LA PERSONALIDAD MANA

La Personalidad Maná


La personalidad-Maná es una dominante del inconsciente colectivo, es el conocido arquetipo del hombre poderoso en forma de héroe, de cacique, de mago, de curandero y santo, dueño de hombres y espíritus, amigo de Dios.

He aquí una figura colectiva masculina, que surge del fondo oscuro y toma posesión de la personalidad consciente. Este peligro anímico es de sutil naturaleza; por medio de una inflación de la consciencia puede aniquilar todo lo que acaso se ganó mediante una conversación con el anima. Por lo tanto, prácticamente, no es de poca importancia saber que, en la jerarquía del inconsciente,
el anima no representa más que el grado ínfimo, que no es más que una de las figuras posibles, y que su vencimiento hace entrar en la constelación a otra figura colectiva, la cual ahora se hará cargo de su Maná. Porque, en realidad, es la figura del mago – la llamo así para abreviar - la que se apodera del maná, es decir, del valor autónomo del anima. Sólo si inconscientemente soy idéntico con esa figura, podré creer que soy yo mismo el poseedor del Maná del anima. Pero sintiéndome identificado lo creeré infaliblemente.

En las mujeres, la figura del mago tiene un equivalente no menos peligroso: es una figura de superioridad maternal, la gran madre, misericordiosa en grado sumo, que lo comprende y lo perdona todo, que siempre ha querido el bien, que siempre ha vivido para los demás y que nunca ha buscado su propia utilidad; la descubridora del gran amor, así como él es el que predica la verdad máxima y última. Y tal como el gran amor nunca se agradece ni se aprecia, así tampoco la gran sabiduría nunca se ve comprendida. Y los dos, mutuamente, son aún más difíciles de conciliar.

Aquí debe de haber un equívoco grave, pues se trata indudablemente de una inflación. El “yo” se ha apropiado de una cosa que no le pertenece. Pero ¿cómo se ha apropiado de este Maná?

Si fue realmente el “yo” quien venció al anima, el Maná le pertenece de derecho y entonces será acertada la deducción final de que uno ha adquirido importancia. Pero, entonces: ¿por qué esa importancia, es decir, el Maná, no obra sobre los demás? Porque esto sería un criterio esencial. Pero no obra, porque no es cierto que uno haya adquirido importancia; sólo ha experimentado una mezcla con un arquetipo, con otra figura inconsciente. Por lo tanto – hemos de deducirlo así - tampoco es cierto que el “yo” haya vencido al anima y, por ende, no ha conquistado el Maná. Solamente ha sobrevenido una nueva mezcla con una figura del mismo sexo, figura que corresponde a la imagen paterna y que tiene, si cabe, un poder mayor aún.

“Del poder que encadena a todos los seres se libra el hombre que se vence a sí mismo” , como dice el poeta. Así se convierte en superhombre, superior a todos los poderes; se convierte en semidiós, quizá en más todavía… “Yo y el Padre somos uno…”. Esta formidable afirmación, con toda su terrible ambigüedad, procede precisamente de este momento psicológico.

Frente a esto, nuestro mísero y limitado “yo”, si posee tan siquiera una chispa de conocimiento de sí mismo, sólo puede retirarse, abandonando presurosamente toda ilusión de poder e importancia. Ha sido un engaño: el “yo” no ha vencido al anima y, por lo tanto, no ha conquistado su Maná. El consciente no se ha hecho dueño del inconsciente, sino que el anima perdió su arrogancia imperialista en la misma medida en que el “yo” supo explicarse con el inconsciente. Pero esta explicación no fue una victoria del consciente sobre el inconsciente, sino el establecimiento de un equilibrio entre los dos mundos.

El “mago” pudo tomar posesión del “yo” porque éste estaba soñando con una victoria sobre el anima. Fue esto un abuso, y todo abuso del “yo” tiene por consecuencia un abuso del inconsciente: “Cambiando de figura, sigo ejerciendo mi furioso poder.”

Hasta hora sabemos solamente que el Maná no lo tienen ni el consciente ni el inconsciente; pues es seguro que si el “yo” no pretende el poder, no sobreviene el estado del poseído, es decir, que también el inconsciente habrá perdido su preponderancia. En este estado, pues, el Maná tiene que haber ido a parar a manos de un algo que sea consciente e inconsciente o que no sea ni lo uno ni lo otro.

