CW 9.1. p. 161n.)

¿Qué precisión pueden tener nuestros estudios del niño humano en tanto no hemos reconocido suficientemente el niño arquetipal en nuestra subjetividad y que afecta nuestra visión? De modo que dejemos a un lado al niño y la niñez y persigamos lo que Jung llama el "motivo del niño" y el "aspecto niñez de la psique colectiva".
Ahora nuestra pregunta deviene: ¿qué es el motivo del niño que se proyecta tan vivamente y atrae tales fantasías sobre sí? Jung responde:

“El “niño” es todo lo que es abandonado y expuesto y a la vez divinamente poderoso; el comienzo insignificante, dudoso, y el final triunfante. El “niño eterno” en el hombre es una experiencia indescriptible, un incongruencia, una disminución, una prerrogativa divina; un imponderable que determina el valor último o la carencia de valor de una personalidad” (CW 9.1, 300)

Jung elabora estos rasgos generales y especiales; futuridad, divina invencibilidad heroica, hermafroditismo, comienzo y final, y el motivo del abandona a partir del cual extraigo mi tema. Las elaboraciones de Jung de 1940 debieran tomarse como una adición a aquellas de sus obras previas donde el motivo del niño se relacionaba con el pensamiento mítico arcaico y el arquetipo materno (CW 5; passim) y con el júbilo paradisiaco (CW 6; 422f). Algunos de los aspectos que Jung discuto ya los había descrito Freud en su estilo de lenguaje. La idea del niño creativo ocurre en la ecuación de Freud niño=pene, y el niño rechazado en su ecuación niño=heces. ““Heces”,“niño” y “pene” forman así una unidad, un concepto inconsciente (sit venia verbo) -el concepto propiamente de una cosa pequeña que puede separarse del propio cuerpo” (“De la historia de una neurosis infantil”, (1918), CP 3, p0.562 f)


A estos rasgos yo añadiría otros dos de nuestra tradición occidental, el primero específicamente cristiano, el segundo específicamente clásico. En la tradición cristiana (Légasse) “niño” también se refiere al simple, el ingenuo, el pobre y el común -el huérfano- de la sociedad y de la psique, como en el lenguaje de los Evangelios, donde niño significaba marginado, la pre-condición para la salvación, y más tarde fue puesto en asociación con los sentimientos del corazón como opuestos al saber de la mente. En la tradición clásica el niño aparece en aquellas configuraciones de la psicología masculina representadas específicamente por Zeus, Hermes y Dionisos, su imaginería, mitemas y cultos. El motivo del niño puede mantenerse diferente de los motivos del niño-y-la-madre y el niño-héroe, que tienen una importancia psicológica netamente distinta.


Nuestro tema sigue literalmente a Jung cuando dice: “El motivo del niño representa algo que no sólo existió en el distante pasado sino algo que existe ahora... no sólo un vestigio sino un sistema que funciona en el presente cuyo propósito es compensar o corregir, de manera significativa, la inevitable unilateralidad y extravagancia de la mente consciente” (CW 9.1: 276). Si, de acuerdo con Freud, la esencia del método psicoanalítico es cambiar algo, y si el niño, de acuerdo con Jung, es lo que actúa como corrector psicológico, nuestra reflexiones esta tarde requieren que recuperemos al niño de su abandono aún mientras hablamos de él. Entonces el tema general puede volverse específicamente focalizado en la subjetividad privada de cada uno y puede actuar para alterar la unilateralidad de la consciencia con respecto al niño.

El Abandono en los Sueños
Encontramos al niño abandonado primero de todo en los sueños, donde nosotros mismos o un niño nuestro, o uno desconocido, es descuidado, olvidado, llorando, en peligro o necesidad, y de modo semejante. El niño hace saber su presencia a través de los sueños; aunque abandonado, aún podemos escucharlo, sentir su llamado.


En los sueños modernos encontramos al niño en peligro por: ahogo, animales, tráfico en las carretera, quedarse detrás en una caravana (el motivo del “baúl”), o en un cochecito o un carro de supermercado (el motivo del “cesto”), secuestradores, ladrones, miembros de la familia, incompetentes; enfermedad, invalidez, infecciones secretas, retardo mental o daño cerebral (el niño idiota); o una catástrofe más amplia, menos específica tal como la guerra, inundación o fuego. A veces uno se despierta en la noche con la sensación de haber escuchado llorar a un niño.


Usualmente la respuesta del soñante al motivo del abandono es una preocupación aguda, un responsabilidad culpable: “No debiera haber dejado que ocurriera; tengo que hacer algo para proteger al niño; soy un mal padre”. Si es un niño en el sueño, creemos que debemos preservar el sentido de este “niño” con nosotros todo el tiempo, alimentarlo cada tres horas con atención pensativa, llevarlo a espaldas como un simio. Tendemos a tomar el niño como una lección moral.


Pero la culpa pone la carga de cambiar algo (Freud) y corregir algo (Jung) sobre el ego como hacedor. Después de todo, el soñante no sólo está a cargo del niño; él es también el niño. Consiguientemente, las emociones de preocupación, culpa y responsabilidad, moralmente virtuosas como pueden serlo e incluso parcialmente correctivas del descuido, también pueden impedir otras emociones de miedo, pérdida y desesperación. A veces mientras más nos preocupamos por el niño menos nos alcanza realmente el niño. De modo que en tanto tomamos cualquier sueño principalmente desde la posición del ego responsable, reaccionando a él con culpa y con la energía de ver los asuntos directamente, mejorar haciendo, cambiando actitudes, extrayendo de los sueños lecciones morales para el ego éticamente responsable, reforzamos ese ego. Acentuamos así la grieta progenitor-niño; el ego se vuelve el padre responsable, lo que sólo nos aleja aún más de las emociones del niño.


Crucial en toda integración del sueño -integración, no interpretación, porque ahora hablamos de integridad con el sueño, de estar con y en él, de hacernos amigos de todas sus partes, participar en la historia entera- es la experiencia emocional de todas sus partes. La terapia Gestalt intenta traer esto a casa exigiendo que el soñante se sienta en todas las partes; el padre aturdido, pero también los perros salvajes, el río que se inunda, la infección oculta, y el niño expuesto. Es tan importante derrumbarse con los gritos del niño, y odiar salvajemente la chiquillada, como los es regresar de la hora de análisis a casa resuelto a hacerse más cargo de las partes nuevas y tiernas que ayudan a crecer.


Si bien la interpretación y la responsabilidad del ego pueden fortalecer al padre a expensas del niño, también puede que la amplificación no alcance al niño que está abandonado. Un amplificación del niño en el río, divagando perdido en el bosque, o intentando una tarea por encima de su fuerza, en términos de cuentos de hadas y de mitos y de ritos de iniciación, puede mancillar el motivo precisamente de modo que vemos ciertos aspectos claramente -en especial la nueva conciencia heroica emergente- pero la técnica de amplificación para extraer el significado objetivo puede también destruir la realidad subjetiva del abandono. La amplificación con frecuencia nos saca de la angustia localizándola en un plano general. Para muchos acontecimientos psíquicos esta extensión de conciencia mediante amplificación es lo que se requiere, pero precisamente para este motiva parece contraindicado, porque el niño abandonado puede ser reencontrado mejor moviéndose más cerca de la desdicha subjetiva y notando su locus preciso.


