LA VICTIMA

La Víctima


En nuestra cultura y nuestra época, la palabra víctima evoca la negatividad que va asociada a las experiencias más oscuras y dolorosas: sufrimiento, injusticia, impotencia y muerte. Casi siempre concebimos la víctima en su sentido secular, tal vez porque hemos perdido en gran medida el sentido de lo sagrado en lo mundano, y apenas sentimos la honda resonancia de las antiguas llamadas que nos hacen los dioses y diosas casi olvidados. Nuestro mundo es unilateralmente secular, y estamos confinados en él. Sin otro “mundo” al que recurrir en busca de ayuda o justicia, la víctima en los Estados Unidos de hoy es simplemente víctima del mundo del crimen, la miseria, las enfermedades contagiosas y las drogas.

Cordelia:No somos los primeros que, con
la mejor intención, hemos incurrido en lo peor.
Por ti, rey oprimido, soy derribada...

Lear:Sobre tales sacrificios, Cordelia mía,
los dioses mismos arrojan incienso.

(Shakespeare, El Rey Lear)

La figura arquetípica de “la víctima” está llena de connotaciones sociales, asociaciones religiosas y paradojas psicológicas, pero aquí me limitaré a dos aspectos: el secular y el sagrado. Hablaré menos de la experiencia psicosocial de víctimas concretas que de la figura de la víctima en la psique, una imagen arquetípica que aparece con la misma multiplicidad de formas que las heridas, injusticias y sacrificios.

Todos somos víctimas, aunque algunos de nosotros en quienes la figura interior de la víctima está rechazada o proyectada, podemos no percibir una profunda resonancia psíquica en los momentos, críticamente importantes, en que hay sufrimiento. Todos sufrimos, sea por azar o por algún designio aparentemente inescrutable. En un mundo cada vez más caótico, todos tenemos mucho menos control sobre nuestro bienestar del que querríamos. Y tarde o temprano, la Muerte nos acoge como víctimas.

La imagen arquetípica de la víctima es una personificación del modo en que un individuo o un grupo se imaginan a sí mismo sufriendo. Esta es la “víctima sagrada”, con sus asociaciones concomitantes de eternidad y trascendencia. La sacralidad de la imagen de la víctima remite sobre todo a su apartamiento, su interioridad como figura psíquica y su significado interior.

Un acto criminal es cierto acontecimiento que impone la condición de víctima sobre un individuo o un grupo, generalmente a través de medios violentos. El momento y el lugar de esta acción la hacen secular: ocurre en el mundo, en la dimensión temporal. La distinción entre secular y sagrado, el “ahí fuera” y el “aquí dentro”, no los hace incompatibles, pues eso significaría escindir el arquetipo.

La palabra víctima evoca también el miedo y la inseguridad terribles que suscita el azar arbitrario, o el miedo igualmente terrible de haber sido señalado, “escogido”, para un dolor insoportable. Sólo utilizamos la palabra en relación con las experiencias que tememos: víctima del cáncer, víctima de violación, víctima de accidente, víctima de enfermedad mental, víctima del hambre. Quien o qué sea lo que victimiza es importante para el conjunto de la experiencia de la víctima, pues son estos agentes –cáncer, violador, coche o avión – los que crean el contexto en el que la persona se convierte en víctima. Parte del horror de la victimización procede de darse cuenta de que la víctima y el agente comparten una terrible afinidad: algo del uno puede hallarse en el otro. Esto no significa que sean simplemente dos caras de la misma moneda; ambos pueden constituirse en una sola persona al mismo tiempo, la cual puede victimizarse a sí misma. Para la víctima, el agente tiene el poder de inflingir sufrimiento y dolor, de negar la justicia, de causar muerte. Y dado que la víctima es, por definición, impotente, la emoción primaria que siempre acompaña a la victima es el miedo.

Sin embargo, precisamente porque provoca semejante miedo y una negatividad total, es posible que ninguna otra imagen arquetípica muestre tan claramente la necesidad de la psique humana de dar significado al sufrimiento. El primer grito desesperado de la víctima es: “¿por qué yo?” El horror del acto violento grita buscando algún significado en el dolor, algún propósito de la congoja; no puede haber aceptación de la propia condición de víctima si la psique no reconoce su sacralidad. Podemos soportar mucho dolor, mucho más del que podemos merecer o del que podemos considerarnos capaces de soportar, pero Jung tenía razón cuando dijo que los seres humanos no pueden tolerar una vida sin sentido.