Este algo es el buscado “punto central” de la personalidad, aquel indescriptible algo entre los contrastes, o el elemento unificador de éstos, o el resultado del conflicto, o el “rendimiento” de la tensión energética, la formación de la personalidad, un individualísimo paso hacia delante, hacia el próximo grado superior.

El punto de partida para nuestro problema es el estado que sobreviene cuando hayan pasado en medida suficiente al consciente los contenidos inconscientes que producen el fenómeno de anima y animus. Conviene representarse esto del modo siguiente: por lo pronto, los contenidos inconscientes son elementos de la atmósfera personal. Después se desarrollan fantasías del inconsciente personal, que contienen esencialmente un simbolismo colectivo. Ahora bien, estas fantasías no son libres ni irregulares, como acaso se podría creer ingenuamente, sino que se guían por determinadas normas inconscientes que convergen y se dirigen a un fin definido. Así es que estas posteriores series de fantasías se podrían describir mejor como procesos de iniciación, ya que estos nos ofrecen la analogía más próxima. Todos los grupos y tribus primitivos medianamente organizados tienen sus iniciaciones a menudo extraordinariamente desarrolladas, que desempeñan un papel de suma importancia en su vida social y religiosa. Mediante ellas los niños se convierten en hombres, las niñas en mujeres.

Las iniciaciones primitivas son evidentemente misterios de transformación de máxima importancia espiritual. Muchas veces, los iniciandos quedan sometidos a dolorosísimos métodos de tratamiento, y al mismo tiempo se les comunican los misterios, las leyes y la jerarquía de la tribu por un lado y, por otro, teorías cosmogónicas y míticas.

Las iniciaciones han sido conservadas por todos los pueblos civilizados. En Grecia, los antiquísimos misterios eleusinos parecen haberse conservado hasta el siglo VII de la Era Cristiana. Roma estaba materialmente inundada de religiones de misterios. Una de éstas es el Cristianismo que, incluso en su forma actual, conserva, aunque pálidas y degeneradas, las antiguas ceremonias de iniciación, como bautismo, confirmación y comunión. Por lo tanto, nadie puede negar la enorme importancia histórica de las iniciaciones.

La Edad Moderna no posee nada equiparable a la importancia histórica de las iniciaciones (compárense los testimonios de los antiguos, en cuanto a los misterios eleusinos). La masonería, la Iglesia gnóstica de Francia, los legendarios caballeros de Rosa Cruz, la teosofía, etc., sólo son productos mezquinos de substitución de un algo que, en la lista histórica de las pérdidas, debería remarcarse con letra roja.

Es un hecho concreto que, en los contenidos inconscientes, todo el simbolismo de la iniciación se presenta con una claridad que no deja lugar a dudas. La objeción de que esto no es más que una antigua superstición y que carece de todo valor científico, es tan inteligente como si alguien, ante una epidemia de cólera, observara que ésta no es más que una enfermedad infecciosa y, además, antihigiénica. No me cansaré de repetir que aquí no se trata de la cuestión de si los símbolos de iniciación son o no verdades objetivas, sino que sólo se trata de saber si estos contenidos inconscientes son o no equivalentes a las prácticas de iniciación y si tienen o no una influencia sobre la psique humana. Tampoco nos importa la cuestión de si son o no deseables. Basta saber que existen y que ejercen un efecto.

La próxima meta del enfrentamiento con el inconsciente es la consecución de un estado en el que los contenidos inconscientes ya no se queden en el inconsciente ni se expresen indirectamente como fenómenos del anima o del animus, sino un estado en que anima o animus se convierten en función de relación con el inconsciente. Mientras no lo sean, serían complejos autónomos, es decir, factores de trastornos que se burlan del control de la consciencia, portándose así como verdaderos obstáculos. Puesto que esto es un hecho tan generalmente conocido, mi expresión de “complejo” en este sentido ha tomado carta de naturaleza en el lenguaje general.

Cuantos más “complejos” tenga uno, tanto más poseído estará; y si intentamos hacernos una idea de aquella personalidad que se expresa por los complejos, tal vez llegaremos a la conclusión de que tiene que ser una mujer histérica: por eso decimos anima. Pero si uno convierte en conscientes sus contenidos inconscientes, primero como contenidos de hechos de su subconsciente personal, luego como fantasías del inconsciente colectivo, llegará entonces a las raíces de sus complejos y así conseguirá acabar con su estado de poseído. A la vez cesa el fenómeno del anima.

