Eros y Pathos

UN ACONTECIMIENTO IMPREVISTO

El amor, por su naturaleza misma, pertenece a la esfera de lo inexpresable. Como todo lo que tenga relación con el alma, es vecino al misterio y se acompaña del siendo; Superar la barrera, dar forma a lo indecible, es una loca aventura, llena de temores, en la que sólo los artistas y poetas se han arriesgado. La indagación sico1ógica a menudo se detiene en un intento de seudocomprensión racional que violenta la realidad del alma. Para levantar el velo con que el alma cubre su esencia, es necesario proceder con respeto y cautela.

Escoger los miles de matices con que encontramos al otro, adentrarse en el laberíntico mundo de imágenes, significa abandonar toda perspectiva unilateral y dar voz a todos los demonios que allí habitan. Escribir sobre el amor significa enfrentar lo inexplicable, narrar una experiencia misteriosa y perturbadora, dar voz a nuestras fantasías. Sin embargo, ya que leer es reinventar el texto, convertir el mundo imaginario del autor en el nuestro, el lector se encuentra con sus propias imágenes más íntimas.

Un fenómeno característico de la experiencia amorosa es que la presencia del otro nos cautiva con una intensidad e inmediatez que no volveremos a encontrar en otra ocasión. El amante está hechizado y obsesionado con la imagen del otro. Esta experiencia tiene un carácter improvisador, irreal y casi compulsivo. Platón llegó al extremo de hablar de un delirio divino, una especie de rapto extático. En presencia del ser amado, tenemos un sentimiento de increíble satisfacción y a la vez la impresión de que hasta ahora hemos vivido en un estado de privación. La presencia del amado es verdaderamente una fuente de bienestar y nueva vida que parece tener, no, que tiene, posibilidades inagotables.

La proximidad provoca esta agitación. Sentimos que hemos sido cautivados. Pero, en realidad, el amor se alimenta de lo que sucede dentro de nosotros. Aquél en quien mis ojos y deseo se han fijado, adquiere para mí una significación única y se toma irremplazable, pues sólo esa persona puede invocar una profunda y especial di-mensión interior de mí mismo.

El estar enamorado siempre nos enfrenta con lo incomprensible. La otra persona es atopos, es decir, inclasificable, porque definición implica conocimiento de ese otro. Mientras dura el amor, el intento de ponerse cara a cara con la fuente de misterio y fascinación representa realmente el intento de traducirla a una experiencia familiar y comprensible. Pero incluso cuando tratamos de comprender, de desgarrar el velo, no queremos abandonar del todo esa ilusión cuyo brillo nos encandila y así nos hace permanecer enamorados.

Uno permanece en esta condición mientras el otro no pueda ser captado en su propia dimensión espiritual. Hasta ese momento, algo me lleva a preguntarme sobre los valores que só1o ese rostro tiene para mí. Mientras el ser amado represente una significación interior, una significación só1o mía, el otro se convierte en mi único interlocutor verdadero, el único a quien puedo plantear preguntas y del que puedo esperar una respuesta – la respuesta, en realidad.

La intensidad y exclusividad de la relación amorosa transforman y vivifican la forma en que interpretamos la realidad tanto interna como externa. Es como si una multitud de imágenes y emociones llenara nuestros canales sensoriales, abriendo una nueva dimensión del alma. Quien no haya estado siquiera una vez inmerso en esta experiencia, permanece separado del mundo del espíritu y de la carne. La persona amada se convierte en una fuerza impulsara en la búsqueda de nuestra propia verdad, una ventana que se abre al mundo exterior y a nuestra propia alma.

La experiencia amorosa inunda virtualmente cada aspecto de la existencia con la luz del significado. Esto sólo puede suceder cuando el otro, cuya imagen me obsesiona, orienta incesantemente en direc-ción suya mi vida síquica. El poder de esta fascinación está contenido en lo misterioso del objeto del amor, en su carácter indefinible. La capacidad de mantener vigente la experiencia amorosa, depende de la posibilidad de compartir con nuestra pareja el enriquecimiento interior entregado por la reladón.

Amar es una auténtica tarea sico1ógica, la más exigente que existe, precisamente porque activa en nosotros nuevas formas de conocemos a nosotros mismos. En el momento en que el amor hace su entrada, uno debe aprender a manejarse en un mundo totalmente nuevo. De pronto todo es diferente. Este cambio, que parece haberme sido dado por el otro, ha hecho de mí.una persona nueva, y ahora mi forma misma de ver esta experiencia, de vivirla, ha sido transformada.