Tanto la responsabilidad como la amplificación, son métodos insuficientes para este motivo. En tanto que actividades de la persona razonable, madura, nos distancian aún más del niño.

El Abandono en el Matrimonio

Porque cada hogar establecido, cada nido, nicho de hábitos, ofrece un santuario al niño abandonado, el matrimonio inevitablemente evoca al niño. A veces un matrimonio temprano obviamente intenta hallar una cesta para el niño que era inaceptable en la casa paterna. El modelo puede continuar mucho después: marido y mujer en tácito acuerdo haciéndose cargo del niño abandonado que queda desde sus hogares paternos de modo que no pueden hallar en niño apropiado para ellos mismos.


Estar en casa, volver a casa, encaminarse a casa -estas son emociones que se refieren a las necesidades del niño. Indican abandono. Estas emociones transforman en hogar real, sus paredes y su techo, en una fantasía de libro de imágenes con paredes psíquicas y un techo psíquico en los que ubicamos nuestra vulnerabilidad y en los que podemos exponernos con seguridad a la fragmentación perversa y polimorfa de nuestras exigencias. En casa no sólo somos la madre que abraza y el padre que manda, sino también un niño pequeño. Lo que en todas partes se rechaza debe admitirse aquí en casa.
Esta realidad, que algunos psicoterapeutas han llamado “el niño interior del pasado” y otros “la interacción neurótica en el matrimonio” es tan importante en las fantasías que se actúan en el matrimonio como lo son los diversos esquemas de la conjunción descritos por Jung. Lo que impide las aspiraciones de la conjunción son las feroces exigencias de incesto del niño, cuyos deseos de unión son de otro orden que la quaternio matrimonial (CW 14 y 16, passim) y cuya imagen de “contenido” y “contenedor” (CW 17:331 c et. seq.) se da completamente en términos de su ansioso abandono. ¿Adónde más puede ir? Este también es su hogar, y para él más importante que mujer y marido son madre y padre, cuidado y protección, omnipotencia e idealizaciones.


Un objetivo del matrimonio se ha definido en términos de procreación y cuidado de niños. Pero también está el niño arquetipal que es constelado por el matrimonio y cuya necesidad de cuidado podría hacer naufragar el matrimonio efectivo insistiendo que ensaye esquemas arquetipales que son pre-maritales (no iniciados, infantiles, incestuosos). Entonces ocurren esas luchas entre los niños actuales y el niño psíquico de los padres, respecto a cuál será abandonado. Entonces amenaza el divorcio no sólo a los niños reales, sino al niño abandonado de los padres que había encontrado contención en el matrimonio.


La concentración de abandono en el matrimonio, porque no hay otro hogar para ello, hace del matrimonio el escenario principal para actuar el arquetipo del niño (no la conjunctio). En el matrimonio encontramos las idealizaciones del niño: el matrimonio como el alfa y el omega de la vida, el hermafroditismo vivido como “compartir roles”, la futuridad vivida como la planificación de esperanzas y temores, y la vulnerabilidad defensiva. El intento de la pareja de contener al niño (no a cada uno de sus miembros) produce un esquema familiar que alterna entre el emocionalismo y la total carencia de emociones, el matrimonio entumecido en una norma social. Perdida en la oscilación está la imaginación que el niño puede aportar. La imaginación explota en afectos o se concretiza en planes y hábitos que preservan acunado al niño. Si podemos hablar una “terapia matrimonial” entonces debiera basarse no en la "interacción neurótica” de la pareja, sino en el niño como factor central en el matrimonio, la imaginación del niño, esto es, el cultivo de la psique imaginal, la vida peculiar de la fantasía que juega entre tu niño y el mío.

Bautizando al niño
Usualmente sentimos algo fundamentalmente erróneo con respecto al niño, error que entonces ubicamos en o sobre el niño. Las sociedades tienen que hacer algo con los niños a fin de corregir este error. No tomamos los niños tal como son dados, tienen que ser sacados de la niñez. Iniciamos, educamos, circuncidamos, inoculamos, bautizamos. Y si, a la manera romántica, idealizamos al niño -y las idealizaciones siempre son señal de distancia- llamando al niño un speculum naturae, no confiamos enteramente en esta naturaleza. Incluso en niño Immanuel (Isaías 7:14-16) primero tiene que comer mantequilla y miel antes de poder distinguir entre bien y mal. El niño per se nos inquieta, nos hace ambivalentes; estamos ansiosos respecto a las propensiones humanas concentradas por el símbolo del niño. Evoca demasiado de lo que ha sido dejado fuera o es desconocido, volviéndose fácilmente asociable con primitivo, loco y místico. Cuando uno mira a las antiguas controversias sobre el bautismo infantil, uno se pregunta qué contenido psicológico hacía que se esforzaran tanto estas excelentes mentes patrísticas. La energía que gastaron en el niño es comparable a la que actualmente gastamos en la niñez en la psicología moderna.


Al principio, empero, ellos (Tertuliano, Cipriano) no impulsaron el bautismo temprano, y Gregorio de Nazianzo prefería que hubiera cierto grado de mente, alrededor de los tres años, antes del bautismo. Pero Agustín fue firme. Porque el hombre nacía en pecado original, lo traía consigo al mundo, tal como el mismo Agustín había hecho con su pasado pagano. Sólo el bautismo podía limpiar esto del niño. Agustín fue claro respecto a la necesidad de salvación del niño, citando a Job 14:4-5; “Nadie está puro de pecado, ni siquiera el niño cuya vida es de sólo un día sobre la tierra” (Confesiones, I. vii (11)). ¿Y qué es inocente? “La debilidad de los miembros del niño es inocente, no el alma (animus) del niño” (ibid). Cuán freudiano; el niño no puede realizar con sus facultades aún demasiado jóvenes esas perversidades latentes que están en el alma. El alma llevaba no el mero pecado general, sino el pecado específico de los impulsos pre-cristianos, a-cristianos del paganismo politeísta que Freud más tarde descubriría y bautizaría como “polimórficamente perverso”, y que Jung más tarde describiría más comprensivamente como los arquetipos. El bautismo podía redimir el alma de la niñez, de ese mundo imaginal de una multitud de formas arquetipales, dioses y diosas, de sus cultos y de las prácticas no cristianas que substanciaban.


En tanto el niño no es un vestigio sino un sistema que está funcionando ahora, y en tanto que un sacramente no es un vestigio de un acontecimiento histórico de un tiempo, sino que continúa ahora, entonces el bautismo del niño siempre está aconteciendo. Continuamente estamos bautizando al niño, lustrando la “niñez” de la psique, sus “comienzos”, sus reminiscencias, con ritos apotropeicos de nuestra cultura agustiniana, limpiando al alma de su posibilidad imaginal politeísta, que está emblemáticamente llevada por el niño, y por lo tanto tomando al niño de la psique “prisionero de Cristo” (Gregorio de Nazianzo, “En Alabanza de Basilio”), al igual que la iglesia antigua reemplazó los niños de los cultos heroicos y los panteones paganos con el niño Jesús.


