ENFERMEDAD DEL ALMA, MEDICINA DEL ALMA.

ENFERMEDAD DEL ALMA, MEDICINA DEL ALMA.
(DE ARISTÓTELES AL CRISTIANISMO)

por
Juan Ramón Zaragoza
Catedrático de la Universidad de Sevilla.

Desde el inicio de la medicina científica clásica, en la Grecia del siglo V a. C., puede ya observarse una clara distinción entre las enfermedades del cuerpo y las de la mente, cualquiera que sea el mecanismo que se adopte para explicar su génesis y desarrollo. La «enfermedad mental» será, progresivamente, el objeto de la psiquiatría, que en la Grecia clásica trataba, fundamentalmente, psicóticos y dementes.

La enfermedad mental fue pues, desde su principio, estudiada y tratada por médicos, descrita en tratados de medicina y, a lo largo de la historia y con las limitaciones propias de cada época, dotada de los centros e instituciones adecuados.

Sin embargo el concepto de «enfermedad del alma» tuvo un origen y desarrollo histórico bien distinto. Se trata de un concepto que, aunque con precedentes en la filosofía griega clásica, fue formulado explícitamente por los estoicos que, al centrar su reflexión filosófica en la norma ética de la conducta humana, se plantearon cómo era posible que, si la razón establecía claramente la norma de conducta a seguir, existiera, a pesar de ello, quienes desarrollaran una conducta anómala, atípica, calificando como tal la que no se ajusta a la racionalidad.

Desde su punto de vista tales conductas anormales sólo se podían explicar admitiendo la aparición en el alma de quien las mostraba de una anomalía, momentánea o permanente, que denominaron «enfermedad del alma».

Pero este concepto de «enfermedad del alma» no es, como pudiera interpretarse de principio, una metáfora o comparación entre las afecciones del alma y las del cuerpo. Se trata de establecer una auténtica analogía, considerando, por tanto, que la «enfermedad del alma» es algo real, con existencia propia, es decir, una auténtica enfermedad, en el sentido de que el alma se altera –enferma del mismo modo que lo hace el cuerpo en la enfermedad somática.

De este modo, los estoicos se preocupan de exponer los mecanismos etiológicos y patogénicos por los que estas alteraciones o enfermedades del alma se producen y perduran, así como las bases racionales de lo que puede ser su terapéutica. Los medios de tratamiento de la «enfermedad del alma» constituirán la «medicina del alma».

A partir del planteamiento de la «enfermedad del alma» por los estoicos, y en especial tras la extraordinaria formulación realizada por Séneca, este concepto será acogido y transformado por el cristianismo, pasando, con él, a la cultura occidental. De este modo será asumido por literatos, filósofos y psicólogos, mientras que, curiosamente, la medicina científica, más atenta a la exclusividad del cuerpo, dejará de lado su estudio hasta, por lo menos, el siglo XVIII.

Sólo entonces algunos médicos plantearán rigurosamente el estudio de las enfermedades del alma y su terapéutica. Así lo hará Tissot, autor que analiza detenidamente lo que se denominará de modo habitual el efecto de las pasiones sobre la salud y la enfermedad.

A partir de este momento, y especialmente durante el siglo XIX, muchos otros médicos se interesarán por el papel de las pasiones en patología. Por una parte los clínicos, atendiendo a sus efectos específicos, y por otra los higienistas, buscando los medios de conseguir una vida más sana, incluirán en monografías o en tratados, estudios más o menos extensos sobre la clásicamente denominada «enfermedad del alma» y ahora «influjo de las pasiones» sobre la vida humana.

El avance de la fisiología durante el siglo XIX y el actual aportó las bases biológicas de los mecanismos por los que ciertos estados anímicos pueden influir sobre el organismo. Tanto los enfoques fisiológicos como psicológicos del problema nos han proporcionado diversas formulaciones de la relación mente cuerpo que han propiciado la aparición de disciplinas como la medicina psicosomática o las técnicas de relajación.

Pero han sido también todas estas investigaciones las que nos han permitido comprender que los mecanismos de interacción entre las emociones y el organismo son susceptibles de técnicas de control de fácil aplicación. De este modo, la apertura de la medicina occidental a las técnicas de control emocional ha dado como consecuencia que dispongamos de métodos muy diversos farmacológicos, físicos, mentales para mantener nuestro equilibrio emocional, evitando el descontrol emotivo momentáneo o persistente que pudiera ser causa de enfermedad.

Vamos a examinar aquí el inicio del proceso de cómo un concepto puramente teórico o filosófico finalizó por constituir, en el mundo actual, una técnica de tratamiento, prevención y sobre todo de bienestar físico, mental y emocional, brindándonos así una aportación, sin duda modificada y actualizada, pero en esencia fiel al propósito de quienes primero la formularon, para conseguir una auténtica «medicina del alma».