Pero aquel algo todopoderoso que produjo el estado de poseído (aquello de que no puedo desprenderme, tiene que ser de algún modo superior a mí) debería lógicamente desaparecer junto con el anima. Y así habría de quedar el individuo “libre de complejos”, es decir, psicológicamente limpio. Ya no debería suceder nada que no fuese permitido por el “yo”, y si el “yo” quisiera algo, nada habría de tener la suficiente fuerza para interponerse como obstáculo. Con ello se aseguraría para el “yo” una posición inexpugnable: la decisión de un superhombre o la superioridad de un sabio perfecto. Ambas figuras son imágenes ideales, un Napoleón por una parte, un Lao-Tsé por otra. Ambas figuras corresponden al concepto de lo “extraordinariamente eficaz”, expresión explicativa que Lehmann usa como substituto de Maná. Corresponde a una dominante del inconsciente, a un arquetipo que se ha formado en la psique humana desde tiempos inmemoriales, mediante la experiencia correspondiente.

El primitivo no analiza y no se da cuenta de por qué otro le es superior. Si es más listo y más fuerte que él, entonces tiene Maná, es decir, tiene una energía más fuerte; esta energía podrá volver a perderla, quizá porque alguien haya pasado por encima de él, mientras estaba durmiendo, o porque alguien haya pisado su sombra.

La personalidad-Maná se desarrolla históricamente para la figura de héroe y para el hombre-dios , cuya figura terrenal es el sacerdote. Los analíticos podrán decirnos hasta qué punto el médico es Maná. Ahora bien, en tanto que el “yo” se apropia aparentemente el poder pertinente al anima, el “yo” se convierte directamente en personalidad-Maná. Este proceso es un fenómeno casi regular y corriente. Todavía no he visto ni un solo proceso de semejante desarrollo más o menos avanzado, en el que no hubiese tenido lugar siquiera pasajeramente una identificación con el arquetipo de la personalidad-Maná. Y es lo más natural del mundo que así suceda, pues no sólo uno mismo lo espera, sino que todos los demás lo esperan también. Difícilmente se puede impedir el admirarse un poco a sí mismo, por saber mucho más que otros; y los demás experimentan tal necesidad de hallar en alguna parte un héroe palpable o un sabio superior, un Führer (jefe) y padre, una autoridad indiscutible, y con la mayor solicitud edifican templos y encienden incienso aún a los dioses en miniatura. Esto no sólo es la lamentable estulticia de los hombres-papagayos sin juicio, sino que se trata de una ley psicológica natural, según la cual siempre ha de volver a suceder lo que ya antes sucedió. Y esto siempre volverá a ser así, mientras la consciencia no interrumpa la ingenuidad de concretizar a las protoimágenes.

No sé si es deseable que la consciencia altere las leyes eternas; sólo sé que a veces las altera y que esta medida es para ciertos hombres una necesidad vital, aunque a menudo esto no les impide sentarse ellos mismos en el trono del padre, para volver a confirmar la vieja regla de antes. ¡ En fin ! No se ve la forma como se podría escapar del poder superior de las protoimágenes.

Tampoco creo de ningún modo que sea posible escapar de este poder superior. Sólo se puede variar la orientación para con él, evitando así el riesgo de ir a parar ingenuamente a un arquetipo y verse luego obligado a desempeñar un papel a expensas de su humanidad. El estar poseído por un arquetipo le convierte al hombre en una figura meramente colectiva; le convierte en una especie de máscara, detrás de la cual lo humano, lejos de poder desarrollarse en modo alguno, ha de atrofiarse progresivamente. Por lo tanto, conviene no perder de vista el peligro de incurrir en la “dominante” de la personalidad-Maná. Porque este peligro no sólo consiste en que uno mismo se convierta en máscara paterna, sino también en que quede entregado a dicha máscara si la lleva otro. En este sentido, maestro y alumno son idénticos.

La disolución del anima significa haberse apropiado una comprensión referente a los poderes impulsores del inconsciente; pero no significa haberlos privado de su eficacia. Pueden, pues, acometernos de nuevo y a toda hora, en forma distinta. Y así lo harán sin duda, si nuestra orientación consciente tiene una laguna. Un poder está contra otro. Si el “yo” pretende usurpar el poder del inconsciente, éste reacciona con un ataque sutil, en este caso con la dominante de la personalidad-Maná, cuyo enorme prestigio subyuga al “yo”. Contra esto, sólo cabe defenderse confesando sin reservas la propia debilidad frente a los poderes del inconsciente. Así nos habremos abstenido de oponer un poder al inconsciente, de modo que no lo habremos provocado.

