Psique y Eros en la experiencia afectiva profunda

Psique y Eros en la experiencia afectiva profunda

Volvamos ahora a nosotros mismos. Podemos sacar algunas conclusiones de nuestras propias experiencias afectivas profundas, que son siempre las que tienen la última palabra en las discusiones psicológicas.
Reconocemos al eros psicológicamente creativo en los momentos de plenitud, en el flujo liberador de lo erótico y en esas aproximaciones al alma a las que puede llamarse fálicas por su repentino erigirse, la cópula que supera la distancia y la penetración en busca del engendramiento. Pero, asimismo, reconocemos lo creativo en el daímon cuando sentimos el vacío de la necesidad, de la pobreza, del no tener nada para dar, del aislamiento de la clausura, del admonitorio "no" del daímon. Demonio y daímon son uno; si se suprime la compulsión, se pierde el contacto con la voz guía del daímon. Sócrates conservó el daímon creativo durante toda su vida, posiblemente porque, como lo dice en el Banquete (212b), había venerado todos los elementos del amor e iba a continuar rindiendo homenaje a los poderes del amor por el resto de su vida. Aceptando lo demoníaco, Sócrates se mantuvo en contacto con el daímon. Podemos oír el "no" inhibidor, sólo cuando estamos abiertos a la compulsión, lo cual nos pone frente a la paradoja de la unión del amor y el miedo, que a su vez origina una especie de temor reverente del que surge una nueva percepción de la psique, cargada de sentido religioso, que la obliga a moverse con cuidado, temerosa pero gozosamente.
El miedo pertenece también al eros, habla a través del thymós e inhibe mediante la intervención psíquica. Este miedo nos mantiene unidos a la humilde realidad; es el calambre admonitorio que inhibe la superbia, el Hochgefuhl, del ascendente Eros alado. "Estate atento", "ve despacio", "no hagas nada", son también expresiones del eros. Tales negativas (proferidas por la misma voz que afirma) estimulan al ánima a distinguir sus necesidades psicológicas. El ánima se hace consciente de sus propias intenciones, se distancia en el tiempo y el espacio, y expande así el campo de la realidad psíquica, observando, por ejemplo, sus fantasías eróticas, sus sensaciones corporales, sus estados de ánimo, sus propias huídas. La psique, conteniendo esa tensión incrementada, puede transformar al eros y enseñarle a diferenciar las metas de sus pulsiones.
La psique puede también reflejar como un espejo, asumir la guía con su lámpara, dejar el hilo a lo largo del laberinto, para encontrar el camino en una relación exterior o en la incertidumbre interior. El miedo, en tanto inhibición perteneciente a la parte demoníaca del daímon, es el inicio de la psicología. El rechazo, la impotencia y la frigidez pueden también ser expresiones del eros, parte del "no" del daímon. Dicho miedo es un regalo espontáneo del eros en la misma medida que lo es el impulso erótico mismo. Confiar y dudar, conceder y negar, abrir y cerrar, retroceder y avanzar, son parte del juego recíproco entre el eros y la psique -a través del cual el uno se va configurando por el otro-, que abarca desde el más tímido escarceo amoroso infantil hasta el ritmo de los opuestos del mysterium coniunctionis.