La enfermedad del alma en la obra de Platón

No dejan de haber precedentes interesantes en filósofos anteriores a Platón, del influjo de las pasiones en la conducta humana. Así, Demócrito indica que «la medicina cura los males del cuerpo, la filosofía libra al alma de pasiones» (l); esta similitud entre la medicina y la moral como sanadoras, respectivas, de los males del cuerpo y los del alma, no dejará de aparecer en multitud de filósofos posteriores.

Sin embargo, es la obra de Platón la que nos va a ofrecer una primera sistematización de dos conceptos distintos, pero relacionados: su concepto del alma y de su salud, y su inicio de la psicoterapia verbal, precisamente para el tratamiento de las enfermedades del alma.

Aportando sólo algunos de los conceptos de Platón de más importancia para su concepción antropológica, recordemos que, para él, el mundo, el universo entero, es un auténtico ser vivo, con cuerpo y alma En este mundo está inmerso el hombre, que forma parte de él, pero no de un modo aislado, sino, al contrario, correlacionado, integrante. Esto indica, para la medicina, que hay una relación entre el hombre y el cosmos, (de aquí derivarán los conceptos, tanto tiempo vigentes, del macrocosmos y del microscosmos); y también que existe una relación entre el todo y cada una de sus partes, y entre las partes y el todo, no pudiendo el médico limitarse a una acción puramente localista, sino precisando un enfoque terapéutico global.

Por otra parte, el problema de la relación cuerpo alma tiene en Platón formulaciones diferentes a lo largo de su obra Mientras que en unas se afirma la separación total alma cuerpo, e incluso la impasibilidad de aquélla frente a los males de éste, como correspondiente a lo que permanece, siquiera parcialmente, al mundo inmutable de las ideas, en otros textos se afirma la relación entre afectos del alma y afecciones del cuerpo, como, por ejemplo, en el conocido texto de las Leyes (2), en que afirma que las embarazadas deben abstenerse de problemas emocionales que puedan perjudicar su embarazo.

Si buscamos cuál es la idea platónica de la salud anímica, veremos que, a semejanza del ideal médico de salud, que tanto influye en los filósofos, y que es «la buena mezcla» o «el correcto equilibrio» de los cuatro humores que componen el organismo (sangre, pituita, bilis amarilla y bilis negra), Platón admite que, en el alma, la salud consiste igualmente en el buen orden, el buen equilibrio de sus creencias, saberes, sentimientos e impulsos; en suma, el equilibrio psíquico y moral, que se denominará sofrosine. Este orden equilibrado supone la correcta ordenación y el dominio de los placeres y de los apetitos, ya que lo que es mejor, por naturaleza (la parte espiritual) debe prevalecer sobre lo que por naturaleza es inferior (la parte carnal o sensual).

Esta concepción nos lleva de la mano a la postura platónica ante los desórdenes de este equilibrio. El alma, para Platón, presenta dos aspectos principales: la de predominio racional o, lógico, y la básicamente irracional o creencial. Según indica en el Fedro, el control de la parte racional o lógica se podrá realizar mediante la dialéctica; el de la irracional o creencial, mediante la persuasión. Con ello se corregirán sus desviaciones y se volverá al auténtico estado de salud anímica.

Esta serie de razonamientos llevan al planteamiento original de Platón, de una de las más originales aportaciones de la filosofía griega a la medicina, que Laín Entralgo, su descubridor y expositor, ha denominado «la racionalizacíón del ensalmo» y que constituye, sin ninguna duda, un precedente de la moderna psicoterapia que, desafortunadamente, no tuvo continuidad ni en el mundo clásico ni en la medicina posterior (3).

El ensalmo, las formulaciones verbales empleadas en medicina, habían tenido siempre desde su procedencia oriental un significado mágico. El ensalmador creía tener el conocimiento real del nombre de las cosas, y utilizándolo, podía dominarlas Esto hace que se guarde tan celosamente el nombre propio, el ajeno y hasta el de la divinidad. En cambio, a partir de Platón, el ensalmo cambia completamente de sentido porque es un medio de seducir el ánimo, de modificar el alma del oyente, de modo que su «desequilibrio», su «desorden» se serene, se armonice y, en una palabra, el alma alterada (aún no se utiliza habitualmente el término «enfermedad del alma») vuelva a la normalidad.

En su diálogo Carmides expone Platón muy adecuadamente este método de curar con «bellos discursos» (térpnos lógos) que atribuye al médico Zalmoxis. En efecto, al referirse a cómo Sócrates, a la vuelta de la batalla de Potidea trata al joven Carmides, que presenta una fuerte cefalea, expone:

«He aprendido esto, dice Sócrates, allá abajo, en el ejército, de un médico tracio, un discípulo de Zalmoxis cuya ciencia se dice incluso ser capaz de hacer inmortales a las personas. Este médico de la Tracia decía que los de Grecia tenían razón al profesar la doctrina que acabo de reseñar, pero, añadía él, Zalmoxis nuestro rey, que es un dios, afirma que si no hay que intentar curar los ojos sin la cabeza, ni la cabeza sin los ojos, mucho menos hay que tratar la cabeza sin el alma, y que si a los médicos griegos se les resisten la mayor parte de las enfermedades es porque desconocen el todo del que deberían ocuparse; porque cuando el todo está en mal estado es imposible que la parte esté bien. Y en efecto, decía él, es del alma de donde vienen para el cuerpo y para el hombre entero todos los males y todos los bienes; derivan de ella como derivan de la cabeza a los ojos; es, pues, el alma lo que hay que curar primero y ante todo si se quiere que la cabeza y todo el cuerpo estén en buen estado. Ahora bien, el alma se cura con los hechizos» (4).