Esta cristianización (bautismo) continúa siempre que conectamos con los motivos del niño en nuestros sueños y sentimientos usando sólo modelos cristianos. Entonces consideramos el potencial polimórfico de nuestro politeísmo inherente como necesitando fundamentalmente una actualización, mediante la transformación a la unidad. Así impedimos que el niño realice su función de ser aquello que cambia. Lo corregimos, en lugar de dejar que nos corrija.



Regresión, Represión
El bautismo servía a dos funciones para las que tenemos nombres modernos: impedía la regresión, ofrecía represión. Nuestra experiencia más inmediata del niño hoy en día es a través de estas experiencias.

Lo que la psicología profunda ha llegado a llamar regresión no es otra cosa sino un retorno al niño. Puesto que es así, podríamos inquirir más fundamentalmente en la noción que la psicología tiene de madurez, que como contraparte tiene la regresión, y en la idea que la psicología tiene de desarrollo, que exige que el niño sea abandonado. La regresión es la inevitable sombra de los estilos lineares de pensamiento. Un modelo desarrollista se verá invadido por su contra-movimiento, atavismo, y la reversión será vista no como un retorno mediante la semejanza hacia la realidad imaginal, según lineas neoplatónicas (Proclo, Plotino), sino como una regresión a condiciones peores. La psicología presenta el “regresar” como un “descender”, una devolución a esquemas previos e inferiores. La madurez y la regresión se vuelven incompatibles. Por la regresión perdemos respeto, olvidando la necesidad de vivir las cosas para “volver a los comienzos”.

La regresión se hace tolerable en teoría hoy sólo en términos de una “regresión al servicio del ego” (E. Kris, Psychoanalytic Explorations in Art, 1952). Incluso en Jung, la regresión es principalmente compensatoria, un reculer pour mieux sauter. En Maslow, Erikson, Piaget, Gesell, así como en la psicología del ego freudiana, si no avanzamos según ciertos senderos bien estudiados de estadio en estadio, nos quedamos fijados en la “niñez” y mostramos una conducta regresiva, estilos llamados pueriles e infantiles. Detrás de cada paso adelante hacia “la realidad” hay la sombra amenazadora del niño -hedonista o mística, dependiendo de cómo consideramos la reversión hacia la primordialidad. A este niño lo propiciamos con sentimentalismo, superstición, y kitsch, con fiestas indulgentes y amenazas, y con psicoterapia que parcialmente debe su existencia y se gana la vida con el empuje regresivo del niño.

Nuestro modelo de madurez tiende a hacer atractiva la regresión. A la distancia idealizamos el estadio angélico de la niñez y su creatividad. Abandonando al niño, lo colocamos en arcadia, gestado por el mar, acunado, hamacado suavemente a nivel del agua entre cañas y juncos, alimentado por ninfas que se deleitan con sus antojos, pastores, amables y viejos cuidadores que dan la bienvenida a lo infantil, lo regresado. Entonces por supuesto el contramovimiento se desencadena de nuevo, el héroe se constela; a partir del niño abandonado, el gran salto hacia adelante, el drenaje del Zuider Zee con el cual comparó Freud la obra del psicoanálisis (NIL, p. 106)

Debido a que el mayor contenido de la represión es el niño, la revolución contemporánea en nombre de lo reprimido -negro o pobre, femenino o natural o subdesarrollado- deviene inevitablemente la revolución del niño. Las formulaciones se vuelven inmaduras, un tanto patéticas, el comportamiento regresivo, y la ambición invencible y vulnerable a la vez. El hermafroditismo del arquetipo también desempeña su papel en la revolución, como lo hace esa peculiar mezcla de comienzo y fin; esperanza ejemplificada en la destrucción apocalíptica. Así nuestro tema toca la relación de la psicología con los tiempos (N. del T: hay que tener en cuenta que este artículo es de 1971) y su lucha con el niño, todo lo cual sugiere que podría ser conveniente reflexionar las afirmaciones de Marcuse, Laing, y Brown respecto a la revolución contemporánea de lo reprimido a la luz de la psicología arquetipal, es decir, como expresiones del culto del niño.

Evocando al Niño
Estamos familiarizados con situaciones que convocan al niño de donde lo hemos dejado. Regresar a lugares , sonidos, olores familiares; cada abaissement du niveau mental, nuevas condiciones que constelan emoción y la fantasía de la completa novedad, de que uno puede hacer lo que quiera; también súbitos enamoramientos, súbitas enfermedades, súbita depresión. El niño es también evocado por lo no familiar donde se requiere imaginación y en su lugar respondemos con obstinada petulancia, inadaptación, lágrimas.

Pero la condición regresiva que nadie quiere también puede surgir directamente en la psicoterapia. Pues aquí hay un refugio para deslizarse fuera del escondite, aquí uno puede mostrar sus tapujos no queridos, no amables, feos, y las propias inmensas esperanzas. Estos sentimientos han recibido nombres psicológicos apropiados: deseos infantiles, fantasías autodestructivas, anhelos de omnipotencia, impulsos arcaicos. Pero al ridiculizar estos nombres no debemos olvidar -y cada uno de nosotros somos terapeutas de la psique puesto que es una devoción que no puede pertenecer sólo a una profesión- que siempre estas condiciones patológicas infantiles contienen futuridad. El mismo camino hacia delante mediante las condiciones tan poco deseadas, feas y ridículamente expectantes, yace justo en las mismas condiciones. La patología es también la futuridad. En ella yace la intuición, de ella viene el movimiento y el cambio.

Al reconocer un grito básico podemos evocar este niño en la patología; es como si hubiera un grito básico en las personas que da voz directa al contenido abandonado. Para algunas personas es: “Ayúdame, por favor ayúdame”; otras dicen, “tómame tal como soy, acéptame, todo entero, sin elección entre mis rasgos, sin juicio, sin preguntas”; o “tómame, sin que yo tenga que hacer algo, o que ser alguien”. Otro grito podría ser “sujétame” o “no te vayas; no me dejes solo jamás”. Podemos también oír al contenido diciendo simplemente: “Ámame”. O podemos escuchar: “enséñame, muéstrame qué hacer, dime cómo”. O “llévame, cuídame”. O el grito desde el fondo puede decir “Déjame solo, solo del todo; tan sólo déjame ser”.

