SOBRE EL LIBRO DE VICTOR FARIAS HEIDEGGER Y EL NAZISMO

Philippe Lacoue-Labarthe
Sobre el libro de Víctor Farías
Heidegger y el nazismo*
En «La ficción de lo político», traducción de Miguel Lancho, Arena Libros, Madrid, 2002, pp. 139-156.

Philippe Lacoue-Labarthe

En general se estima que es bastante peligroso ser a la vez juez y parte. Por mi parte voy a intentarlo. A la postre, es sólo una prueba de honestidad.

Apenas había terminado la corrección de las pruebas de este libro, cuando me enteré por la prensa, y con algo de retraso, de la publicación en Francia del libro de Víctor Farías: Heidegger y el nazismo (Verdier, 1987). Aparentemente provocó un gran revuelo: se hablaba de una «bomba», de un «libro-acontecimiento», de un «informe abrumador». Por lo que pude leer, no parecía contener ningún elemento que no se hubiera conocido ya. Pero por el modo de presentarlo, como si no se hubiera jamás presentado el «caso Heidegger» antes, por el léxico utilizado («militantismo», «activismo», «adhesión», etc.), por la insistencia sobre el carácter fragmentario e incluso francamente mentiroso de las declaraciones y de las explicaciones «testamentarias» de Heidegger (en concreto en las concedidas al Spiegel); por todo ello, se sentía que este libro, al que se le concedía el beneficio de toda imparcialidad histórica y una total ausencia de odio (Farías habría sido alumno de Heidegger, se indicaba, lo que, por otra parte, no demuestra gran cosa), proponía una versión del asunto que debería al menos merecer un examen atento, por no decir el de conducirnos a serias revisiones. Sabíamos (al menos los mejor informados sabían), y de todos modos bastaría con la simple lectura de los textos justificativos, que era probable que Heidegger hubiera minimizado considerablemente la realidad y el alcance de su compromiso y hubiera presentado una versión particularmente eufemística de dicho compromiso político. De ahí a pensar que habría mentido sobre el sentido de su compromiso y de su «ruptura» (o al menos de su retirada) -es decir, sobre lo esencial: lo que relaciona este compromiso y retirada a su pensamiento- había que franquear un trecho de todos modos relativamente difícil. Todo el mundo, en el fondo, lo sabe muy bien. Pues bien, este trecho, a mi modo de ver, sigue siendo infranqueable. En todo caso, la lectura del libro no me ha convencido de lo contrario.



La tesis de Víctor Farías se sustenta sobre algunas proposiciones que me gustaría recordar escuetamente.

1. Heidegger, partiendo del hecho de su origen social y regional (Suabia o, en general, la Alemania del sur, católica y conservadora), partiendo del hecho de su educación (también católica), de sus asiduidades y admiraciones, de sus influjos, de su formación intelectual, etc., habría estado marcado decididamente por una tradición ideológica que es una de las fuentes, y que será uno de los componentes, de la revolución nacionalsocialista, como lo atestigua su relación «emblemática» (y obstinada) con el predicador barroco Abraham a Santa Clara, «representante en el siglo XVII de una tradición autoritaria, antisemita y ultranacionalista». De modo que si se pretende definir, desde un punto de vista político, al Heidegger de antes de 1933, no sólo hay que situarlo en «la derecha» sino que hay que sumarle a los partidarios potenciales de un nacionalpopulismo extremista, particularmente duro y agresivo, que de hecho se afirmará pocos meses después, en 1933 y 1934, pero que no sobrevivirá, o casi, a los compromisos de la dirección del Partido con la burguesía, la Iglesia y el Capital. Esto es válido, por supuesto, para el autor de Sein und Zeit y del Kantbuch. Es decir, también para el participante en el coloquio de Davos sobre el kantismo que lo vio oponerse con dureza a Cassirer, representante notable de la «intelligentsia» (o de la academia) judía.