A la importancia del miedo se le ha prestado una escasa atención verdaderamente psicológica. No poseemos más que investigaciones fisiológicas, iniciadas principalmente por Cannon; interpretaciones sexualizadas en concordancia con la teoría freudiana de la angustia; y descripciones filosóficas de conceptos como el pavor existencial. La afirmación bíblica de que el miedo es el inicio de la sabiduría tiene un denso significado psicológico. El miedo no es meramente algo negativo que debe ser superado con el coraje o, en el mejor de los casos, un mecanismo instintivo protector; es más bien positivo, una forma de sabio consejo. Jung, en sus inéditas Seminar Notes, habla del miedo (phóbos), y no del poder, como del verdadero opuesto del eros. Esta idea nos resulta familiar, pues en la primera carta de san Juan (4, 17-18) se relaciona el miedo con el amor como su enemigo. El amor aviva el miedo. Tenemos miedo de amar y tenemos miedo cuando amamos, realizamos propiciaciones mágicas, buscamos signos y pedimos protección y guía. Aunque es cierto que todo el mundo ama a un amante, también lo es que el mundo teme a los amantes a causa de la destrucción que acompaña su alegría. Cuando Psique, en nuestra fábula, cae presa del pánico y se arroja al río, es salvada por Pan, que es tanto pánico como la caprina compulsión erótica. Tánatos y Eros no están tan lejos uno de otro como Freud quiso hacernos creer. En el nivel más profundo del miedo aparece un eros, como lo muestran las frenéticas copulaciones en los tiempos de terror y de guerra o las pesadillas causadas por Pan, que son también eróticas. El miedo parece ser una necesidad inherente a la experiencia del eros; en el caso de que se encuentre ausente, podría llegarse a dudar incluso de la pena validez del amor. Una consecuencia de este miedo es que podemos fiarnos del eros. El instinto contiene su propio autorregulador, el eros su propio daímon. La compulsión es refrenada por los consejos del sabio miedo, por su elaboración, por su ritualización; si no se escucha al daímon, la compulsión queda refrenada por los consejos de la neurosis y de los síntomas. Suponiendo que fuera posible, no tendríamos necesidad de controlar lo creativo en psicología con censuras prohibitivas del Yo o con reglas técnicas, pues el daímon, cuando se le da suficiente confianza, puede gobernar por medio de las inhibiciones naturales. Sólo hay que prestarle atención, recibirlo, escucharlo, incluirlo; sólo es menester estar pendiente de sus calambres admonitorios, de su frialdad, de su serenidad. Entonces el eros no tiene ninguna necesidad de ser combatido, controlado, o transformado en algo más noble. Su meta es siempre, en cualquier caso, la psique. Estamos obligados a confiar en el eros y en su meta. ¿Puede vivir alguien con autenticidad si no cree y confía en que los movimientos de su amor tengan un sentido último y sean fundamentalmente correctos? Podemos ser transformados por el eros, pero, aun empleando todo nuestro esfuerzo, no podemos transformarlo a él directamente, pues el eros es el impulso hacia lo alto o -en lenguaje aristotélico- la actualización, el movimiento de autorrealización que determina las transformaciones de la psique. Una idéntica ascensión y un mismo abatimiento súbito acontecen en la experiencia erótica individual en relación con la gloriosa inflación que tiene lugar siempre que se "cae" presa del amor.
Mientras que la reflexión es un movimiento hacia lo interno o un volverse hacia atrás y la actividad se dirige hacia delante y hacia lo externo, lo creativo, en cambio -equiparado al eros en los pensamientos órfico, platónico y neoplatónico-, es un movimiento hacia lo alto. El eje es vertical: Omnis amor aut ascendit aut descendit (san Agustín). Los escritores clásicos nunca dejaron de señalar este extremo en sus advertencias sobre el descenso hacia el polo de la phýsis y de la carne. Por eso, en la literatura sobre el eros, se encuentran recurrentemente los símbolos de las chispas caídas, la escalera, el fuego ascendente, las alas y la meta olímpica de la inmortalidad. La función trascendente, entendida como ese aspecto del proceso de individuación que supera opuestos inconmensurables mediante la creación de símbolos, debe ser también atribuida al eros en tanto impulso hacia lo alto. Eros, visto como sintetizador, vinculante e intermediario, reúne los dos dominios; forma símbolos. Eros es más que la dýnamis de hacer símbolos y de la función trascendente; al eros se le debe atribuir el impulso para el desencadenamiento del proceso en sí, que Jung describe mediante la tradicional idea de la espiral hacia lo alto. El énfasis sobre el movimiento hacia arriba sitúa la descripción junguiana de la individuación (entendida como un proceso dialéctico de tipo socrático con visiones de inmortalidad) cerca de la tradición precristiana del eros. Lo cual contrasta con el típico pensamiento cristiano, para el que la redención a través del descenso de la gracia depende más de la caritas y de la agape que del eros.
Por lo demás, la cuestión de la confianza y de la traición en la relación eros-psique es una cuestión, en realidad, más de la psique que del eros, aunque en la antigüedad las advertencias incidían sobre todo en la necesidad de precaverse de las tormentosas consecuencias del eros, al que se etiqueta en las tragedias de "dios hostil" y en la poesía lírica de "loco, mentiroso, portador de calamidades, tirano, falso" o de "un dios a temer por los estragos que causa en la vida humana (...), un tigre, y no un gatito con el que juguetear". Estas descripciones concuerdan con el eros cuando éste no se encuentra todavía contenido en la psique, cuando es todavía inconstante y se halla poseído por el complejo materno, cuando pertenece al ánima que todavía no se ha liberado de los falsos valores, de las vanas nociones de belleza y de la incertidumbre psicológica sobre sí misma en cuánto alma, y no es todavía, por eso, el recipiente capaz de contener adecuadamente la fuerza creativa del eros.