Sólo es “personal” nuestra consciencia. Por lo tanto, si he dicho “provocar”, con ello no pretendo decir que el inconsciente haya sido en cierto modo insultado y que, igual que los dioses antiguos, se vengue del hombre, por celos o por espíritu vindicativo.

Por cierto que mi comparación resulta excesivamente suave si se tienen en cuenta los efectos morales de un inconsciente trastornado, efectos desoladores y de gran alcance. Teniéndolos en cuenta, es preferible hablar de una venganza de dioses ofendidos.

Distinguir entre el “yo” y el arquetipo de la personalidad-Maná nos obliga a hacer conscientes – exactamente como en el caso del anima - aquellos contenidos inconscientes que son específicos de la personalidad-Maná. Históricamente, dicha personalidad se halla siempre en posesión del nombre secreto o del saber especial o de la prerrogativa de una actuación especial, en una palabra: se halla en la distinción individual. La conscienciación de los contenidos que edifican el contenido de la personalidad-Maná significa para el hombre librarse del padre por segunda vez y ya definitivamente; para la mujer supone, del mismo modo, librarse de la madre. Con ello se siente por primera vez la propia individualidad. Esta parte del proceso corresponde a su vez exactamente a la intención de las iniciaciones “concretizadoras”, desde las primitivas hasta el bautismo, o sea, separación de los padres “carnales” y el renacimiento, una vuelta al estado de la inmortalidad y de la infancia espiritual, conforme lo expresaban ciertas antiguas religiones de misterios, con inclusión del cristianismo.

Existe la posibilidad de que alguno no se identifique con la personalidad-Maná y que, en cambio, la “concretice” como un padre extramundano, como un “Padre en los Cielos”, con el atributo del absolutismo (que muchos parece lo sobrevaloran). Con esto se concedería al inconsciente una preponderancia igualmente absoluta (si es que lo logra el esfuerzo de la fe), y todo el valor quedaría desviado hacia el inconsciente. Consecuencia lógica de ello será que aquí ya no quede más que un mísero fragmento del hombre, inferior, incapaz y cargado de pecados. Ya se sabe que esta solución se ha convertido en histórica concepción del mundo.

Así es que, por razones psicológicas, yo recomendaría no construir dios alguno con el arquetipo de la personalidad-Maná; es decir, recomendaría no “concretizar” el arquetipo, pues así podría evitarse la proyección de los valores positivos y negativos en dios y diablo, y en cambio se conservaría la dignidad humana y el propio peso específico que tanta falta nos hace, para no llegar a ser mero juguete sin resistencia en manos de los poderes inconscientes. No porque se tenga trato con la realidad visible habrá de cometerse la sandez de creer ser el dueño del mundo. Naturalmente, hay que guiarse aquí por el principio de non résistance frente a todos los factores superiores, hasta cierto límite máximo individual. Más allá, incluso el ciudadano más pacífico se convierte en revolucionario sangriento.

La personalidad-Maná es, por un lado, superior en el saber y, por el otro, superior en la voluntad. Haciendo conscientes los contenidos básicos de esta personalidad, nos hallaremos en una situación en la que nos habremos de acostumbrar al hecho de haber aprendido más que otros y de tener también una volición mayor que la de otros.

Y, sin embargo, Cristo y, después de él, San Pablo, lucharon precisamente con estos problemas, lo que puede comprobarse todavía por múltiples vestigios. El maestro Eckhart, Goethe en su Fausto y Nietzsche en el Zarathustra, volvieron a plantear y trataron de resolver este problema. Tanto Goethe como Nietzsche hacen el ensayo con la idea dominadora; el primero recurriendo al mago y al hombre volitivo sin escrúpulos, que pacta con el diablo; el segundo con el hombre-dueño y sabio superior, sin diablo y sin dios. En Nietzsche, el hombre está solo, como lo estaba él mismo, neurótico, subvencionado financieramente, sin dios y sin mundo.