2. El compromiso de 1933 lo es sin reservas, completo y brutal, y se lleva a cabo sobre las posiciones más revolucionarias del «movimiento», es decir, sobre las posiciones de las S.A. La voluntad de Heidegger, aceptando (o solicitando por personas interpuestas) el rectorado, es la de reformar de arriba abajo la Universidad (proyecto del que sabemos que estaba en el programa desde al menos la Lección inaugural de 1929 en Friburgo: ¿Qué es metafísica?, tomando apoyo casi exclusivamente en los estudiantes, siguiendo, si se quiere, una especie de lógica del mayo del 68 fascista. Heidegger se vuelca a cuerpo descubierto en la tarea o en la aventura: disponiendo de plenos poderes en virtud del Führerprinzip, multiplica las declaraciones públicas y los seminarios en «campos de adoctrinamiento», toma medidas administrativas destinadas a asegurar el «marcar el paso» de la Universidad, teje todo tipo de relaciones «militantes» con los intelectuales favorables al régimen y se convierte rápidamente en una de las destacadas figuras del «movimiento». Es en esta época un nacionalsocialista convencido y celoso. No se arredra ante nada, ni siquiera ante la denuncia. Si fracasa y si está abocado un año más tarde a la dimisión es porque la corriente sobre la que se apoya -la corriente S.A., dominante en las asociaciones de estudiantes- está en vísperas de deshacerse, como lo demuestran los hechos de junio del 34 con la eliminación de Röhm. Es su «radicalismo» el que le obliga a retirarse. Pero retirarse no es romper.

3. Muchos documentos prueban que Heidegger, en efecto, no deja de «militar» en favor del régimen después de 1934. No solamente no entrega el carnet del partido (lo conserva hasta 1945), sino que participa en varios proyectos de reforma universitaria del Reich (Academia de profesores del Reich, Academia para el Derecho alemán, Alta Escuela política alemana). Evidentemente es el blanco de ataque de los ideólogos oficiales de la corriente S.S. (Rosenberg, Krieck, Bäumler) y por ello es víctima de algunas pequeñas molestias. Pero permanecerá bien visto por el ministro Goebbels, tiene amigos poderosos en la Italia fascista (el Duce en persona llega a intervenir en su favor) y, en contra de lo que pudo decir después, no se le prohíbe publicar, no se le borra de la cohorte de pensadores del régimen, se le permite asistir a congresos en el extranjero, no se persigue a sus alumnos, no se supervisa su enseñanza y no se le excluye, aparentemente, de la Universidad (para volver a movilizarle) en 1944. Todo lo que puede decirse a su favor es que en su enseñanza y en algunas de sus declaraciones públicas tomó posición de manera clara contra la corriente dominante del partido y del régimen, es decir, contra los que Farías denomina obstinadamente -y no puedo dejar de confesar que me deja perplejo- el «desviacionismo», en suma hitleriano, del nacionalsocialismo (establecido este matiz, se puede en efecto hablar de una «continuación» de la adhesión heideggeriana...).

4. Tras la guerra y la derrota, Heidegger no habría renegado de nada: habría rechazado cualquier retractación y persistido en su ensoñación de un renacimiento «espiritual» de Occidente (de Europa) partiendo de Alemania -si es que no partiendo de la misma Suabia y de la Heimat germánica-. Sobre todo, se habría volcado en la divulgación de una versión «honorable» de su compromiso y en reconstruir para sí un «virginidad política», vía Francia y con la ayuda de Beaufret y Char. Por eso, los textos justificativos serían pura y simplemente mentira. De todos modos son de poco peso frente al terrible silencio mantenido sobre el Exterminio (la Shoah) y al regreso a antiguos y dudosos ejemplos: Abraham a Santa Clara.



La tesis parece sólidamente estructurada. La encuesta histórica y la exploración del archivo habían sido ya emprendidas por ciertos trabajos alemanes notables (en particular los de Hugo Ott y Berndt Martin). Víctor Farías los completa en numerosos puntos y hace -o simula hacer- sencillamente poner el punto, partiendo de documentos actualmente accesibles (pero tantas cosas quedan en la sombra, empezando por el fondo Heidegger). Podremos asombrarnos de que no haga uso de un material reciente (la correspondencia Heidegger-Kästner, por ejemplo, le habría aclarado sobre la génesis de la entrevista al Spiegel, o las memorias de Löwith); o que no mencione las tribulaciones de la relación con Hannah Arendt que son elocuentes y forman parte de esta historia. ¿Cuándo fue escrito realmente este libro? No obstante, en apariencia, se trata de un trabajo serio por parte de un historiador correcto.