Al mantener juntos estos dos aspectos de la imagen de la víctima, podemos percibir en ella múltiples significados y emociones sin rechazar la desesperación y el terror primarios que despierta. Quizá la única salida del infierno lleno de sentido de la condición secular de víctima sea el infierno lleno de sentido que la aleja del azar y la desesperación hacia la vivencia de un propósito consciente.

La New Age norteamericana no es un clima favorable para las víctimas; la New Age es para triunfadores, no para fracasados. El “creador de víctimas”, relativamente inconsciente, de la psique colectiva norteamericana, parece ser cada vez más hostil a ellas; de hecho, tal hostilidad probablemente produce cada vez más víctimas. Sólo hace falta observar el creciente número de víctimas del crimen, el abuso infantil, las drogas, el sida, la contaminación, las estafas y los “ismos” de toda índole.

El aparente antídoto contra la condición de víctima es la paranoia; no te fíes de nadie, pon en tu hogar cerraduras antirrobo, practica sexo a salvo en tu propia cama, abróchate el cinturón de seguridad, ponte un casco y mantén la cabeza fría en el trabajo, conoce tus derechos cuando trates con policías, terapeutas y vendedores zalameros. La idea es que cuanto más te protejas, menos probabilidades tienes de convertirte en víctima. La imagen de la víctima ha sido devaluada por la tan querida idea norteamericana de que las víctimas son sencillamente perdedores que no se esforzaron bastante para ganar.

La imagen de la víctima secular y las situaciones en que aparece, atraen una actitud negativa hacia ella, generalmente acusadora. Dado que el significado de la condición de víctima es inseparable del contexto cultural, la víctima siempre parecerá culpable en una cultura que sobre todo valora el dominio, la conquista, el poder, la competición: precisamente lo necesario para crear víctimas.

La víctima personifica características que están en conflicto con el sistema de valores, que lo amenazan o desafían. El ejemplo más obvio es la percepción de los judíos por arte de los nazis como un pueblo “infeccioso” y poderoso que corrompía la pureza de la sociedad aria y tomaría el control del mundo. La proyección ocurre en todas partes, en cada uno de nosotros, personal y colectivamente. Las víctimas seculares se crean así a través de la proyección: quienes apoyan y mantienen los valores dominantes proyectan su propio miedo ante la impotencia, el desamparo, la debilidad y la vulnerabilidad sobre todo aquel que pueda ser victimizado. Y dado que nuestra cultura no exhibe una distribución equitativa del poder, hay más víctimas que agentes: habrá victimas individuales y colectivas como los negros, los judíos, indios norteamericanos, lesbianas y gays, viejos, disminuidos, etc. etc.

Por supuesto, la víctima será culpada por cualquier problema que caiga sobre ella. Dado que la víctima ha de soportar el efecto, ella o él debe de algún modo ser la causa. Quizá la raíz de ello esté en la antigua idea cristiana de que el pecado atrae su justo castigo, mientras que la bondad merece bendición. De este modo, el sufrimiento de la víctima se comprende como un castigo de la justicia divina a través de un agente humano; donde hay castigo debe haber pecado. La idea sigue viva y coleando, aunque ahora expresada en términos seculares: la víctima “merece” lo que “obtiene”. En términos New Age, la víctima “ha creado” su propia realidad.

Pero, en realidad, no siempre creamos nuestro propio sufrimiento; pensar de otro modo es caer en la inflación negativa de imaginarnos con una capacidad semidivina de hacer que sucedan cosas tremendas. En aras de la madurez psicológica, debemos separar la idea de que somos responsables de nuestras acciones de la suposición de que las víctimas son responsables de su estado. Si no podemos hacer esta distinción, la víctima se convierte entonces en una figura patologizada que neurótica y unilateralmente considera al mundo creador de víctimas. En ese caso nos identificamos inconscientemente con la víctima, ya sea introyectando la culpa o proyectando la acusación. La tarea psicológica, sin embargo, no es necesariamente eliminar la acusación sino colocarla donde le corresponde.