Debido a que la destrucción constituye uno de los polos del instinto creativo, el desarrollo psíquico se lleva a cabo a través de prolongadas experiencias de destrucción erótica. El ánima va aprendiendo merced a las posibilidades que le abre el amor y a los súbitos vaivenes, frustraciones y decepciones del impulso erótico, que es tan irresistible como poco fiable, que se compromete totalmente para desaparecer acto seguido. El movimiento que va del ánima a la psique supone el descubrimiento del aspecto psíquico de las perversiones eróticas, de los odios malignos del amor y de sus crueldades, y no el mero rechazo de todo ello con una mezcla de inocencia, resentimiento y lágrimas del ánima.
Si falta la interacción con la destrucción erótica, la psique permanece virgen. Nosotros hemos encontrado esta psique virginal en los síntomas histéricos, en esa feminidad desaforada de una psique todavía bregando por emerger de la crisálida de su ánima.
Pero la psique virginal no es meramente una pseudoánima. Se caracteriza principalmente por un desplazamiento de la libido instintiva, de tal manera que el papel de lo creativo pierde su potencial y queda usurpado por otras pulsiones, principalmente por la reflexión. Tenemos tendencia a cometer el pecado de confundir reflexión con creatividad y a definir así inadecuadamente el objetivo de la psicoterapia con el de un "devenir consciente". Nietzsche ya advirtió que la introspección por la introspección carece de sentido: "Llegará un día en el que estaremos completamente enredados en ella". Dudo que haya alguien que no esté en la actualidad de acuerdo con esta afirmación.
La psique asociada a la reflexión es una unión de idénticos que carece de la tensión de los opuestos, ya que la psique es en sí misma lo reflectante femenino, la mente lunar especular. Una unión de idénticos reúne dos cosas que no deberían haberse escindido.
Cose y cura, pero no crea, porque la radical ambigüedad de los opuestos y sus recíprocamente incómodos efectos destructivos no se constelan nunca. La psique unida a la reflexión da lugar a la unio mentalis, o salud mental. Sin embargo, el alma que no está conectada al cuerpo a través del eros se encuentra, por más que haga, separada de él. En otras palabras, es consciente, sí, pero no lúcida; es mental, cierto, pero con una consciencia que no procede del corazón ni del thymós. De ahí la importancia del aspecto fálico del eros, de ese absurdo movimiento hacia abajo que lleva a la psique a abismarse en el cuerpo, que quema las alas del alma en las llamas del vivir y que, al mismo tiempo, curiosamente, la exalta e idealiza.
Cuando la psique virginal queda fascinada por sueños o visiones, se sitúa al borde del descubrimiento, pero todavía permanece atada a la reflexión. No se debe confundir la creatividad psicológica con un cúmulo de bellas imágenes interiores. Las drogas alucinógenas pueden abrir panoramas interiores a voluntad, proporcionándonos la "hip-gnosis" de los equivalentes modernos de los antiguos sacerdotes-puer de largos cabellos pertenecientes a la Gran Madre. Las ilusiones y las visiones indican no tanto una psique fértil cuanto la fertilidad de la ardiente riqueza natural de la Gran Madre y su atrayente modo de satisfacer las necesidades orales de sus hijos con banquetes visuales. Los sueños, los panoramas interiores y las visiones no son creativos; hasta que no traspasen el umbral de la vinculación erótica sólo son distintos aspectos de la reflexión. La imaginación creativa que revela el reino imaginal -sobre el cual tendremos oportunidad de extendernos en la segunda parte- se deriva de la vitalidad y de la pasión. Nace en la sangre de la psique despierta, no de la que está soñando. La verdadera imaginación no es ni una retirada a la fantasía ni una maníaca noción extravertida de la creatividad en tanto productividad física. La verdadera imaginación puede valerse de los espejos de la reflexión, pero su impulso emocional es el instinto creativo. Como se encuentra implícitamente el el Banquete 202e, Eros es necesario para tomar parte en el mundo imaginal, a través del cual el hombre traba íntimo contacto con los dioses, ya sea despierto, dormido o en trance, ya sea en las visiones, en las profecías o en los misterios. Por la experiencia analítica sabemos que la mera imaginería, e incluso la observación activa de la fantasía, si no se acompañan de una vívida participación libidinal, tienen un efecto escaso.