Lamentablemente, esto es así tan sólo en apariencia. En el fondo este libro no es justo y lo considero incluso -y mido mis palabras- deshonesto. No me sorprende, por lo demás, ver asociado en una nota liminar el nombre de Jean-Pierre Faye, el cual destacó hace veinticinco años con una presentación-traducción sorprendente de las declaraciones políticas de Heidegger, recogidas en la antología de Schneeberger. Es más que ensañamiento, y todo esto produce la desagradable impresión de tratarse de una «operación montada», como por otra parte se produce regularmente, de hecho, en nuestro «escenario».



Intentemos examinar las cosas con un mínimo de probidad. Huelga ante todo decir que, incluso si no comparto sin reservas (filosóficas y políticas) el «consenso democrático» que parece reinar en la actualidad -no digo nada del «humanismo jurídico»-, el nazismo es para mí, como lo es para Farías, Faye y muchos otros, en sus consideraciones tanto como en sus resultados, un fenómeno absolutamente inmundo, el más grave de lejos y sin discusión que haya conocido (es decir, a la sazón producido) Occidente. Mi posición está perfectamente clara al respecto y me he explicado suficientemente en lo que precede. No voy a centrar la discusión sobre ello, evidentemente. Allí donde la discusión se puede entablar, en cambio, es cuando se trata, no de evaluar sino de pensar el nazismo (al cabo, no ha nacido de nada, como una pura aberración, ha nacido de «nosotros, los buenos europeos»), su éxito fulminante, su poder de seducción, su proyecto y sus logros, etc.; y sobre todo pensar lo que pudo representar para los «intelectuales» de la época que no eran ni imbéciles ni oportunistas, muy lejos de eso. ¿Por qué en los años 20 y 30 tal disgusto y tal rechazo de la democracia, tanto a derecha como a izquierda? ¿Por qué la preocupación nacional? ¿Por qué este discurso, en el que Heidegger no está sólo y que se remonta a la lejana tradición alemana sobre el desamparo (Not) de Alemania? ¿Por qué esta certeza, en Alemania y fuera de Alemania, de que Europa va hacia la catástrofe? ¿Y por qué esta ansiedad, compartida también (y para mal) por Valéry y Bergson, Blanchot y Husserl, Bataille y Heidegger, Benjamin y Malraux, por no citar más que algunos nombres? Tantas cuestiones -y hay muchas más- que el libro de Farías jamás se pregunta y que resulta indispensable hacerse si se quiere intentar comprender, aunque sea mínimamente, qué pasó y qué puede ciertamente aún pasar. Dar por establecido que el nazismo es una monstruosidad, si es para eludir el preguntarse, acaba siendo una falta grave. Política y filosóficamente.

Dicho esto -y esto no es evidente- ni por un instante intento reclamar para Heidegger la menor indulgencia. Estoy convencido, desde la lectura de los textos, que su compromiso político no procede ni del accidente ni del error y que hay que tratarlo en términos de falta -en el sentido de una falta, ante todo, pero no sólo, en relación con el pensamiento-. Por eso, en cuanto a su complejidad estrictamente documental, no hay nada que decir al libro de Farías: los hechos citados son indiscutibles, que yo sepa, y con seguridad existen todavía otros. Aún queda mucho trabajo para los historiadores.