El horror, la vergüenza y la impotencia de la víctima ante el agente, y la acusación colectiva que refuerza estos sentimientos, desvalorizan a la víctima en una cultura que desprecia la debilidad. Pero al mismo tiempo, es precisamente el horror, la vergüenza y la impotencia lo que despierta nuestra sensación de tragedia, nuestra empatía, nuestra indignación ante la injusticia, y a veces nuestro amor. Percibimos a la víctima como esa figura dentro de cada uno de nosotros que es débil, que sufre, que se siente injustamente acusada y no puede exigir justicia. La figura de la víctima personifica la paradoja de soportar un sufrimiento insoportable; tal vez por ello es capaz de conmovernos y despertar nuestra compasión, empatía, aflicción y amor. Sólo un psicópata es insensible al sufrimiento y el poder de la víctima, pues el psicópata no está en contacto con el poder de Eros y por tanto no puede relacionarse con el dolor.

La experiencia de la figura de la víctima en nuestra propia psique nos hace conscientes de la capacidad humana para el sacrificio.

La víctima sagrada

Muchos diccionarios definen víctima básicamente como una persona que sufre un acto perjudicial o destructivo, causado por un agente personal o impersonal; sin embargo, el antiguo significado de la palabra equipara “víctima” con “sacrificio”. Su significado original, el de la palabra latina victima, es el de “animal destinado al sacrificio”, y se aplica a toda criatura viviente que se mata o se ofrece a un dios o a un poder divino. La palabra sacrificio procede del latín sacer, de donde deriva nuestra palabra sagrado; su significado original se aplica a lo que es venerado, escogido, “destinado al sacrificio”, dedicado a un dios o a una finalidad religiosa.

Es curioso el hecho de que sacer también significa “penalizado”, “maldito” y “criminal”. La víctima, pues, puede ser a la vez inocente y maldita. Aunque esta “maldición” quizá no describa adecuadamente la naturaleza de la condición de víctima, a menudo encaja con la sensación de la víctima de estar maldita, escogida para el castigo. La imagen de la víctima suele aparecer en la vida psíquica como “el maldito”, tal como ocurre en la figura del chivo expiatorio, el escogido para expiar los pecados de los muchos, precisamente porque es inocente y no merece ese destino.

En su precioso ensayo Cancer in Myth and Dream; Russell Lockhart señala la paradoja de que la palabra víctima tiene en raíces latinas más antiguas el significado de “incremento” y “crecimiento”. (Corresponde a la raíz griega auxo, que significado también “acrecentamiento” y “crecimiento”, y es el nombre de una de las dos charites (gracias) atenienses, Auxo, “la creciente”). La imagen de la víctima se despliega así como un complicado tejido de significados aparentemente contradictorios. Simultáneamente evoca ideas y emociones colectivas de miedo, negatividad, poder divino, santidad, persecución, duda, inocencia, congoja, crecimiento, sacrificio, condena. Así, la imagen de la víctima puede mostrarse en el ámbito secular como fea, temible y secretamente despreciada, o puede aparecer como algo sagrado, bello y deseable.

El modo en que la víctima percibe conscientemente su sufrimiento puede aportarle significado: uno no es simplemente sacrificado sino que se vuelve capaz de realizar o llevar a cabo un sacrificio. La victimización, pues, es tanto la condición de una relación significativa con un dios como la condición de un sufrimiento sin sentido.

Los ámbitos de los sagrado y lo secular no son incompatibles; tales palabras son simples instrumentos para ayudarnos a distinguir aspectos de la experiencia. La tarea psicológica de la víctima es percibirlos unidos, hacer que lo secular sea sagrado, hacer del propio sufrimiento un sacrificio digno: honrar la herida, valorar lo vulnerable, cultivar la compasión por la propia alma lastimada.

La persona que se ve o se siente sufriendo por (no sólo a causa de) una deidad, causa, principio o amante, experimenta un aspecto distinto de la condición de víctima: el valor del sacrificio. Lo que redime el sufrimiento y la congoja de la víctima no es necesariamente el cese del sufrimiento, sino la experiencia de significado en él. Simone Weil nos lo recordó: “Ante cada golpe del destino, cada dolor, sea pequeño o grande, di: “Estoy siendo transformada”. La voluntad de sacrificarse ha sido considerada desde antiguo por diversos sistemas religiosos como una virtud moral, contraria al pecado del egoísmo. Pero aquí no me centro en su posible moralidad o virtud, sino en la capacidad para el sacrificio cuando la experiencia de la víctima lo hace psicológicamente necesario.