Generalmente el grito básico habla en la voz receptiva del niño, donde el sujeto es un objeto, un “yo” en las manos de otros, incapaz de acción y sin embargo enunciando patéticamente su conocimiento de su subjetividad, sabiendo cómo desea ser tratado. Su subjetividad está en el grito por medio del cual organiza su existencia. De modo que, también, escuchamos en él el grito básico que una persona dirige a su entorno, transformando a quienes les rodean en sus auxiliares, o amantes, o constantes compañeros (un thiasos) que alimentarán, acompañarán en su danza, o enseñarán, o aceptarán todo ciegamente, que nunca le dejarán solo, o al revés, de quienes huye en continuo rechazo. Y el grito dice cómo es incapaz una persona de afrontar sus necesidades por sí mismo, incapaz de ayudarse, o de dejarse estar.

Vale la pena insistir aquí que el grito nunca se cura. Al dar voz al niño abandonado, siempre está ahí, y debe estar ahí como una necesidad arquetipal. Bien sabemos que algunas cosas no las aprendemos nunca, no podemos evitarlas, las repetimos y protestamos una y otra vez. Estos lugares inaccesibles donde siempre estamos expuestos y asustados, donde no podemos aprender, no podemos amar, y no podemos valernos transformándonos, reprimiendo o aceptando, son los desiertos, las cuevas donde yace escondido el niño abandonado. Que continuemos regresando a estos sitios dice algo fundamental acerca de la naturaleza humana; estamos tocando una psicopatía incurable una y otra vez a lo largo del curso de la vida, la cual, sin embargo, aparentemente pasa por muchos cambios antes y después del contacto con el niño que no cambia.

Aquí damos con la relación psicológica entre lo que la filosofía llama devenir y ser, o lo mutable y lo inmutable, lo diferente y lo mismo, y lo que la psicología llama crecimiento por un lado, y por el otro psicopatía; aquello que por definición no puede revertir o cambiar sino que permanece como una laguna del carácter más o menos constante a lo largo de la vida. En el lenguaje de nuestro tema tenemos la vulnerabilidad del niño abandonado, y la futuridad evolutiva de este mismo niño.

En este acertijo usualmente tomamos un lado u el otro, sintiéndonos diferentes, cambiantes, evolucionando, sólo para ser aplastados otra vez por la estrepitosa recurrencia un grito básico que a su vez conduce a la creencia de estar desesperadamente estancado, sin que nada cambie, tan sólo el mismo de siempre. La historia de la psicoterapia también ha sido llevada hacia delante y detrás por este dilema aparente. En algunos momentos la teoría de la degeneración (herencia y constitución, o una idea de predestinación) declara que el carácter es destino y que no podemos sino cambiar dentro de esquemas predeterminados. En otros momentos, tal como hoy en la psicología desarrollista humanística americana, la categoría de crecimiento mediante la transformación cubre todos los acontecimientos psíquicos.

Ninguna de esas posiciones es adecuada. Como el niño metafórico del Sofista de Platón (249d) que, cuando se le pide escoger, opta por “ambos”, el niño abandonado es tanto aquello que nunca crece y persiste como permanente, como psicopatía, y también esa futuridad que surge de la misma vulnerabilidad. El complejo persiste, y las lagunas; eso que se vuelve diferente son nuestras conexiones con estos lugares y nuestras reflexiones a través de ellos. Es como que para cambiar debemos seguir en contacto con lo incambiable, que también implica tomar el cambio por lo que es, en lugar de en términos de desarrollo. La evolución tiende a devenir un “medio de repudiar el pasado” (T. S. Eliot); lo que queremos cambiar es aquello de lo que queremos deshacernos. Se requiere una sutil percepción psicológica para distinguir en nuestras naturalezas lo cambiable de lo incambiable, y para ver los dos como íntimamente conectados, a fin de no buscar el crecimiento en los lugares equivocados y la estabilidad en los lugares errados, o para presumir que el cambio deja detrás la estabilidad y que la estabilidad nunca es vulnerable.

El Retorno del Niño
Si el niño se reprime en la amnesia de “el segundo al quinto año” como escribió Freud, entonces es el niñito quien retornará. El abandono no triunfa, las manos del asesino fallan; los pescadores, pastores, doncellas aparecen; el niño se vuelve un expósito que regresa y trae el día.

No es meramente que lo infantil regrese en los residuos de la niñez, sino que todo lo que emerge de la inconsciencia retorna demasiado joven. Todo comienza en la insensatez juvenil porque las puertas a las bodegas y los jardines de la mente están barrados no sólo por un censor, una espada flamígera o un Cerbero, sino por un pequeño muchacho o niña que mágicamente transforma todo lo que pasa por el umbral en su propia condición.

Así, como vio Freud, el mundo del inconsciente es el mundo de la niñez, no la niñez real o la niñez de la especie humana, sino una condición gobernada por el arquetipo del niño; así, como vio Jung, este arquetipo es el heraldo, la prefiguración de cada cambio por el que pasamos en profundidad. Todo regresa demasiado joven, implicando que la conexión adecuada con lo inconsciente tendrá que mostrar inadecuación. No somos aún capaces, dependientes todavía de ese niño, de sus caprichos, su atmósfera de ser especial, necesitando aún nuestras heridas, el modo en que toca nuestro eros, volviéndonos a cada momento pedófilos, amantes de niños.

Además, todos los otros rostros de lo reprimido, lo personalmente olvidado y lo primordialmente desconocido, regresarán en un estilo infantil. Aparte de la revolución, todas aquellas otras cosas excluidas del ágora de la vida diaria -arte, locura, pasión, desesperación, visión- vendrán con este peculiar infantilismo que a veces ennoblecemos como lo infantil de lo creativo.

El infantilismo que retorna como la sombra personal se merece mejor tratamiento que meramente el freudiano. Jung indicó que el tratamiento del infantilismo, de la psicopatología, en el nivel arquetipal, consiste en “seguir soñando el mito” (CW 9.1: 271), dejar que hable su naturaleza prospectiva. Al permitir que el niño sea el corrector, realiza así una de sus funciones arquetipales: la futuridad. Lo que regresa apunta hacia adelante; retorna como lo reprimido y a la vez vuelve, a fin de llevar a cabo una cura bíblica para la psicopatología: “y un niño pequeño les conducirá” (Isaías 11:6)

Consiguientemente, la clave del futuro es dada por lo reprimido, el niño y lo que trae consigo, y en camino hacia adelante es en verdad el camino hacia atrás. Pero es inmensamente difícil discriminar entre las emociones aquella que viene con el niño, principalmente porque no éste retorna solo.

Es como si la niñita abandonada regresara con un protector, un nuevo padre encontrado, un fuerte figura masculina de voluntad muscular, de argumentos y astucia, y con su ultraje; su ciego golpear se mezcla con los apenados berrinches de ella, su hosca melancolía deviene indiscernible de los distantes pucheros de ella. Aunque se funden, niño y guardián también luchan para separarse. En rostros y gestos hay movimientos alternos, un mirada alterna en el ojo, demanda de ayuda, resistencia a ello, amargura de lágrimas que emergen de mala gana, a presión, contenidas, y luego sollozo cataclísmico abandonado. A veces la niñita retorna como una golfilla de la calle, sucia, o un marimacho de los campos, terrenal, medio-varón, endurecida por el largo descuido y las lecciones del animus, una muchacha casi niña-lobo, todo dedos y codos, retornando y sin embargo diciendo “déjenme en paz”.