Incluso estaría de acuerdo con Farías al insistir en la «radicalización» revolucionaria de Heidegger, aunque mantenga serias reservas ante las consecuencias que él extrae. Indiscutiblemente, Heidegger se comprometió muy a fondo (demasiado a fondo para los nazis mismos); indiscutiblemente también, no se retractó gran cosa en cuanto al fondo, es decir, en cuanto a la «verdad y la grandeza interna del movimiento». Pero entonces, ¿por qué guardar silencio sobre aquello que él explícitamente repudió? Por ejemplo, en la entrevista al Spiegel, todas las declaraciones públicas del 33-34, con la excepción del Discurso del Rectorado. Los arrepentimientos son raros en Heidegger. Resulta a lo menos falto de elegancia el no tenerlos en cuenta o lo que es lo mismo, no tener en cuenta, tratándose de sus declaraciones póstumas, más que lo que testimonia en contra suya. El asunto es en sí mismo suficientemente grave como para que no haya que abundar...



En realidad, las tres razones que me llevan a sospechar de esta obra son de un orden completamente distinto que el de los hechos.

(Paso por alto algunas deshonestidades manifiestas y algunas imprecisiones. Por ejemplo, en cuanto a las deshonestidades, en la traducción propuesta de «Llamada al servicio del trabajo» (pp. 135-136), este modo de adosar sistemáticamente el calificativo «ario» en cada caso a la palabra «pueblo». Nos damos cuenta (p. 175) de que es una manera de traducir el conocido völkisch y se ve inmediatamente de dónde viene la maniobra. (Aunque no tenga ningún modo de comprobarlo, me parece reconocer la traducción de Jean-Pierre Faye que evocaba más arriba). En la página siguiente, nos damos cuenta de que Heidegger cuando quería decir «ario», decía -como todo el mundo- arier...

En cuanto a las imprecisiones, la más manifiesta es la que concierne a la frase de Abraham a Santa Clara, citada por Heidegger en su homenaje de 1964 (que está lejos de ser el «último texto» de Heidegger): «Nuestra paz está tan alejada de la guerra como Sachsenhausen de Francfort». ¿Se trata de un lapsus, se pregunta Farías? Nadie puede ignorar en esta época que Sachsenhausen es «uno de los más siniestros campos de concentración construidos por el III Reich» y que Francfort es «la sede del tribunal encargado de investigar los crímenes perpetrados en Auschwitz». La relación ya está hallada y como nadie ignora que Abraham a Santa Clara es, o fue, un antisemita convencido, se pasa rápidamente del lapsus en favor de la «retractación inconsciente» y de ésta a la «provocación» deliberada. Sin embargo, jamás se pregunta por qué Heidegger no había hecho mención, justamente, ni en 1910 ni en 1964, del antisemitismo de Abraham a Santa Clara, puesto que se da por adquirido el «virtuosismo» de Heidegger en el manejo de las citas. Poca suerte: como lo revela Joseph Hanimann en su crónica del Frankfurter Allgemeine Zeitung del 28 de octubre de 1987, los alrededores de Frankfurt nada tienen que ver con el campo de concentración con el mismo nombre).



Tres razones, pues, para sospechar de esta obra.