Choca con todas nuestras ideas de justicia cargar a la víctima con el peso del sacrificio; suena a echarle la culpa. Pero es precisamente en la propia capacidad de sacrificarse donde uno encuentra el significado: la víctima capaz de sacrificarse se vuelve psicológicamente activa en su aflicción, participando en la tarea sagrada de crear significado a partir del caos incomprensible. Tanto si lo que se sacrifica es la propia ingenuidad, la inocencia, el ideal más amado o la propia imagen, la capacidad de entregarse a una necesidad más honda se pone a prueba en la condición de víctima.

El valor y la importancia de la figura ante la que nos sacrificamos, o a la que ofrecemos el sacrificio, es decisiva en la creación de significado, pues un objeto indigno degrada al que se sacrifica. El causante de un crimen violento nunca es digno del sacrificio de la víctima; es un simple e ignorante agente de fuerzas arquetípicas que lleva a cabo su crueldad impersonal. Ni él ni los poderes divinos a los que sirve se preocupan por el destino individual de la víctima. La víctima debe encontrar un altar digno en su propia psique en el que colocar lo que le ha sido arrebatado. Elegir lo que ya ha sucedido y dar nuestra aprobación consciente, no sólo nuestro consentimiento, a la realidad de la propia condición de víctima es iniciar el sacrificio consciente.

A nivel colectivo e históricamente, la exigencia de sacrificio se ha cernido de forma desproporcionada sobre las mujeres en formas que a la mayoría de los hombres (y a muchas mujeres) nos les parece verdadera y dignamente sacrificial. Tal vez a causa de esta herencia y de la continua condición de víctima de la mujer, resulta difícil para muchas mujeres (y para muchos hombres) imaginar que algo deba conseguirse a través de algún tipo de sacrificio. El autosacrificio no encaja ni con el ensimismamiento de la New Age ni con las corrientes más profundas y fuertes del pensamiento feminista.

Pero sin duda ha de haber un lugar para el sacrificio. ¿Hay algún lugar en la vida donde valorar el sufrimiento o el dolor persistente, en aras de una persona o una causa realmente amados? ¿Qué puede significar ser “santo”, o “escogido”, o “dedicado” si no hay una persona o una causa digna de tal devoción? ¿De qué sirven toda nuestra fuerza y poder sino podemos entregarlos y someterlos a un valor mayor? ¿Estamos tan decididos a no ser víctimas que nos hemos vuelto incapaces de sacrificio? Si no podemos o no queremos dar o entregar algo, si no sentimos exigencias éticas más profundas que nuestras pequeñas identidades, hemos perdido no sólo una capacidad vital para relacionarnos sino una experiencia fundamental del ser humano. Dado que implica una pérdida irreparable, parece una tragedia ser víctima bajo cualquier circunstancia. Pero es una tragedia igualmente terrible no querer sacrificarse, porque implica una incapacidad de amar.

La necesidad de que la víctima encuentre sentido a su situación no es lo mismo que encontrarle un “motivo”. Tal vez no haya ningún “motivo” por el que una determinada persona se convierta en un momento dado en víctima de un conductor borracho. El “motivo” por el cual uno se convierte en víctima puede ser tremendamente distinto del sentido que la víctima encuentre a la experiencia. Y como cada víctima comprende su situación de modo diferente, el descubrimiento del sentido siempre es una experiencia individual.

El primer grito de la víctima es “¿por qué yo?”. Como difícilmente hay una respuesta, tal vez “¿por qué no yo?” sería una pregunta más productiva. La condición de víctima tiende a volvernos visibles: uno ha sido “escogido”. Pero la experiencia de la condición de víctima hace que algunos de sus aspectos sean también visibles para él o ella, con la tremenda inmediatez emocional característica del trauma genuino. Sean cuales sean las circunstancias o el causante, la víctima revela su coraje o su cobardía, su limitado control sobre las circunstancias, la profundidad de su miedo y su vergüenza, su capacidad de compadecerse de sí misma o de culparse a sí misma.

En la figura de la víctima hay una lección relativa al dios al que se ofrece el sacrificio, pues la víctima es semejante al dios. Los antiguos creían que había una afinidad profunda, aunque a veces oculta, entre la víctima sacrificial y el dios al que se hacía la ofrenda. En la tradición judía, la justicia de Dios requería que el animal sacrificial fuera inocente y estuviera bien formado; de ahí el cordero sin tacha. El mito cristiano requiere que el Hijo sacrificado sea como el Padre, sin pecado. En la región del alma donde nos sentimos víctimas, debemos buscar la semejanza con un dios, y construir un altar interior para asegurar que nuestro sacrificio será santo. La enseñanza que hay que descubrir no es el “tú te lo has buscado”, sino que eso te ha buscado para llevarte a tu Yo.