Con el niñito ocurre un modelo similar porque es igualmente difícil distinguirlo de las nodrizas y las ninfas y hermanas que le han socorrido durante la represión. La blandura y la vanidad y las exigencias que trae consigo, pasividad y vulnerabilidad, la recluida lactancia, apenas si se diferencia de lo que la psicología ha llamado estados del anima.

Con el retorno del niño viene la niñez, ambos tipos: la efectiva con sus recuerdos, y la imaginal con sus reminiscencias. Hemos llegado a llamar a este factor de memoria con sus tipos de recuerdos, “lo inconsciente”, personal y colectivo. Pero este término, “lo inconsciente” sólo aumenta la carga de diferenciar la complejidad de la vida psíquica. Podría ser más conveniente separar el niño (como el factor reminiscente que retorna la persona a lo primordialmente reprimido de las subestructuras no-reales) de una categoría tan indefinida como lo inconsciente. Entonces estaríamos en mejor posición para liberar la “niñez” en tanto como modo imaginal de percibir y sentir de su identificación con la infancia real, que usualmente ha tenido menos libertad y júbilo, menos fantasía y magia, y amoralidad, de lo que sentimentalmente le atribuimos. Nuestro culto de la niñez es un disfraz sentimental para un verdadero homenaje a lo imaginal. Si la infancia pudiera llamarse por su verdadero nombre -el reino de la reminiscencia arquetipal- entonces no tendríamos que volvernos inconscientes para encontrar lo mítico. Hemos confundido psicológicamente el emerger de los acontecimiento de lo inconsciente con el retorno de la reminiscencia.

La psicología ha tomado al niño reprimido como una metáfora axiomática de la estructura psíquica. La psicología supone que lo reprimido es menos desarrollado que lo represor, que la consciencia es topográficamente, históricamente y moralmente superior al inconsciente, caracterizado por impulsos infantiles, primitivos y amorales. Nuestra noción de consciencia necesita inherentemente la represión del niño. Esto constela nuestro mayor temor: el retorno de la inferioridad, el niño, quien también significa el retorno del reino de la reminiscencia arquetipal. La fantasía arquetipal es la actividad más amenazante del alma humana tal como la concebimos ahora, pues nuestra tradición racional occidental ha ubicado esta actividad en lo ontológicamente inferior, el reino primitivo amoral de la infancia real (Ver Bundy, 1927).

La sombra que más tememos y reprimimos primordialmente, es decir, el tipo de fantasía reminiscente que llamamos locura, viene con el niño. El miedo a cederle el control gobierna nuestra profunda amnesia. Y así hemos olvidado una verdad psicológica evidente: la ansiedad revela la sombra más profunda. En lugar de ver al niño en la sombra, la psicología reciente se ha estado concentrando sobre las sombras de agresión y de mal moral. Pero la agresión puede ser disfrutable, y el mal moral atractivo. No son vergonzosos, ni ignominiosos en el mismo grado que el niño. El enfoque junguiano sobre el demonio y el lado oscuro de la imagen de dios ha cubierto nuestra ansiedad, de modo que hemos descuidado el lado oscuro del Bambino, el otro infans noster que fue la primera sombra encontrada en las ansiedades del análisis clásico. El poder dominante, contaminando lo imaginal con lo impulsivo, es un niño monstruoso a quien hemos estado abandonando durante siglos.

De modo que, cuando el grito dice “L' imagination au pouvoir” no debiéramos sentirnos defraudados de que se haya liberado un monstruo, de que la revolución devenga absurdo pueril, obscena, escatológica, polimórficamente perversa. La imaginación al poder es el niño al poder, porque la consciencia occidental con sus extravagancias unilaterales de voluntad y razón a expensas de memoria ha abandonado el mundus imaginalis al niño.

La fantasía de la Independencia
“El niño” escribe Jung en su ensayo sobre este arquetipo, “significa algo que evoluciona hacia la independencia”. En una frase Jung captura el dilema, pues el niño retorna no sólo la regresión, llevándolo a uno al mundo imaginal de la niñez, sino también es una aspiración a salir de la niñez para ser independiente. El abandono, como Jung señaló y Neumann elaboró, es la condición previa para la independencia y la invencibilidad del niño-deviniendo-héroe.

“El niño significa algo que evoluciona hacia la independencia. Esto no puede hacerlo”, continúa Jung, “sin desapegarse de sus orígenes; el abandono es por tanto una condición necesaria, no sólo un síntoma concomitante” (CW 9.1: 287) El niño es abandonado a fin de revelar su independencia. A partir de los sentimientos de aislamiento y de rechazo surge una fantasía de independencia.

Hay una semejanza de metáforas, como otros han notado, entre la entelequia de Aristóteles, la mónada de Leibniz y el sí-mismo (self) de Jung del cual el niño es una imagen primaria. (CW 9.1: 270, 278). Entelequia, mónada y sí-mismo (self) coinciden en esta fantasía de independencia: entelequia auto-substancial en el curso de su actualización y la mismísima mónada sin ventanas única para sí misma diferente de todas las demás, ambas están recapituladas en el self de Jung de la individuación que se desarrolla mediante las tensiones de opuestos, como un árbol. Jung escribe: “Si un mandala puede describirse como un símbolo del self (sí-mismo) visto en sección cruzada, entonces el árbol representaría una visión de perfil de ello; el self (sí-mismo) descripto como un proceso de crecimiento” (CW 13: 304)

El árbol es un símbolo estimado en la psicología profunda -el test del árbol, el análisis de las imágenes de árbol en las pinturas y dibujos clínicos, y el examen del árbol en el arte a fin de captar la personalidad del pintor. El árbol se adecua a nuestra noción de crecimiento de la personalidad, y en verdad aparece como una metáfora espontánea de la expansión imperceptible desde la semilla hacia la plenitud, en la que puede leerse la historia, los años secos y los húmedos, los golpes y las enfermedades, y la misma metáfora aporta raíces ancestrales, el movimiento vertical estirado entre el cielo y la tierra, ramas, frutos a sazón, poda. Y necesitamos estas metáforas para ubicar nuestras vidas y para ubicar los sentimientos de que algo más allá de mí lleva mi vida en un proceso natural que es únicamente mío, mi árbol de la vida.

A su vez, es tarea de la psicología señalar qué más dicen estas metáforas, a fin de que la consciencia no se quede prisionera de sus propias imágenes favoritas. Una tarea de la psicología es traer reflexión arquetipal a sus propios sistemas, ideas, imágenes, para que, a diferencia de otras disciplinas, pueda aplicarse a sí misma, consciente de cuáles sombras emergen dentro de sus afirmaciones.

