XXXVII - ABELARDO

XXXVII - ABELARDO

Abelardo y Eloisa - Historia de la filosofía194. Abelardo, tan famoso por sus talentos como por sus aventuras, fue uno de los más sutiles dialécticos de su tiempo. Habiendo recibido lecciones del nominalista Roscelin y del realista Guillermo de Champeaux, intentó la conciliación de las doctrinas opuestas, con cuya mira inventó la teoría del conceptualismo, según la cual las nociones no eran otra cosa que puras formas de nuestro entendimiento. No insistiremos aquí sobre el modo con que esto se debiera entender, si se quieren evitar peligrosos escollos (190); como quiera, Abelardo se inclinó más a las interpretaciones nominalistas, como que eran análogas a su genio disputador, más aficionado a las formas que al fondo de las cosas, y que prefería el lucimiento de la habilidad dialéctica al sólido adelanto de la filosofía.

195. En los tiempos modernos se nos ha querido pintar el método de Abelardo como una pretensión puramente filosófica; pero en realidad afectaba a lo más fundamental de la religión. Por San Bernardo sabemos que la vanidad de Abelardo no tenía límites, creía saberlo todo excepto el no sé, nescio; y queriendo hacer a Platón cristiano se mostraba a sí propio gentil: Dum multum sudat quomodo Platonem faciat christianum, se probat ethnicum. (V. El protestantismo comparado con el catolicismo, tomo II, ibíd.)

196. Los errores de Abelardo fueron impugnados por San Bernardo, y condenados primero por los concilios de Soissons y de Sens, y después por el Papa Inocencio II. A más de errar Abelardo sobre la Trinidad, la gracia y la persona de Jesucristo, su método se encaminaba a destruir la fe por los cimientos, sujetándola al fallo de la razón (ibíd.).

197. El arrepentimiento de Abelardo le hizo acreedor a la simpatía de cuantos se habían dolido de sus extravíos. Merced a la claridad y al celo del sabio abad de Cluny, Pedro el Venerable, pasó Abelardo los últimos años de su vida en aquella paz y resignación que sólo nace de la gracia divina. Hasta tuvo el consuelo de reconciliarse con San Bernardo y de recibir del santo abad de Claraval muestras de aprecio y afecto. El ilustre filósofo murió santamente, mereciendo que, al hablar de los dos últimos años de su vida, diga la crónica de Cluny: «Durante este tiempo, todo pareció divino en él: su espíritu, sus palabras y sus acciones».

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