Sin embargo, esta no es la mejor posibilidad para el hombre real que cuente con familia y necesidades a las que tiene que subvenir. Nada puede demostrarnos la inexistencia de la realidad del mundo; no existe un camino milagroso que la esquive. Y tampoco nada puede demostrarnos la inexistencia de los efectos del inconsciente. ¿O es que el filósofo neurótico nos va a demostrar que no tiene neurosis? Ni siquiera se lo podrá demostrar a sí mismo. Por lo tanto, seguramente estamos con nuestra alma entre importantes efectos internos y externos y de algún modo habremos de cumplir con los dos. Con todo, esto sólo lo lograremos en la medida de nuestras facultades individuales. Así es que hemos de acordarnos de nosotros mismos, no pensando en “lo que se debería hacer”, sino en lo que se puede y en lo que se tiene que hacer.

De este modo, la disolución de la personalidad-Maná mediante la consciencia de sus contenidos nos vuelve a conducir de forma natural hacia nosotros mismos, que somos un algo existente y vivo, cogido entre las imágenes de dos mundos y sus energías, sólo vagamente sospechadas, pero bastante más claramente sentidas. Este “algo” nos resulta extraño y, sin embargo, tan cercano; somos nosotros mismos y, no obstante, no lo podemos reconocer. Este “algo” es un punto central virtual de una constitución tan misteriosa que lo podrá exigir todo: parentesco con animales y con dioses, con cristales y con astros, sin que ello nos produzca admiración alguna, sin que tan siquiera lo desaprobemos. Y este algo exige realmente todo esto, mientras que nosotros no tenemos a mano nada que podamos oponer justamente a esta pretensión; y es incluso saludable prestar oído a esa voz.

El Sí-Mismo (Self).

Este punto central lo he llamado el Sí-Mismo. Intelectualmente, el Sí-Mismo no es más que un concepto psicológico; es una construcción destinada a expresar una esencia no recognoscible, a la que nosotros no logramos comprender como tal, pues sale de los límites de nuestra capacidad comprensiva, conforme ya se desprende de su definición. Igualmente se le podría llamar “el Dios en nosotros”.

De un modo inextricable, toda nuestra vida anímica parece emanar de este punto y todos nuestros objetivos últimos y supremos parecen apuntar hacia él. Es inevitable esta paradoja, conforme siempre sucede siempre cuando intentamos caracterizar una cosa situada más allá de la capacidad de nuestra razón.

Confío en que el lector atento habrá comprendido suficientemente que entre el Sí-Mismo y el “yo” existe la misma relación que entre el Sol y la Tierra. No es posible confundir a los dos. Tampoco se trata de una divinización del hombre ni de un menosprecio de Dios. Lo que se halla colocado más allá de nuestra razón humana, de todos modos ha de ser inaccesible a ésta. Por lo tanto, si utilizamos el concepto de un Dios, con ello formulamos sencillamente un determinado hecho psicológico, o sea, la independencia y el poder superior de ciertos contenidos psíquicos, que se expresa por su facultad para obstruir la voluntad, para obsesionar la consciencia y para influir sobre disposiciones de ánimo y sobre actos. Habrá quien se indigne porque un estado de ánimo inexplicable, un trastorno nervioso, incluso un vicio no dominado, haya de ser en cierto modo una manifestación de Dios. Pero precisamente para la experiencia religiosa sería una pérdida irreparable que semejantes cosas, quizá también malas, quedasen artificialmente separadas del caudal de los contenidos psíquicos autónomos. Sería un eufemismo si se tratasen tales cosas con una explicación baladí de “nada más que…”. Con eso sólo quedarían reprimidas y así, generalmente, no se obtiene más que una seudo-ventaja, sólo una ilusión un poco variada. Con eso no se enriquece la personalidad, sino que se empobrece y se enajena.

Lo que a la moderna experiencia y comprensión le parezca malo o por lo menos desprovisto de sentido y de valor, a una gradación superior de experiencia y comprensión le puede parecer fuente de lo mejor, en lo cual, desde luego, todo depende del uso que uno haga de sus siete diablos. Si declaramos que la personalidad está desprovista de sentido, la privamos de la sombra que le corresponde, y con ello la personalidad pierde su figura. La “figura viva” necesita profundas sombras para presentarse en forma plástica. Sin ella quedará reducida a la ilusión de un solo plano o a… un niño más o menos bien educado.