El modo en que tratamos a la “víctima sagrada” interior muestra cómo tratamos a la “víctima secular” en el mundo. Si en un sueño nocturno nuestra respuesta ante un animal herido o un niño del que se ha abusado es hacerlo desaparecer (olvidando el sueño o ignorando la molestia) o condenarlo (“fue una pesadilla”, “no tenía sentido”, “me dio miedo y lo envié a paseo”), nuestra crueldad nos permitirá hacer que las víctimas exteriores desaparezcan de nuestra vista, memoria y responsabilidad, o bien las trataremos con la satisfacción inconsciente que se muestra como piedad. Todo menos verdadera preocupación, verdadera compasión, verdadero amor.

La necesidad psicológica no es salvar a la víctima interior de todo daño y dolor, sino aprender a aceptar y cuidar sus heridas.

Esto significa sacrificar el papel de “salvador”, una entrega consciente y voluntaria de nuestras fantasías de independencia total y autosuficiencia. No podemos salvarnos, y no nos bastamos a nosotros mismos. Esto sólo puede afirmarlo alguien que tenga una compulsión patológica por la autonomía y el “hágalo usted mismo”. Pero la tentación de salvar y sanar a la víctima es muy grande, y tal vez en ninguna parte se siente más que entre los psicólogos y psicoterapeutas que trabajan con víctimas y de los que se espera que hagan precisamente eso.

Pues ahí es adonde llevamos a nuestra víctima interior: al terapeuta. Periódicamente llevamos nuestros sentimientos de víctima a un dios-sanador (como en la iglesia), ofreciendo sacrificios (como los honorarios), haciendo confesiones, sintiéndonos vulnerables e indefensos tras nuestros mecanismos, sintiéndonos traicionados y enojados cuando nuestras esperanzas (como en las plegarias) no obtienen respuesta. Queremos recompensas a la humildad, soluciones a los problemas, reconocimiento de nuestros esfuerzos, una seguridad duradera y, sobre todo, queremos que el terapeuta nos ame mientras duele y que luego detenga el dolor. Para algunos, ser víctima se confunde con una necesidad mal comprendida de permanecer en el dolor para asegurar que el amor seguirá llegando. El terapeuta también puede convertirse en víctima, especialmente cuando él o ella tienen una afinidad inconsciente con el paciente. En tales casos, el sanador cae víctima del herido, y la capacidad profesional se colapsa bajo el peso de exigencias y esperanzas irrealizables. El tormento del paciente se contagia al terapeuta.

Algunas imágenes de víctimas tienen un poder excepcional para conmovernos porque incorporan casi todas las características esenciales de víctimas arquetípicas. La imagen de Jesús, descompuesto y ensangrentado sobre la cruz, es un ejemplo singular y completo de la figura de la víctima sagrada, que personifica la santidad, la inocencia, la persecución y el sufrimiento injusto y el sacrificio voluntario. Históricamente, los judíos han sido un ejemplo colectivo, forzados a desempeñar el papel de víctima con tal continuidad que el mismo nombre del pueblo se ha vuelto sinónimo de “víctima”. Las fotografías de prisioneros esqueléticos en los campos de concentración han dado una austera definición visual de la víctima arquetípica; por eso los judíos empezaron a referirse al genocidio nazi como un holocausto, literalmente una “ofrenda quemada”. Más recientemente, hemos visto imágenes de conejos ciegos, gatos gaseados y elefantes muertos sin sus colmillos, animales convertidos en víctimas que, aunque seres sintientes, no pueden sacrificarse voluntariamente en beneficio de la humanidad (y sin duda no querrían, si se les preguntara). La fuerza de estas imágenes deriva de la inocencia de la víctima (Jesús), la magnitud del sufrimiento (Holocausto), y la tremenda impotencia de la condición de víctima (los animales). Si la lámpara de Psique se despierta e ilumina a Eros, estas poderosas imágenes pueden convocarnos y evocar nuestra compasión y amor.

Como hemos señalado, la raíz de la palabra víctima tiene una antigua connotación de “incremento” o “crecimiento”. Sin embargo, no sugiero que la condición de víctima deba considerarse una oportunidad de “crecimiento positivo”. Eso minimiza el horror, el miedo y la vergüenza, o los reprime completamente. Si a la víctima le damos la orden de “crecer a través de la adversidad estamos apelando sutilmente a su ego para que deje atrás su experiencia como víctima (una forma de rechazo). “Crecimiento” se usa aquí a la defensiva, como en el caso de un padre ansioso que no sabe qué hacer con el dolor de su hijo (“Tienes que ser mayor, deja de llorar, deja de sentir lástima de ti”).