Cuando el deseo nos domina, el cuerpo toma el mando. En nuestra intensa contemplación de la persona amada – como para descubrir el secreto de aquello que nos ata y confunde – estamos buscando nuestro pasado. La inquietud provocada por el otro nos dice cuán imperiosa es la necesidad de reunimos con algo que parecía perdido, pero que ahora aparece bajo una nueva y aún más atractiva luz.

Cuando estamos inspirados por el deseo, no es sólo la voz la que se quiebra, sino toda la realidad. La realidad externa, antes tan evidente, ahora pasa a un segundo plano. En su lugar, como en una etapa rotativa, aflora un universo nuevo en cuyo centro están dos amantes. Desde el punto de vista de ellos, ese universo es el único plausible – pero só1o desde su punto de vista. Para todos los demás, el mundo de los enamorados es una aberración inexplicable.

Cuando nos entregamos al poder de Eros, todos los puntos de referencia anteriores se deterioran o se desechan. El amor hace de nosotros lobos solitarios, porque estamos menos sintonizados con los demás y somos menos capaces de comunicar nuestra experiencia. El único lenguaje posible es el del arte o de la poesía. Sus misteriosos poderes alquímicos nos permiten expresar lo que de otra manera permanecería por siempre escondido.

El damos cuenta de que los demás no nos entienden, es siempre una experiencia inquietante pero al mismo tiempo excitante, porque nos hace sentir realmente únicos. Una mayor evidencia de nuestra unicidad se da cuando nos sentimos amados por el otro, que también es único, la única persona que cuenta para nosotros en ese momento. Así, la uniddad del ser amado se cruza con la nuestra. Tal encuentro no puede evitar crear una relación ejemplar e inimitable. Por eso es que, al final de una rdiación, se justifica plenamente que nos sintamos abandonados. Algo se ha perdido en verdad, ya que ningún nuevo encuentro podrá devolvernos esa experiencia vivida.

Mientras dura, el amor se experimenta como algo definitivo y perenne. Cuando uno ha visto un idilio hasta el final, sabe que el amor se asocia con el sentimiento de eternidad. Nadie puede amar si está pensando que este sentimiento terminará. Quien desee experimentar la infinidad síquica, ese aspecto de nosotros que trasciende las limitaciones de la existencia física, debe entrar al reino del amor. En ese momento estamos desorientados, perdemos nuestro norte. Pero es bueno que eso suceda. Es necesario perderlo. El hecho de que estemos fuera de la realidad cotidiana, enclaustrados en lo que se podría llamar un doble narcisismo, impulsa a los demás a cerrar filas en contra nuestra. Estamos perdidos para sus vidas, hemos desertado, huido hacia un mundo diferente. Para ellos, ahora somos unos seres extraños, incomprensibles y, por lo tanto, atemorizantes.

Otra característica del amor es que altera nuestra relación con la realidad. El orden síquico a que hemos estado acostumbrados, se desbarata repentinamente. No habríamos podido vemos envueltos en tal experiencia si nuestra estructura síquica no permitiera las alteraciones. El cataclismo del amor lo abarca todo; las actitudes en apariencia rígidas, se derriten como nieve al sol.

En un antiguo cuento árabe, recontado por el poeta persa Nezami, un joven príncipe, Qeys (cuyo nombre viene de una palabra asociada con la idea de mesura), se enamora de la hermosa Leyla (noche u oscuridad). Cuando su amor es obstaculizado, él se convierte en prisionero de un delirio amoroso y vaga durante años por el desierto cerca del campamento de su amada hasta que muere. Desde entonces se le conoce como Majnun, el loco de amor.

Tal como Romeo y Julieta simbolizan el concepto de amor-muerte en la imaginación occidental, así Leyla y Majnun representan en la tradición oriental la pareja arquetípica que sufre de amour fou, pasión que se convierte en locura. De hecho, un loco es alguien cuya mente está obnubilada. Y Leyla, el objeto del amor, en su doble rol de mujer y noche, envuelve a Majnun en sus sombras. Leyla es comparada con la luna cuya luz crea formas ilusorias. Entonces el amor es visto como un generador de imágenes, de demonios, que con su explosivo poder alteran o destruyen todo sentido de proporción y equilibrio.