La primera tiene que ver con su retórica y, diría más, con su puesta en escena. La retórica consiste esencialmente en la traducción en términos estrictamente (y estrechamente) políticos de todos los mínimos (y no tan mínimos) hechos y gestos de Heidegger: ¿Que Heidegger se adhiera al partido en 1933? Es un «militante». ¿Que intenta hacer mucho (incluso demasiado) durante su etapa de Rectorado? Es un «militante escrupuloso»: todas sus iniciativas pedagógicas proceden del «adoctrinamiento» y todas sus medidas administrativas del «marcar el paso». ¿Que participa, tras su dimisión del rectorado, en la elaboración de proyectos institucionales (tres, en concreto, que no van más allá de 1934)? Nunca habría dejado de «militar». ¿Una prueba de ello? Nunca devolvió el carnet del partido. (¿Pero cuándo y dónde lo habría pretendido hacer? La única declaración que conozco de él a este respecto fue para decir que, estando uno de sus hijos en el frente ruso, no le pareció oportuno dimitir). De golpe, a titulo de tal «militancia» -y bajo el rótulo enfático de «Heidegger y los aparatos ideológicos del Estado»- se puede introducir, entre el desorden, un artículo (hay que decirlo, particularmente elocuente) de la señora Heidegger, una o dos intrigas universitarias (completamente normales: se trata de simples publicaciones de ofertas para cubrir plazas), las conferencias de 1936 sobre la obra de arte (en las que resultaría excesivo decir que han sido leídas y mucho menos en sus dimensiones «políticas»), la intervención de Mussolini ante Goebbels -en contra de la advertencia de Amt Rosenberg- a favor de la publicación en el Anuario de Ernesto Grassi (Geistige Überlieferung) del texto de Heidegger sobre Platón («La doctrina de la Verdad en Platón». ¿Hasta dónde llegaban las preocupaciones de Mussolini?). El colmo es ya un «Heidegger en Praga (1940)...» (pp. 269-270) donde nos enteramos por un supuesto documento de «la ambivalencia de la posición política de Heidegger en los años 40 (aceptación total del régimen y rechazo de su política concreta)» - se trata de un informe de Amt Rosenberg- que un cierto Kurt Schilling, titular de una plaza de filosofía en Praga (en un país ocupado, pues, es decir, especialmente vigilado), desarrolla su enseñanza en la que se «hace referencia» a «conceptos heideggerianos».

No pretendo decir con esto que sea inútil o que no sea saludable el literalizar algunos enunciados heideggerianos, el sospechar de sus eufemismos y el observar las más estricta desconfianza hacia una retórica (la de Heidegger) presidida por el rechazo de las evidencias ónticas. No obstante, hay que saber qué se está haciendo: decir (y es un conocido ejemplo y, por decirlo de alguna manera, un fragmento de antología) que las variaciones «ontológicas» de Heidegger sobre la «estancia» y el «habitar» apenas disimulan algunas perogrulladas «pequeño-burguesas» sobre la crisis de la vivienda no ha podido jamás llevar muy lejos. Me temo que en lo que concierne a la descripción del compromiso político de Heidegger, Farías no comete el mismo error. Hay que tener en consideración el hecho de que, probablemente, Heidegger habría rechazado el término «militante» como rechazaba en 1935 el de «político» (Introducción a la metafísica). Eludirlo, amparándose en el protocolo demasiado simple de la «crítica externa» y con el pretexto de que «hay que llamar a las cosas por su nombre», no supone, precisamente, poner las cosas en su justo lugar. Podemos subrayar los compromisos (el mismo Heidegger los ha reconocido, o al menos algunos de ellos); pero aún tenemos que tomar la justa medida al sentido que Heidegger entendió conceder, antes y después del 34, a su compromiso. La «traducción» política de Farías no alcanza a hacerlo ni por un momento.