Una objeción más profunda a la exigencia de que la víctima “crezca” es que eso mantiene la experiencia de la víctima dentro de una fantasía infantil. Cualesquiera sean los significados complejos que la condición de víctima tenga para el alma, se oscurecen y se reducen a una falsa simplicidad forzándolos a la única perspectiva del arquetipo del niño. De este modo la víctima aparece como pasiva o irresponsablemente infantil. Este podría ser un motivo de por qué nuestra cultura tiene una actitud profundamente ambivalente respecto a las víctimas: o abuso y rechazo total, o idealización y convulsiones galvánicas para rescatarla.

Cuando se la percibe, a través del arquetipo del niño, se infantiliza a la víctima: todo daño que haya recibido se entenderá sólo como signo o consecuencia de su inmadurez psicológica: la ingenuidad del niño, la inocencia del niño, la falta de cuidado del niño, el abuso del niño, el niño que llora para que los mayores se porten bien. La condición de víctima no se ve como un drama de adulto en la sagrada profundidad del alma, sino como una de las muchas contrariedades que le ocurren al niño. O bien exigimos una responsabilidad excesiva a la víctima (“debería haber sabido”) o esperamos que se halle desamparada en el trauma como un niño.

La figura de la víctima no debe rescatarse de la victimización sino de la fantasía infantil. La idea de “incremento” en la raíz de la palabra se refiere a algo distinto del “crecimiento” habitual. Lo que nos ocurre nos ocurre, pueda o no evitarse; lo que hacemos psicológicamente en tales casos es lo que da lugar a un “incremento” o una disminución. Russell Lockhart escribe:

La psicología del sacrificio no deseado es muy distinta de la del sacrificio voluntario. Hay momentos y períodos en nuestra vida en los que el sacrificio genuino de lo que más amamos es esencial para continuar creciendo. Si este sacrificio no se hace voluntariamente, es decir, conscientemente y con un sufrimiento plenamente consciente de la pérdida, el sacrificio ocurrirá inconscientemente. En ese caso, no nos sacrificaremos en busca del crecimiento sino que seremos sacrificados por un crecimiento extraviado.

Cuando la figura de la víctima interior es arrojada al león de la gran diosa Necesidad (Ananké), es en esa arena – dondequiera que seamos despedazados por el dolor o la injusticia - donde la ciega Necesidad trata de convertirse en Destino útil. Los acontecimientos y experiencias que nos inflingen dolor, pérdida, aflicción, daño y abandono son los ritos de paso y las ofrendas sacrificiales que nos “incrementan” , que nos obligan a madurar.

Nuestra figura interior de víctima, herida y desamparada, a veces es rescatada por la reflexión interior, cuando se reconoce también al victimizador interior. Podemos ser victimizados por cualquiera de nuestras insensateces, defectos de carácter, errores de previsión o de juicio y traiciones a uno mismo. Podemos ser víctimas de cualquier deidad o poder arquetípico cuyos servicios hayamos descuidado: Eros se mofa de nosotros con insaciables deseos, Saturno retiene como rehenes en la cárcel de la depresión a nuestra alegría y libertad, Hera nos vuelve locos por la monogamia, Afrodita nos tortura con los celos y la inseguridad del amor.

Pero la victima interior no siempre ha de ser rescatada: de hecho, una vez rescatada, ya no es una verdadera “víctima”. Esa figura interior, sufriente y desamparada, obtiene su sentido precisamente de su sufrimiento y su desamparo: es esta aceptación de la limitación y vulnerabilidad humanas lo que se ofrece como sacrificio a los poderes, deidades, dioses o arquetipos que gobiernan la vida psíquica. Tal vez el arquetipo de la víctima, con la infinita soledad de su dolor, sea la imagen que tiene el mayor conocimiento (“gnosis”) de lo que significa ser “humano”. Conocer a la “sagrada víctima” en uno mismo es experimentar finitud y el carácter destinal de la vida que permiten someternos a la propia humanidad, sacrificando el deseo tan humano de ser dios en todas las cosas.


Lynn Cowan
Traducido y extractado por Farid Azael de
Lynn Cowan.- Masochismo, a Jungian View

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