Siempre podemos decir cuando alguien está enamorado, porque las personas en esa condición vivencian el objeto de su amor como una fuente de infinito placer. Y en realidad no están del todo equivocadas, pues ese momento particular está cargado con una fuerza que nadie más puede proveer. Pero cuando quiera que nos encontremos pasando por una experiencia donde otra persona se convierte en la fuente de nuestro éxtasis, sin duda estamos en una situación extrema." Cuando me doy cuenta de que mi felicidad depende de otra persona, me estremezco de temor. Al haberme puesto en manos de otro, ahora estoy a su merced. Con frecuencia se ha dicho que el éxito en la vida depende de nuestra capacidad de autonomía; pero es innegable que el conocimiento más profundo viene de identificar en otro el origen de nuestra propia alegría.

Aunque la abdicación total de nuestra libertad puede causar un sufrimiento que iguala en intensidad el regocijo que sentimos, quedamos sin embargo, cautivados por una emoción imposible de evadir. Quienes no han pasado por esta condición, están – en mi experiencia – efectivamente muertos por dentro. Su coraza es tal que no sienten nada. Para ellos, la vida es eternamente muda.

En un último análisis, estamos tratando con un fenómeno que nos desarma frente a la vida e impone elecciones y decisiones individuales. Como sucede a menudo a quien inicia un análisis, el amante está en medio de una experiencia que requiere una actitud existencial y sicológica especial. Paradójicamente, uno experimenta un estado de renovación, incluso de renacimiento, y a la vez el fin de una parte de la personalidad que otrora fue vital para la existencia.

Es exactamente la ruptura violenta de las defensas narcisistas básicas lo que caracteriza la condición amorosa. Uno es sacado de la soledad y devuelto al contacto con aspectos inconscientes de uno mismo.

La condición amorosa nos dispone más a una participación síquica nueva y más amplia. Pero para ser devueltos a la corriente de la vida, debemos tolerar una súbita e incontrolada pérdida de equilibrio, sufriendo una herida que hace cuestionar todo nuestro orden existencial.

En los extremos del amor y el erotismo, perdemos toda certeza y nos desequilibramos. El ego empieza a vacilar, hasta el punto en que perdemos el control de nuestra conducta. Este estado de desequilibrio es una condición asociada con el estar enamorado, pero es una característica necesaria de cualquier transformación síquica. Es también un estado mental del cual intentamos defendernos. Instintivamente sentimos el riesgo de ser arrastrados a una experiencia que en todas las culturas está asociada con la idea de la muerte. A través de la historia, los poetas y artistas han evocado la muerte, el más espantoso de los espectros, para dar forma y sustancia a éste, el más intenso estado de apego a otro ser. No podemos evitar temblar en tal situación, porque la experiencia erótica nos obliga a vivir a través de una de las condiciones interiores más violentas.

La vulnerabilidad revelada por el amor, y la importancia capital que el otro viene a asumir en nuestra vida, nos sumen en un estado de necesidad. Particularmente durante la primera y más intensa fase del enamoramiento, estamos obligados a vivir en una especie de soledad para dos.

Estamos seducidos por la forma de ser, de moverse del otro, por esa mirada, esa voz. Ciertas características del amado se vuelven irresistiblemente fascinantes. De hecho, ellas tienen el don de coincidir con nuestro deseo. Este o aquel detalle del amado, insignificante o incluso desagradable a juicio de otros, se hace significativo sólo para mí, que por amor descubro su encanto y sucumbo a él.

En cuanto a la belleza, puede ser absolutamente fatal en sus efectos, porque tendemos a ver en ella una correspondencia concreta con una necesidad altamente interiorizada. ¿Pero qué es con exactitud la belleza? El hecho de tener un cuerpo, nos enfrenta a todos con un problema estético. A veces la gente es cruel, especialmente cuando es muy joven. Todos hemos conocido el peso de tener un cuerpo que puede corresponder o no a los cánones estéticos de nuestra cultura. En realidad, deberíamos damos cuenta que la belleza es una dimensión espiritual y sicológica, que no concierne sólo al objeto sino también al modo en que uno lo percibe y se relaciona con él. Una forma se hace hermosa porque es significativa para un observador. Esto es porque coincide con un deseo inconsciente y tiene la facultad de evocarlo.