Es aún más grave en tanto que dicha traducción se ve reforzada con una puesta en escena «acumulativa» que nubla, más que aclara, las cosas. Cabe dudar de que en un Estado nacionalsocialista la totalidad de los responsables permaneciera sin afiliarse al partido. Y por lo mismo, cabría dudar de que todo nombramiento universitario, el menor proyecto de reforma, la menor publicación, pudiera hacerse sin que el partido se hallara de por medio y ejerciera la vigilancia o dictara sus directivas, que se hicieran circular informes más o menos ocultos, etc. En parte es eso el «totalitarismo», incluso cuando da lugar, como en el III Reich, a una confusión extrema, dadas las rivalidades entre sus instancias, entre las administraciones, entre los servicios, entre las facciones o los grupos de presión, entre personas, etc. Pues bien, para Farías el único criterio en materia de clasificación política, una vez reconocida la gran distinción S.A./S.S., es la pertenencia al partido. No digo que ello pueda relegarse a un acontecimiento insignificante o neutro (la no pertenencia al partido tenía, en cambio, un significado muy claro). Pero cuando veo que, al cabo de las páginas, no se nos perdona ningún número de inscripción al partido, ninguna mención de Gau, ningún rango, grado o distinción en las S.S., me pregunto qué imagen o qué impresión se pretende producir, como no sea ésta: en todos sus hechos y gestos, en sus relaciones universitarias o extrauniversitarias, en su trabajo y en sus amistades (en su matrimonio incluso), Heidegger, que es nazi, está rodeado por nazis, todos ellos iguales en tanto que son nazis. En último término, y más en cuanto que Farías pone todo su empeño en minimizar sistemáticamente la hostilidad del clan Rosenberg (y el alcance de esta hostilidad), acabamos por no ver bien, tal el poder del efecto «catálogo», qué diferencia habría entre Bäumler y Otto, Schadewaldt y el profesor Heyse, el alcalde de Friburgo y el ministro de educación, etc., etc. Pues bien, no tomo más que este ejemplo, por leer Volk im Werden («Pueblo en devenir»), la revista de Krieck, y los dos o tres números aparecidos de la Geistige Überlieferung («Tradición espiritual»), editados por Grassi, Otto y Reinhardt, no podemos confundir. Seguramente, Grassi era un fascista (en cuanto a Otto y Reinhardt no sé si tenían carnet del partido), pero el Amt Rosenberg no se equivocaba cuando colocaba al Geistige Überlieferung bajo vigilancia y procuraba apartar a Heidegger, el cual tenía, sin duda, poderosos aliados en la Italia fascista. Lo cual no le impedía llegar a la ingratitud llegando a criticar públicamente el «actualismo», es decir, la filosofía oficial del fascismo. ¿Habrá que poner esto en la cuenta de la lucha contra el «revisionismo»? O bien refleja la «relativización», pues tal es el delicado eufemismo que utiliza Farías cuando ve claramente que se trata, en los textos o en los cursos de Heidegger (al menos aquellos a los que él se digna echar una mirada), de una crítica al nazismo.



La segunda razón por la que sospecho de este libro es que, a lo largo de esta presentación singular, pero esta vez a propósito de los textos (lo que me parece más grave), no cesa de practicar la amalgama.

Se trata, bien entendido, de aclarar el contexto y no se percibe apenas, al comienzo, la envergadura de la maniobra. Pero en este caso, el efecto de acumulación acaba por jugar en su contra por querer probar demasiado... Uno se sorprende al principio, por ejemplo, de la torpeza con la que Farías presenta el primer texto de Heidegger sobre Abraham a Santa Clara (p. 39 y ss.): larga biografía de Abraham a Santa Clara con el recuerdo de la tradición antisemita en que se inscribe y que él continua, análisis de su influencia sobre las corrientes antisemitas en Austria y Alemania meridional, historia del movimiento socialcristiano y de su dirigente Karl Lueger, descripción de la fiesta conmemorativa, ocasión por la cual Heidegger escribe su texto (todo lo que precede, dice Farías al comienzo de este fragmento, era necesario porque en realidad la conmemoración no habría podido hacerse sin los fondos concedidos por la alcaldía de Viena, es decir, por Lueger), presentación y análisis político del texto de Heidegger, indicación de sus fuentes textuales (el Florilege de Bersche, que en adelante permanecerá discreto ante el antisemitismo del Abraham a Santa Clara), presentación de la revista en la que aparecerá el texto de Heidegger (combinada con la noticia necrológica de Lueger -un vibrante homenaje a su antisemitismo- aparecido en los números anteriores), la mención de la notificación de las ceremonias, publicada en el periódico local, análisis, por último, del conflicto entre católicos integristas y católicos modernistas «que Heidegger había convertido en tema central de su intervención». Todo ello constituye «la raza, el medio, el momento», como todo el largo recordatorio biográfico que conforma la primera parte del libro («De los años de juventud al rectorado - 1889-1933»). Pero estas precisiones, evidentemente, están lejos de ser inútiles: Heidegger tampoco ha nacido de la nada y no pertenece únicamente a la tradición filosófica (por eso su habitual negación de lo biográfico tenía sus razones). Las frecuentaciones y las promiscuidades que habría aceptado (o que no habría rechazado) le marcan de manera indiscutible y es bueno saber hacia dónde se dirigían sus simpatías más espontáneas. El «Dime con quién vas...» no es una mala regla y de todos modos se hacía necesario el «situar» políticamente a Heidegger. Pero para ello, ¿había que equiparar los discursos de Heidegger a los de su entorno, colmar sus silencios (sobre el antisemitismo, en particular) con los propósitos de otros y dejar caer sistemáticamente, sobre más de 300 páginas, una especie de ley de contaminación que acaba por producir la impresión de que Heidegger es, al final, responsable de lo que no dijo? Extraña concepción de la «autoridad» que se convierte en verdaderamente alucinante cuando el texto de Heidegger, puesto así en su «contexto», ni siquiera es citado, ni mucho menos comentado (no hay que pedir demasiado). Es el caso, entre otros, pero es el colmo cuando se sabe la importancia que Hölderlin supuso, desde 1935-36, para Heidegger, cuando se evocan las circunstancias de la publicación de Andenken en 1943, en ese libro de homenaje con ocasión del centenario de la muerte de Hölderlin y que fue -como no podía ser de otro modo- vivamente saludado por el régimen.