Con esto me refiero a un problema que es mucho más importante de lo que pueda parecer por las pocas y sencillas palabras que lo expresan: La Humanidad, en lo principal, se halla psicológicamente todavía en estado infantil, estadio que no se puede saltar. La gran mayoría de los hombres necesitan la autoridad, la dirección, la ley. No hay que descuidar este hecho. El vencimiento paulatino de la ley sólo le corresponde a quien sepa poner el alma en el lugar de la conciencia moral. Son muy pocos los que están capacitados para ello. (“Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.”) Y estos pocos tampoco tomarán este camino a no ser por una necesidad interna, para no decir por la fuerza, pues este camino es estrecho como el filo de una navaja.

La concepción de Dios como contenido psíquico autónomo hace de Dios un problema moral y esto…., sinceramente, resulta muy desagradable. Sin embargo, si no existe este problema, Dios tampoco resulta real, pues entonces no interviene en nuestra vida en parte alguna. Entonces será un fantasma conceptual histórico o un sentimentalismo filosófico.

Si prescindimos completamente de la idea de lo “divino”, hablando exclusivamente de contenidos autónomos, habremos conservado la corrección intelectual y empírica, pero también escamotearemos así una nota que no ha de faltar psicológicamente. Porque si utilizamos la idea de lo “divino”, con ello expresamos acertadamente la singular manera que tenemos de vivir los efectos de los contenidos autónomos. Podríamos servirnos también del calificativo “demoníaco”, siempre que con ello no diéramos a entender que en algún rincón nos hayamos reservado otro dios “concretizado” que corresponde íntegramente a nuestros deseos e ideas. El caso es que nuestras mañas de prestidigitador intelectual no nos sirven para convertir en realidad un ser como nosotros lo apetezcamos, como tampoco el mundo se amolda a nuestras esperanzas. Así es que si les damos a los efectos de los contenidos autónomos el atributo de “divinos”, con esto reconocemos su relativo poder superior. Y es este poder superior el que en todas las edades ha obligado al hombre a imaginar lo más inimaginable y a imponerse incluso los mayores sufrimientos para corresponder a esos efectos. Este poder es tan real como el hambre y la angustia de la muerte.

Se podría caracterizar el Sí-Mismo como una especie de compensación por el conflicto entre lo interno y lo externo. Comparación bien aceptable por cierto, ya que el Sí-Mismo tiene el carácter de algo que es resultado o fin alcanzado, algo que se ha conseguido muy lentamente y que se hizo factible de experimentar mediante muchos esfuerzos y fatigas. Así, el Sí-Mismo es también el fin de la vida, pues es la más completa expresión de esa combinación del destino, que se llama individuo, y no lo es sólo del individuo aislado, sino de todo un grupo en que uno completa al otro hasta obtener la imagen acabada.

El fin de la individuación se alcanza con la sensación del Sí-Mismo como de una cosa irracional, de existencia indefinible, para la cual el “yo” no constituye ni antípoda ni súbdito, siendo sólo una especie de adminículo que en cierto modo da vueltas alrededor de ella como la Tierra alrededor del Sol. He dicho que se trata de una “sensación”, para caracterizar así el modo de percepción de la relación entre el “yo” y el Sí-Mismo.

En esta relación no hay nada que se pueda reconocer positivamente, pues nada podemos decir sobre los contenidos del “Sí-mismo”. El “yo” es el único contenido del Sí-Mismo que conocemos. El “yo” individuado se siente como objeto de un sujeto desconocido y super-ordenado.

Creo que la comprobación psicológica llega con esto a su fin extremo, pues la idea de un Sí-Mismo ya es en sí un postulado trascendente que, si bien puede justificarse psicológicamente, no se puede demostrar de un modo científico.

El paso hasta más allá de la ciencia es una exigencia incondicional del desarrollo psicológico aquí escrito, porque sin este postulado yo no sabría explicar suficientemente los procesos psíquicos que tienen lugar en forma empírica. El Sí-Mismo pretende, pues, cuando menos, el valor de una hipótesis parecida a la de la estructura de los átomos. Y si incluso aquí nos hallamos dentro de una imagen, ese Sí-Mismo es, en cambio, una cosa formidablemente viva, cuya interpretación no puedo lograr con mis posibilidades. No dudo de que sea una imagen, pero es una imagen en la que nosotros mismos estamos contenidos.
C. G. Jung



Extractado por Farid Azael de
J. G. Jung.- El Yo y el Inconsciente.-
Editorial Luís Miracle S. A.- Barcelona

Comentarios