Con respecto al árbol, su estilo de independencia puede dominar tanto nuestra conciencia que perdamos de vista que estamos siendo llevados por ella, puesto que no somos árboles, sino hombres, no vegetales, sino animales, no plantas arraigadas, sino seres ambulantes, no sólo cíclicos en nuestros ritmos, sino multifásicos con muchos procesos tomando lugar simultáneamente, a diferentes ritmos y en diferentes direcciones, y no siguiendo necesariamente una entelequia global. Si, por un lado, la fantasía del árbol afirma una independencia del self (sí-mismo) respecto del ego, la fantasía también afirma la independencia del self de los otros sujetos. Acentúa la separación, de modo que olvidamos que individuación y separatividad independiente no son sinónimos ni están necesariamente implicadas.

La fantasía de la independencia regresa de nuevo en los "Siete Sermones a los Muertos” (1916) de Jung, donde el orador en el Sermón IV cuenta acerca de dos dioses-demonios; el Ardiente y el Maduro. El primero es Eros, el segundo el Árbol de la Vida; el primero “los liga a ambos”, el segundo llena el espacio con formas corporales, creciendo con “lento y constante aumento”. “En su divinidad” dice el orador “permanecen opuestos la vida y el amor”.

La vida y el amor están opuestos siempre que la vida se representa por el árbol (CW 13; 459) que crece solo; su habitat, como escribe Jung (CW 13: 406), es una montaña o una isla, o crece directamente a partir del agua del mar, sobre una roca, o se extiende a partir de un parte del cuerpo humano, cabeza o estómago (CW 12, figs. 131, 135). Los dibujos clínicos del árbol muestran la misma independencia que la imaginería alquímica descrita por Jung. Evidentemente el crecimiento lento y constante del árbol, que representa la personalidad en su proceso de individuación (CW 13: 350), ya individualizado in nuce por su “naturaleza” particular, leal, memorable, solo, es un proceso de independencia. El árbol es el niño en el que el abandono se ha vuelto la semilla apartada.

Notad que este árbol no aparece en una comunidad, como un miembro de una arboleda, uno en un bosquecillo o un huerto, una parte de una selva. No vemos la selva por el árbol, y a menos que los árboles como Filemón y Baucis se unan por su “amor vegetal” y se junten por intervención milagrosa, el árbol en su independencia muestra un crecimiento donde vida y amor se oponen. Así podemos estimular nuestro crecimiento en una isla o una montaña, produciendo individuación a partir de cabezas o estómagos, o puede brotar directamente a partir del mar psicoide de nuestra emocionalidad mediante la concentración en el factor subjetivo, pero entonces lo hará a expensas del otro dios demonio Eros, que se vuelve así el Ardiente, febril por conectar aquello que está aislado y que ha de aislarse por esa misma metáfora que no tiene inherente en su fantasía la interdependencia de la conexión. Niño y árbol se asocian en mitologemas que los ponen juntos; el niño en el árbol, nacido de un árbol, escondido allí, o llevado a la muerte por el árbol; al dar al árbol un significado maternal, el asunto ha sido dejado allí. Aunque el niño pueda abandonarse, nunca está solo; el niño no representa un sujeto solitario, sino una condición psíquica de carencia, y cuidada por animales, nodrizas, padres adoptivos. Puede crecer, como dice Jung, hacia la independencia, y ser así latentemente heroico, como el árbol, un solitario pre-determinado en la semilla, pero su esencia es dependiente. Para el árbol es fundamental estar arraigado en su destino y crecer a partir de él, y sólo en una dirección -el árbol nunca regresa; pero el niño es regresión; no puede hacer nada solo, debe ser protegido, regado, cuidado. Así cuando estamos en la fantasía de la independencia también secretamente estamos en la fantasía de la dependencia, que proyecta la independencia como una meta, aquello hacia lo cual estamos evolucionando. Además, cuando estamos en la fantasía de la independencia, la dependencia parece inconmensurable, un opuesto contradictorio, aquello que debe ser dejado atrás, a fin de que el niño sea continuamente abandonado, lo que a su vez constela un Ardiente aún más fuerte y una dependencia aún más compulsiva de Eros. Liberarse de este ciclo significaría abandonar el árbol de la independencia como nuestro modelo de sí-mismo (self) a fin de imaginar la dependencia mediante otras metáforas. Por ejemplo, independencia podría significar la ampliación de las áreas de dependencia, la sensibilidad hacia las propias necesidades de ayuda y de séquito, de un bosque de camaradas en participación simbiótica, de intercambio y fertilización cruzada, donde la vida y el amor ya no están necesariamente opuestos.

La Fantasía del Crecimiento
Si hay una sola idea que ahora une las variadas escuelas de psicología terapéutica, ésta es la fantasía del crecimiento. Carl Rogers en un capítulo que describe “La Visión de un Terapeuta de la Buena Vida” emplea estas frases: “Una creciente apertura a la experiencia”, “creciente confianza en su organismo”, “un proceso de funcionamiento más pleno”, “mayor riqueza de vida”. Erik Erikson, en un capítulo llamado “Crecimiento y Crisis en la Personalidad Sana” describe la salud psíquica en un lenguaje semejante: “un sentido aumentado de unidad interior, con un aumento del buen juicio, y un aumento en la capacidad de hacer bien”.

Karen Horney en su principal libro póstumo Neurosis y Crecimiento Humano (Londres, 1951) habla del trabajo de la psicoterapia como dando “una oportunidad de crecer a las fuerzas constructivas del sujeto real” (p. 348). La integridad de la salud psíquica se construye sobre su “moralidad de evolución”, una creencia en que “inherente en el hombre hay fuerzas constructivas evolucionarias, que le impulsan a realizar sus potencialidades dadas”. (p.15)

Estos no son sino tres ejemplos señalados. La fantasía del crecimiento es fácilmente atractiva para el niño: todo lo que es puede llegar a ser otra cosa, transformable mediante un proceso “natural” de aumento y de acuerdo con el desarrollo “natural” de modelos innatos básicos. La personalidad no se concibe en pecado original, sino en bondad, no en privatio boni que requiere el bautismo, sino en salud y plenitud a priori. No debemos sino adecuarnos al plan básico de nuestro ser individual y crecer a partir de allí. Enfermedad, perversión, locura, mal -estos son sólo fenómenos secundarios del crecimiento, lagunas, o fijaciones en el proceso de crecimiento, que es lo primario. El realismo precavido de Jung respecto a la sombra en todos los acontecimientos psíquicos, incluída la plenitud, y el pesimismo de Freud reflejado en su hipótesis de Thanatos han sido aplastados bajo el misil del entusiasmo terapéutico, que no es sino el recrudecimiento de la esperanza mesiánica que ya no encuentra sitio en la religión. La psicología no advierte que sus construcciones e interpretaciones se han vuelto expresiones dogmáticas de una fantasía, de modo que la psicología ya no puede reflejar la psique real en condiciones que no indican esperanza ni crecimiento, y que no son ni naturales ni plenas.