La condición primera para entrar en lo imaginal es el amor lleno de interés; lo imaginal es una creación de la fe, de la necesidad y del deseo. Debemos desearlo apasionadamente, aún cuando no podamos obtenerlo con la voluntad. La alquimia, Avicena, el yoga taoísta, Paracelso y Alberto Magno nos han dejado instrucciones acerca de cómo distinguir entre el imaginar falso y el verdadero, el cual, como se dijo previamente, viene del corazón (el lugar del thymós y del daímon) y se dirige al corazón del universo, al sol, y de ahí al macrocosmos. El verdadero imaginar va más allá de la unio mentalis de nuestra microcósmica vida fantástica, más allá del cavilar reflexivo de la mente del que surge su "consciencia".
La consciencia imaginal es hermafrodita, une la polaridad masculina con la femenina, aunque su constelación no pueda ser sino momentánea. Una consciencia tal difiere de la habitual consciencia yoica de la reflexión. Porque ésta última discrimina, tiende a producir divisiones, jerarquizando de mejor a peor; y su continuidad depende en gran medida de la voluntad. Por su parte, la consciencia imaginal, reuniendo inconmensurables, es simbólica. El hermafrodita pone de relieve el aspecto unificador y por ende, curativo del eros de este tipo de consciencia. Además, dado que toda unión de opuestos es paradójica, no puede ser querida voluntariamente. Esta consciencia simplemente sucede, como suceden los momentos de sincronicidad, como suceden los símbolos.
El psicólogo que se dedica a hacer alma, resulta comparable al pintor que pone su vida en la pintura, sacrificándose a los limitados requerimientos del opus. Pero cuando este matrimonio con la obra significa "ver el mundo psicológicamente", entonces está basado en la reflexión, lo que equivale a despotenciar los efectos eróticos del amor, tomando tan sólo una parte suya y transformándola en el instrumento mental del análisis. Nos hallamos entonces ante un falso matrimonio, en el que la psique del análisis permanece como una esposa virgen, mirando por la ventana la vida que bulle en la calle, siendo entretanto interpretada, entendida y empatizada compasivamente. El alma es hecha objeto de reflexión analítica, pero no es vivida, no es amada.
La técnica específica mediante la cual lo creativo puede ser despotenciado a favor de lo reflexivo recibe el nombre, en psicología analítica, de "retirada de proyecciones". Este proceso es esencial, desde luego, si la consciencia del Yo debe resolver sus transferencias; pero es también la virtud que se convierte en vicio cuando da lugar a que se prefiera la imagen a la persona o a que prime el significado sobre la experiencia. La reflexión se entremezcla entonces inextricablemente con los malentendidos paranoicos propios del Yo, que intenta controlar la vinculación natural con el mundo mediante el ambicioso ideal de devenir "objetivamente consciente" acerca de él. Sólo cuando se lleva a cabo radicalmente, hasta sus últimas consecuencias, puede el abandono reflexivo de las proyecciones probar su verdadero valor. Ante todo se debe abandonar la proyección primaria sobre el Yo mismo, que lo convierte en el único portador de la consciencia conseguida por la reflexión. Esto conduce a sumergirse en el campo proyectado, entrando en él con amor, entrando en él hasta el punto de convertirse uno mismo en una proyección del reino imaginal, y nuestro Yo, a su vez, en fragmento de un mito. Las reflexiones pueden entonces verificarse de forma tan espontánea como las proyecciones, pero no serán ya el resultado de la voluntad ni del Yo, que buscan hacer consciencia abandonando las proyecciones.