Podemos preguntar el origen de todo esto, cómo es que una imagen se vuelve tan importante. El sicoanálisis ha tratado de responder esta pregunta al sostener que los ojos que me hechizan con su misteriosa malicia son los que me miraron cuando era muy pequeño, cuando aún no estaba consciente de mí mismo. Posiblemente ésta podría ser la ontogenia, la causa remota por la cual cierta característica del otro adquiere su significación. Pero con el paso del tiempo, este lazo con el pasado ya no tiene tanta importancia; lo que cuenta es que en cierto momento ese gesto, esos cabellos, esa voz, esas manos, pueden hacerme arder de deseo. Son la belleza que busco; son lo que coincide con el deseo que el otro evoca en mí.

Esta es la esencia misma de nuestra experiencia – encontramos entre mil personas y paralizarnos por una sola imagen. De pronto ha surgido una dimensión interior mía que yo ignoraba, y soy enriquecido por una condición síquica que antes me era desconocida. Así, la imagen que llamamos hermosa se origina en nuestra capacidad de crear formas y darles vida.

En la condición amorosa estamos maravillados no por la persona que vemos al frente nuestro, sino por la idea que él o ella ha activado en nosotros, de modo que incluso a la distancia podemos percibir claramente un rostro, una voz, unos gestos y actitudes particulares, señales todas de nuestro mundo interior que han sido activadas y reveladas por este encuentro. Como observa Goethe:

A veces estás con la persona real de igual manera que estás con un retrato. Este no necesita hablar, ni mirarte, ni afectarse por ti de ningún modo: tú lo ves y sientes lo que significa para ti, en verdad incluso puede llegar a significar más para ti, sin hacer nada al respecto, sin darse cuenta en ninguna forma de que su relación contigo no es más que la de un retrato'.

' Elective Affinities (Londres: Penguin, 1986), p. 164 (Las afinidades electivas [Madrid: Espasa-Calpe]).

Esta poderosa aparición de nuestras imágenes internas en respuesta al otro, al único otro, explica por qué nadie es reemplazable en la reladón amorosa. Es sólo esta persona específica quien puede activar este mecanismo. Basta perder un llamado telefónico o una cita, o no poder tener noticias del amado, para ser asaltados por la angustia. Describiendo tal experiencia, Barthes escribe: "Esperar un llamado telefónico está, por lo tanto, tejido de diminutas e inconfesables interdicciones a lo infinito: me prohíbo salir de la pieza, ir al baño, incluso telefonear..."’.

Cuando las expectativas no coinciden con la realidad, uno es atacado por el pánico, por un sufrimiento casi físico. Y en este preciso momento – en el sufrimiento provocado por la ausencia del otro, en la violencia del deseo que sólo el amado logra provocar –, el amante súbitamente se da cuenta que está vivo. Como escribe Barthes:

Cuanto más honda la herida en el centro del cuerpo (en el "corazón"), más sujeto se vuelve un sujeto: para el sujeto es intimidad ("La herida... es de una espantosa intimidad"). Así es la herida del amor: un abismo radical (en las "raíces" del ser), que no se puede cerrar y por el cual el sujeto se desangra, constituyéndose en sujeto en este mismo desangramiento'.

En la interioridad nos descubrimos a nosotros mismos, llegamos a conocer nuestras verdades íntimas. El drama de este bautismo de fuego reside en que deja una herida que no cicatriza jamás.

Hice la voluntad del dragón hasta que tú viniste
Porque había imaginado el amor como una casual
Improvisación, o un juego arreglado
Que seguiría si dejaba caer mi pañuelo:
Esas proezas que a los minutos dieron alas
Y música celestial a quien las observó;
Y entonces te posaste entre los anillos del dragón.
Me burlé, estando loca, pero tú lo dominaste
Y rompiste la cadena y liberaste mis tobillos,
San Jorge o quizás un Perseo pagano;
Y ahora miramos asombrados el mar,
Y un ave extraña y milagrosa nos grazna.


– W.B. Yeats, "Her Triumph"

‘ A Lover’s Discourse – Fragments (El discurso de un amante – fragmentos) (Londres: Jonathan Cape, 1979), p. 38.' Ibid., p. 189.

Eros y Pathos
Matices del sufrimiento en el amor
Capítulo I -
Autor Aldo Carotenuto
Editorial Cuatro Vientos

Comentarios