Sorprendentemente, la psicología se vuelve al niño a fin de entender al adulto, culpando a los adultos por no ser demasiado niños o por llevar demasiados residuos del niño aún en la adultez. El pensamiento de la psicoterapia y de la psicología de la personalidad ha caído cautivo del arquetipo del niño y su fantasía del crecimiento. El pensamiento psicológico se vuelve deliberadamente aniñado. Continúa la fantasía de la expansión creativa, ampliación, ensanchamiento, tan esencial para el temperamento del romanticismo, desacuerdo a Georges Poulet. Esta fantasía es difícil de conciliar con ese sentimiento de decadencia en nuestra civilización y con nuestras experiencias subjetivas de especialización cada vez más precisa, limitación y depresión. La fantasía de crecimiento de la psicología parece un curioso residuo de la fascinación colonial, industrial y económica del comienzo del siglo veinte por el aumento: mientras más, mejor.

Poco sorprende que en cierto momento de nuestras vidas sintamos que estamos hartos de la psicología, nos sentimos incapaces de tolerar otra explicación psicológica, puesto que todo es demasiado simple, demasiado ingenuo, demasiado optimista. En cierto momento escuchamos al niño hablar a través de nuestras palabras psicológicas, y esta única perspectiva arquetipal resulta inadecuada para la complejidad de nuestras almas. Además, el infantilismo no es apreciado en sí por la fantasía del crecimiento, que abandona al niño con una idea nada sofisticada de crecer.

El crecimiento, como la evolución y el desarrollo, o como cualquiera de los términos grávidos con los que opera la psicología -inconsciente, alma, self- es una expresión simbólica, emocionalmente cargada, evocativa más que descriptiva, generalmente exhortatoria más que particularmente precisa. Hemos confundido la categoría general del movimiento con una de sus variedades, el crecimiento, de modo que todos los movimientos y cambios se vuelven testimonios de crecimiento. Llamamos “crecimiento” a la adaptación, e incluso el sufrimiento y el duelo son partes del “crecer”. Se nos compele, no, se nos exige, que “continuemos creciendo” de un modo u otro directamente hasta el ataúd.


En esta idea de la psicología convergen varias nociones: 1) aumento de tamaño (o expansión); 2) evolución de forma y función (o diferenciación); 3) progreso moral (o mejora); 4) conjunciones de partes (o síntesis); 5) estadios en sucesión temporal (o maduración); y 6) autogeneración no-entrópica (o espontaneidad). Estas dos últimas necesitan clarificación ulterior, puesto que el proceso de maduración de estadio en estadio ocurre, de acuerdo con la fantasía del crecimimento, tanto racional como espontáneamentel -no al azar- siguiendo la bondad esencial del niño. El crecimiento representa esta bondad, manifiesta su actividad realizándose, y esta bondad es parte del “instinto” del niño, de su “naturaleza creativa”, del “corazón”, y no parte de su intelecto o “cabeza”, que es ulterior y aprendida y no tan profunda.

Estas ideas interconectadas forman parte de lo que George Boas en su magistral ensayo crítico ha explorado como “El Culto a la Niñez”, un título que no significa nada menos que la obediencia al arquetipo del niño en nuestra moderna cultura occidental. Aún hay más en ello; además de los seis componente que he intentado separar dentro de la fantasía del crecimiento, hay también una idea subyacente de que crecimiento es igual a salud. Dejar de crecer es estar fijado, estancado, neurótico. Además la decadencia, que ciertamente forma parte de los modelos menos ingenuos de crecimiento, es aparentemente olvidada por la psicología. Lo que aquí aparece como mi simplificación simplemente refleja las simplificaciones de las teorías psicológicas.

Pero la idea de crecimiento podría separase de la versión del niño y entonces podría ser menos simplificada. La psicología podría adoptar un análisis más sofisticado del crecimiento en términos de cambio de forma, tal como lo discute L. L. Whyte y lo presenta Adolf Portmann en muchas sutiles discusiones al respecto, aquí en Eranos. Entonces podríamos imaginar el crecimiento menos como un aumento y un desarrollo linear, y más como cambios de modelos de significación e imaginería. La precisión de esta imaginería surge en respuesta a los aspectos vacíos no formados de la psique. Sus lagunas y vacíos (increatum) proporcionan el fondo “negativo” -como las áreas vacías en los modelos de hojas aportan las características de las formas de las hojas emergentes en la morfología de Goethe. La significación psicológica “crece” a partir de las áreas negativas, absurdas, de nuestro sufrimiento. La significación acaece en relación con la psicopatía; encontramos significado cuando el sinsentido absurdo e insignificante de nuestros complejos asume una forma cambiada. Los cambios son formales. La completitud implicaría entonces menos una integración de partes en una unidad, tal como en la fantasía ingenua del crecimiento, pero una mayor discriminación de modelos y de libertad en sus cambios.

Tenemos que tener la claridad de no culpar a la biología por la metáfora ingenua del crecimiento. Sus orígenes preceden a su aparición en la biología. Ideas tales como “la infancia de la especie”, evolución y recapitulación por ontegénesis o filogénesis, indican que esta fantasía arquetipal probablemente desempeñó su parte en la formación de ideas básicas de la biología, la antropología y la lingüística del siglo XIX. (Mucho trabajo debiera hacerse a fin de descubrir los modelos arquetipales en la formación de estas ideas). En psicología muchas imágenes del crecimiento se toman por supuesto del lenguaje del naturalista. Froebel, hablando de la educación de los niños, conjura el florecimiento de las flores, los patos dirigiéndose al agua, gallinas rasguñándose en un estadio dado. Erikson entiende el crecimiento psicológico mediante modelos del “crecimiento de organismos” a partir de un “plan fundamental”. Gesell compara el crecimiento de la mente al de las plantas; Koffka tituló a su obra principal en psicología Gestalt (que tanto acentúa la totalidad) “El Crecimiento de la Mente”. Piaget encuentra que se puede dar mejor cuenta de la inteligencia mediante una metáfora del desarrollo. La inteligencia sigue leyes de maduración inherente, produciendo progresivamente estadios más estables de adaptación. Nos movemos a través de estadios más pequeños y períodos más amplios, y cada estadio y período proveen los fundamentos para el siguiente.

Por dentro y por debajo yace la “naturaleza”, el determinante que rige el crecimiento. Para expresar la fantasía en el lenguaje de la psicología arquetipal: los arquetipos del niño como crecimiento y su madre, la naturaleza, rigen la visión principal que del ser humano tiene la psicología. La idea de naturaleza mistifica además la imprecisión, pues es una idea tan rica, tan variada, tan simbólica, que se han distinguido más de sesenta connotaciones conceptuales diferentes. Merecería toda una conferencia en Eranos, o acaso varias, este tema complejo de la salud, la naturaleza, y el crecimiento; afortunadamente nuestra parte consiste sólo en unas pocas reflexiones sobre la fantasía en relación con el niño.