De ahí mi tercera razón para sospechar de este libro: sencillamente, los textos de Heidegger no fueron leídos. Incluyendo aquel que se pretende destacar, por otra parte difícilmente, como el texto más directamente político. Es cierto que Farías cita abundantemente, resume y práctica el recuento -tanto de Heidegger como de los demás-. Pero su comprensión filosófica de Heidegger deja pasmado. (Léase, al respecto, entre otros fragmentos de valor, el comienzo del capítulo IV de la tercera parte, pp. 291-292, sobre «la reflexión de Heidegger hacia el final de su vida»: en Francia no se aceptaría eso en un alumno de los últimos cursos. Víctor Farías deja correr la voz de que él fue alumno de Heidegger. Pero como dice Jacques Derrida «son cosas que pasan»[i] ). Por otra parte y sobre todo, Farías pasa sistemáticamente de puntillas sobre los textos en los que Heidegger se «explica» con el nacionalsocialismo (en particular) y con la política (en general). Heidegger consagra cuatro o cinco años de su enseñanza, entre 1936 y 1941, a «delimitar» la metafísica de Nietzsche y a replicar abiertamente su extravío en el biologismo y la explotación a la que lo somete la ideología racista oficial: Farías, sobre eso, no dice prácticamente ni palabra. Heidegger publica por su cuenta, tras la guerra, algunos textos y cursos redactados y pronunciados durante «los años sombríos» y que debía, me imagino, considerar como los mejores para aclarar su pensamiento -si no su actitud-. Por ejemplo, la serie de notas escritas entre 36 y 46, conocidas como «La superación de la metafísica» (en Ensayos y conferencias) - o, en lo que respecta a los cursos, además de los dos volúmenes sobre Nietzsche, la Introducción a la metafísica, (de 1935) y el Schelling (de 1936) que contienen, uno y otro, afirmaciones extremadamente claras contra la confusión aportada por la muy oficial filosofía de los valores, de las concepciones del mundo y de la experiencia vivida, así como contra la discriminación antisemita en el orden del pensar (respecto a Spinoza, por ejemplo). Silencio total de Farías. E incluso silencio sobre los cursos publicados después de la muerte de Heidegger, en 1976, en particular los cursos sobre Hölderlin que tienen una envergadura política decisiva (o que contienen probablemente todo el pensamiento «político» de Heidegger). De las dos una: o bien todos estos textos, considerando las condiciones estrictamente incontrolables de su publicación y el cierre de los archivos Heidegger, son groseras falsificaciones o cuando menos textos «rectificados» (pero Farías no evoca en ningún momento los problemas que se dan en la publicación de la Gesamtausgabe); o bien esos textos pueden considerarse, hayan sido o no publicados por Heidegger, como pertenecientes al corpus heideggeriano y entonces no puede dejarse de tomarlos en cuenta: tiene que ver con la más elemental honestidad cuando se aborda este tema. ¿Dónde está la «filosofía» de Heidegger, o lo que él pensó, sino en los textos? ¿Y qué está en tela de juicio, el pensamiento de Heidegger u otra cosa? Si existe algún «caso Heidegger» (que se sepa, no acompañado por ningún «crimen contra la humanidad», incluso si su silenciosa complicidad resulta terrorífica) es porque existe «el pensamiento de Heidegger». El compromiso político no es el de tal o cual profesor, aquí o allá, afiliado numero tantos del partido. De ser así no se le dedicaría ni cinco minutos; se trata del pensamiento del mayor pensador de ese tiempo. Es en su pensamiento donde se propone la cuestión de su responsabilidad política. Al ignorar en la práctica este pensamiento o al no leer los textos y de hacerlo comprenderlos sólo a medias; al no hacer, en suma, comparecer todos los hechos (sólo cuentan los números de cartas del partido o las anécdotas; existen todos los textos, incluyendo en efecto los de los otros: pero Farías ¿se ha parado a comparar, es decir, a descubrir la diferencia?), sólo así podemos hablar de una «adhesión sin límites al fondo general del nacionalsocialismo» (p. 289). Pero eso es una enormidad.