Estas observaciones sobre la reflexión nos conducen a considerar el "eros terapéutico", nombre que se da frecuentemente a la empatía compasiva. ¿Existe un tipo especial de eros propio de la profesión terapéutica, un eros que "haga bien"? Sócrates dijo que la psique humana tiene algo de divino (Jenofonte, Memorabilia IV, 3, 14) y que el primer deber de cada uno consistía en cuidar de su salud (Platón, Apología 30ª-b). Nosotros sabemos, por Platón y por Jung, que la salud de la psique equivale a su integridad psicológica y que el eros es el factor integrador que liga, mantiene unidos y conjunta los opuestos. Pero este eros no es ni benevolente, ni compasivo, ni tampoco tiene una especial preocupación terapéutica; es el amor como un todo lo que favorece la integridad. Y el amor total incluye el odio, de la misma manera que la creatividad incluye la destructividad. El llamado eros terapéutico tiene siempre en sí algo de agape condescendiente, de maternal y paternal, es solamente bueno a secas. ¿Cómo puede entonces cerrar una herida desde abajo y desde dentro? El eros verdadero, sin embargo, se aleja de cualquier responsabilidad terapéutica, por la sencilla razón de que es siempre, curiosamente, más débil que el problema que tiene que afrontar. Tiene algo de chiquillo, es alocado, espontáneo, desconsiderado en su inmediatez, pero siempre alegre. Puede así, recrear desde dentro las heridas. No desea el bienestar ni la salud de la otra persona; desea a la otra persona. Lo que cura es la necesidad que tenemos uno de otro -incluyendo aquellos componentes que son mutuamente destructivos-, y no tu necesidad de ser curado, que lo único que hace es apelar a mi compasión. La terapia es el amor mismo, en su totalidad, y no una parte determinada de él. Podemos aquí de nueve remitirnos a Sócrates:
"Porque el amor, ese renombrado y sumamente engañoso poder, incluye todo tipo de deseo, de felicidad y de cosas buenas (Banquete 205d).
Y a esto se debe que, por mi parte, cultive y honre todos los elementos del amor, y recomiende a los otros que hagan otro tanto (Banquete 212b).
Quizás pueda ayudarte en tu búsqueda de lo bello y lo bueno porque yo mismo soy un amante. Cuando deseo a alguien, doy toda la fuerza de mi ser para ser amado por él en reciprocidad a mi amor, para desatar anhelo en respuesta a mi anhelo y para ver mi deseo de su compañía correspondido por el suyo (Memorabilia II, 6, 28)."

La totalidad del amor incluye mi himeros, mi deseo ardiente de ti, mi apetencia de cualquier cosa en relación contigo y mis insensatas idealizaciones que te mejoran, te hacen crecer, te transforman y te hacen encontrar tus alas; incluye también mi pothos, ese anhelo, esa ansiedad, esa añoranza de todo lo tuyo; e incluye, además, mi necesidad de tu antéros, de la correspondencia de tu amor; incluye todo aquello, en suma, que me hace sentir vergüenza al admitir que me encuentro estrechamente vinculado contigo, la otra persona, o conmigo mismo y mi propia alma. Este amor está siempre presente, al igual que el instinto creativo se encuentra potencialmente presente en todos nosotros, de modo que "en realidad todos somos amantes constantemente". O, en palabras de Sócrates, "no podría nombrar un tiempo en el cual no haya estado enamorado de alguien". Estar enamorado revela, como dice Gould, "lo que verdaderamente queremos tener"; porque estar enamorado es, siguiendo el Fedro (250d-252c), "el estado en el cual renacen a uno las alas espirituales", ya que "l'ame, dans son acte essentiel, est donc amour", y "el alma es enteramente alma cuando es amante".
La terapia, por eso, es el amor al alma. El terapeuta que enseña y que cura -siguiendo el modelo socrático-platónico del filósofo que enseña y cura- se encuentra en el mismo plano ontológico que el amante; ambos surgen del mismo impulso primordial que subyace tras su búsqueda (Fedro 248d). La terapia como amor del alma es una continua posibilidad para cualquiera, y no depende ni de la situación terapéutica ni de un especial "eros terapéutico", término inapropiado que es un constructo de la reflexión. Este amor debe mostrarse en la terapia a través del espíritu con el cual nos aproximamos a los fenómenos de la psique. Por desesperados que sean los fenómenos, el eros se mantendrá en relación con el alma y buscará el camino a seguir. Este espíritu está dotado de una ingeniosa inventiva y de una inteligencia creativa, cualidades que, como nos dice nuestra fábula, Eros ha heredado de su padre, ya sea éste Poros o Hermes. El amor no se limita a encontrar un camino y es, intrínsecamente, el "camino" mismo. Buscar las conexiones psicológicas por medio del eros es el camino a seguir por la terapia en tanto hacedora de alma. Y hoy en día éste es un camino, una via regia, para acceder a la psique inconsciente, tan regio como el camino que pasa a través de los sueños o el que atraviesa los complejos.