Tal como Jung y Freud indicaron de diversas maneras, la discusión del niño siempre nos involucra con ideas de crecimiento, el niño real presenta más vivamente un modelo donde todas las ideas -expansión, diferenciación, mejora, maduración y espontaneidad- coinciden. El niño se vuelve más grande y mejor y más capaz “naturalmente”. Pero en estas observaciones que se han elaborado como normas precisas para las edades de la niñez por Erikson, Koffka, Maslow, Piaget y Gesell se descuida al niño estático. Pues el arquetipo del niño no crece, sino que permanece como un habitante de la infancia, un estado del ser, y el niño arquetipal personifica un componente que no tiene que crecer sino que ha de permanecer tal como es, un niño, en los umbrales, intacto, una imagen de ciertas realidades fundamentales que necesariamente requieren la metáfora del niño y que no se pueden presentar de otra manera. El Niño Zeus y el Niño Dionisos y el Niño Hermes no crecen, como lo hacen por ejemplo Teseo o Moisés. El niño es uno de los rostros -no estadios- del dios, uno de sus modos de ser, de revelar su naturaleza. No es cuestión en estas imágenes del niño de una mejora moral, de unaumento o de diferenciación mediante procesos de desarrollo, a menos que empleemos el hombre y su infancia como medida para los acontecimientos arquetipales. Aunque estos dioses cumplen algunos de los esquemas de abandono, no dejan detrás la dependencia a fin de volverse dioses “maduros”. Suyo es eternamente el rostro del niño, y si somos creados a imagen de lo divino, tal rostro del niño en nosotros es estático, eterno, incapaz de crecer. Acaso ahora hablo de varones, y de la imagen de acuerdo a la cual somos hechos puesto que curiosamente no tenemos imágenes comparables de una Niña Atenea, una Niña Afrodita, una Niña Hera o Demeter.

Al favorecer esta idea del niño que no ha de crecer, podríamos imaginar el abandono del niño y su necesidad de salvación como un estado continuo, una necesidad estática que no evoluciona hacia la independencia, no evoluciona en absoluto, sino que permanece como un requerimiento de la persona madura y completa.

Picasso dice a punto: “El cambio no significa desarrollo”. “Cuando oigo cómo habla la gente del desarrollo del artista, me parece como si estuvieran viendo al arista entre dos espejos opuesto que estuvieran reflejando interminablemente su imagen, y como si vieran la serie de imágenes en un espejo como su pasado y las imágenes en el otro como su futuro, mientras que supuestamente él mismo representara su presente. No se dan cuenta de que todas son la mismas imágenes pero en niveles diferentes”. “Me sorprende el modo en que la gente abusa de la palabra desarrollo. Yo no me desarrollo; yo soy”.

Y finalmente, respecto al abandono, Picasso dice, “Nada puede producirse sin soledad. He creado una soledad para mí que nadie puede imaginar”.

La fantasía de los orígenes
El niño reprimido también regresa en la fantasía de los orígenes, una fantasía que parece afectar particularmente a aquellos cuyas disciplinas requieren una purgación de subjetividad a fin de expresar una racionalidad objetiva. El academicismo científico muestra mucho interés por los comienzos, con Ursprungsgeschichte (la historia de los orígenes), Urtext (texto original), y Urwort (expresión original) -Quellenforschung (investigación de fuentes). Se buscan los orígenes en la raíces, los elementos, las fuentes. En psicología la fantasía de los orígenes ocurre elaboradamente en la “horda primal” de Freud y la escena primal y en el “trauma del nacimiento” de Rank, para mencionar sólo dos de los ejemplos más obviamente imaginarios. Pero la insistencia de la psiquiatría contemporánea en que los problemas neuróticos se originan fundamentalmente en la privación de cuidado materno en los primeros años (Bowlby), pese a la naturaleza objetiva de la investigación coadyuvante y del lenguaje poco imaginativo en que se presenta, es también una fantasía del origen acerca de bebés, de senos maternos, y de lo que una madre debiera ser.

Siempre habrá inquietud cuando uno trata -como lo hacen las disciplinas de investigación académicas (Geisteswissenchaften)- con las profundidades de la naturaleza humana, porque estas profundidades siempre permanecen como cuestiones abiertas. Los a priori de la ley, el lenguaje, la religión y la sociedad son difíciles de descubrir no sólo porque están “enterrados en el pasado”. Debido a que estos campos despliegan el espíritu humano, permanecen enigmáticos por principio, y sus enigmas originan el asombro filosófico -y la ansiedad psicológica. Creer que podemos rastrear los fenómenos de estas disciplinas hasta una fuente no sólo no resuelve el problema sino que genera ansiedad. El hecho de que la fuente última está en el factor subjetivo, en el enigma del espíritu humano, se ve disfrazado por la fantasía de los orígenes objetivos.

El reduccionismo de lo último a lo primero, y de lo complejo a lo simple, no sólo presupone una fantasía de crecimiento o de evolución, sino que este mismo proceso mental de reduccionismo parece volverse cada vez menos exigente a medida que se aproxima a su meta: una explicación en términos de los orígenes. Tan fácilmente se satisface el reduccionismo. Su contento con explicaciones ingenuas de problemas altamente complejos, por ejemplo, su idea poco sofisticada de causalidad, indica que hay un factor subjetivo que está influenciando la racionalidad objetiva de la hipótesis. No debiéramos dejar sin observar esta curiosidad psicológica. La sofisticación, e incluso inteligencia, de los académicos cede a medida que se mueve desde la complejidad inmediata de un problema dado hacia un recuento de sus orígenes remotos. Su fantasía muestra que, en su búsqueda de los orígenes, son empujados por el arquetipo del niño. A medida que se mueven de lo conocido a lo desconocido, con pruebas cada vez más tenues, parecen perder de vista que una hipótesis es verdaderamente hipotética, una suposición, una conjetura acerca de lo desconocido que yace detrás de lo conocido, y que se han movido de un nivel de discusión a otro adonde la fantasía desempeña un papel más destacado. De modo que se vuelven como el niño descrito en Platón (La República, 378d) que “no puede juzgar qué es alegórico y qué es literal”.

La investigación llega a un alto cuando ha formulado una fantasía de los comienzos mediante una hipótesis de los orígenes, cuando una alegoría puede presentarse como una realidad literal. Puesto que la dominante de los comienzos gobierna la investigación, el verdadero origen buscado es el arquetipo del niño, y el estímulo real de la empresa es el niño perdido. Bajo la influencia de este arquetipo, la investigación psicológicamente es ella misma una alegoría: la búsqueda de una niñez imaginaria, sea del lenguaje, de la humanidad, de la neurosis, supuestamente enterrada en una condición previa, ya sea en los primitivos, en los mitos, las excavaciones arqueológicas, las estructuras mentales subconscientes, o las raíces silábicas.

Puesto que estos orígenes son imaginarios, también podríamos decir que los orígenes yacen en lo imaginal, implicando que los comienzos de cualquier cuestión humana profunda formulada en una disciplina académica, institucional, yacen en el mundus imaginalis. Este proporciona el trasfondo arquetipal o causa formalis del tema investigado. De aquí que la investigación sólo se satisface cuando alcanza una reconstrucción extensivamente fantástica de los comienzos, ya sea en la prehistoria del individuo o de un campo. Cuando se alcanza lo imaginal, se satisface el impulso arquetipal en la investigación. La ansiedad se apacigua. El niño, por así decir, ha vuelto a casa.

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