Una vez más, afirmo que no estoy por la labor de minimizar la responsabilidad política de Heidegger, como ha sido con frecuencia el caso hasta ahora. Sencillamente, creo que hay que ser justos, en el sentido de la justicia y de la justeza. Hay que juzgar sobre datos. Lo que precisamente no se consigue con el «collage» de documentos heterogéneos en cuanto a su significado y a su envergadura filosófica y política. Que Heidegger se haya adherido al nazismo, que sus posiciones hayan sido radicales, después de que se haya sentido «decepcionado», sin que esa decepción haya sido lo suficientemente fuerte como para obligarle a renegar clara y abiertamente, de todo ello no hay duda (y eso es ya demasiado grave o «decepcionante»). Pero se trata de comprender exactamente por qué (y a qué) se adhirió, qué le decepcionó y de qué no renegó. Y desde luego no se logrará calificando el hitlerianismo posterior a 1934 como «desviacionismo». Ni atribuyendo a Heidegger, por medio de o contra sus intenciones, ideas (o ideologemas), pensamientos, al fin, de los que toda su obra muestra que no podía ni por un momento aceptarlos, es decir, reivindicarlos como suyos. Lo mismo para el consternante silencio de después de la guerra: ¿qué tipo de solidaridad manifiesta y con qué (el régimen, Alemania, Europa)? Una respuesta o un comienzo de respuesta a estas cuestiones (el «caso» es, de todos modos, muy difícil) sólo tendrá alguna posibilidad si no se cede en la exigencia de lectura rigurosa de los textos.

El hastío con la tesis de «la adhesión sin límites» es que parece emanar de un trabajo historiográfico escrupuloso y sabemos qué autoridad tiene la historia ante la casi totalidad de nuestros contemporáneos. La exageración o el lamentable simplismo de esta tesis sigue sin consecuencias, de ello estoy convencido -salvo, quizá, para la cohorte de los «anti-heideggerianos», de todos modos ya convencidos y que no esperaron a Farías para calificar de «fascista» todo reconocimiento, fuera éste el más vigilante, crítico o circunspecto del pensamiento heideggeriano-. Incluso el eco «mediático» (desproporcionado, dada la calidad del trabajo) que tiene el libro de Farías no es excesivamente inquietante: el verdadero trabajo (y lo hubo al respecto y aún lo habrá) acaba siempre por darse a conocer allí donde debe ser conocido y las verdaderas cuestiones acaban siempre por imponerse.

Lo que sería inquietante, en cambio, es que se lo considere como un asunto «cerrado», al menos durante cierto tiempo, y que se forme una doxa que considere la cosa sabida. Ya nos podemos imaginar la circulación de los: «¿Se puede leer aún a Heidegger?». Si es ése el efecto de ese libro (disuadir de la lectura y la interrogación) sería una catástrofe. Pero no queremos desesperar de la capacidad de leer...

Philippe Lacoue-Labarthe
Berkeley, noviembre de 1987.

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