Las intuiciones creativas no son, así, solamente las reflexivas; son especialmente esas vivencias, esas excitantes percepciones que surgen de los vínculos. Las percepciones psicológicas informadas por el eros son dispensadoras de vida, vivificantes. Algo nuevo nace en nosotros mismos y en el otro. El amor ciega sólo la perspectiva usual, pero abre una nueva forma de ver; de hecho, uno sólo puede revelarse de forma plena a la vista del amor. Las intuiciones reflexivas pueden brotar, como el loto, del centro inmóvil del lago de la meditación, mientras que las intuiciones creativas surgen en las fronteras de la confrontación, salvajes y en estado natural pero también delicadas, en esos confines donde somos más sensibles y estamos más expuestos, y también, curiosamente, más solos. Para encontrarte, debo arriesgarme a mí mismo como yo soy. El hombre, en su desnudez, es puesto a prueba. Sería, sin duda, más seguro reflexionar en la soledad, que confrontarse contigo. Pero, la máxima favorita de la psicología reflexiva -una psicología que tiene por meta principal no tanto el amor cuanto la consciencia-, "conócete a ti mismo", a través de la reflexión, por el "revélate a ti mismo", lo que equivale al mandato de amar, pues en ningún otro lugar nos revelamos más que en nuestro amor.
En ningún otro sitio, tampoco, estamos más ciegos. ¿Lleva el amor en las esculturas y pinturas los ojos vendados tan sólo con la finalidad de hacernos ver su compulsión, su ignorancia y su sensual inconsciencia? El amor ciega para extinguir la falaz visión cotidiana, de tal manera que pueda abrirse otro ojo que sea capaz de percibir de alma a alma. La perspectiva habitual no puede ver a través de la espesa piel de las apariencias: del aspecto que tenemos, de lo que llevamos puesto o de nuestro estado. El ojo ciego del amor penetra en lo invisible, volviendo transparente el opaco error de mi amar. Veo el símbolo que eres tú y lo que significas para mi muerte. Puedo ver a través de esta ciega y alocada visibilidad que el resto de la gente también ve e indaga la necesidad psíquica de mi deseo erótico. Descubro que donde quiera que el eros vaya, allí acontece algo psicológico, y que donde quiera que la psique viva, allí constelará el eros inevitablemente. Como las figuras antiguas de Eros, estoy desnudo: soy visible, transparente; es decir, un niño. Como las figuras tardías de Amor, estoy ciego: no veo ninguno de los valores obvios y evidentes del mundo normal; estoy abierto sólo a lo invisible y a lo daimónico.
Hoy nuestra imagen de la meta ha cambiado: no es ya la del Hombre Iluminado, el que ve, el vidente, sino la del Hombre Transparente, que es visto diáfanamente, que es alocado, que no tiene nada que esconder, convertido en transparente a través de la aceptación de sí mismo; de ese hombre cuya alma es amada, completamente revelada, plenamente existencial; que es sólo lo que es, liberado del ocultamiento paranoico, del conocimiento de sus secretos y de su secreto conocimiento; y cuya transparencia sirve de prisma para el mundo y el no-mundo. Porque es imposible conocerse a sí mismo reflexivamente; únicamente la reflexión final de una necrología puede decir la verdad, y solamente Dios conoce nuestros verdaderos nombres. Siempre llegamos tarde con nuestras reflexiones, cuando el suceso ya ha pasado; o también puede que nos hallemos justo en el medio, donde vemos lo que sucede como a través de un espejo, es decir, confusamente.
¿Cómo podríamos conocernos a nosotros mismos por medio de nosotros mismos? Podemos conocernos a nosotros mismos a través de otro, pero no podemos conseguir solos ese objetivo. Este último proceder es el del héroe, que puede que fuera adecuado durante la fase heroica. Pero si algo hemos aprendido de los rituales de la nueva forma de vida, ese algo es precisamente que no podemos alcanzar esa meta por nosotros mismos. El opus del ama necesita de una conexión íntima, no ya para individualizarse sino también meramente para vivir. Por esta razón, necesitamos imprescindiblemente relaciones del tipo más profundo, a través de las cuales nos realicemos nosotros mismos, vínculos donde la autorrevelación sea posible, donde el interés por el alma y el amor por ella sean capitales y donde el eros pueda moverse libremente, ya sea en el análisis, en el matrimonio o en la familia, o entre amantes y amigos.

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