En cuanto a la esencia de estos hechizos, que surgen en este texto como método fundamental de curación, Platón los define, en párrafos anteriores al citado, como «las bellas palabras... que engendran la sabiduría en las almas y, una vez que ésta (la sabiduría) se ha formado y está presente, resulta fácil procurar la salud a la cabeza y al resto del cuerpo» (5).

Este primer intento de psicoterapia fracasó como técnica médica; los médicos tomaron una actitud más somaticista, que influyó en toda la medicina occidental hasta prácticamente nuestro siglo en cuanto a la constitución de una auténtica psicoterapia médica se refiere. Sin embargo, si consideramos que los «bellos discursos» van a asimilarse por los filósofos, tanto al cultivo de la sabiduría, como al consuelo de la amistad (sea espontánea o tecnificada), podemos decir que el precedente platónico de la racionalización del ensalmo no se frustró, al menos en sus consecuencias filosóficas, pues va a constituir uno de los métodos más adecuados para el tratamiento de la enfermedad del alma.

La enfermedad del alma en la obra de Aristóteles

No podemos ni siquiera intentar resumir la enorme riqueza del pensamiento aristotélico, aun concretados en aquellos temas de interés médico. No obstante, hay que plantear, para nuestro propósito, en algunos párrafos, el fundamento de la ética aristotélica, para luego relacionarla con el pensamiento estoico y su concepto de la enfermedad y medicina del alma.

Hijo del médico Nicómaco de Estagira, Aristóteles fue durante toda su vida muy sensible a los planteamientos médicos sobre la naturaleza humana. Para él la posterior dualidad alma cuerpo se va a plantear concibiendo ambos como dos aspectos del mismo ser, en íntima y profunda interrelación. El alma tendrá, a su vez, un aspecto irracional y otro racional, cada uno de ellos con características propias y definidas.

Al considerar el fin del comportamiento humano, Aristóteles lo define como la búsqueda de la felicidad. Todo ser tiende a ella, a conseguir lo que le parece que le proporciona felicidad. Las dificultades vienen cuando se trata de generalizar lo que es la felicidad para todos los seres, ya que si se quiere que la ética sea una ciencia debe tener objetivos generalizados, por encima de lo que pudiera ser el fin propio de la actividad de cada persona concreta.

Por eso Aristóteles plantea que la felicidad humana debe consistir en actuar de acuerdo con la propia naturaleza, cumplir lo que la propia naturaleza del hombre le exige de modo propio y diferencial respecto a los demás seres existentes en el mundo (6).

Y, ¿qué es lo propio de la naturaleza humana que nos diferencia de los demás? Sin duda, dice Aristóteles, la razón. Es lo propio, lo exclusivo y a la vez lo distintivo del hombre respecto de los demás animales.

Por ello, el comportamiento humano debe conformarse a la razón, al logos. Y a esto, además, es a lo que tiende nuestra naturaleza por sus cualidades propias. Por eso, la satisfacción de esta necesidad le proporcionará la felicidad.

Según Aristóteles, pues, la felicidad humana sólo se consigue por la actividad intelectual, o, dicho en otras palabras, llevando una vida de acuerdo con la recta razón.

Esta explicación general es, por otra parte, susceptible de cier¬tas concreciones. Dada la dualidad de nuestra alma, que muestra un aspecto racional y otro irracional, se precisa, para la consecu¬ción de un comportamiento ético correcto, de la posesión de cier¬tas virtudes (atendiendo al significado etimológico de virtud, en griego, como dínamis, fuerza) tanto para el alma irracional (vir¬tudes morales) como para el alma racional (virtudes intelectuales).

Ahora bien, ¿dónde se sitúa correctamente esta virtud? ¿Cuál es el grado de control de la virtud sobre el alma, racional o irra¬cional, para lograr un correcto comportamiento ético?

Aristóteles, siguiendo la doctrina clásica, tan patente por otra parte en medicina, del equilibrio entre las antinomias, establecerá claramente que la virtud es un equilibrio entre tendencias extre¬mas, o, como se define habitualmente, que «en el camino medio está la virtud». Así, en una línea de comportamiento frente al pe¬ligro, pero en extremos opuestos, se sitúan por una parte la cobar¬día, por otra la temeridad. La virtud estará, precisamente, en el punto medio de ambos extremos: en la prudencia. Y precisamente las virtudes morales que se destacarán claramente serán las trans¬mitidas a lo largo de una tradición de influjo aristotélico: pruden¬cia, justicia, fortaleza, templanza.

De este modo, con la ayuda de las virtudes, el hombre podrá llevar una vida caracterizada por el cumplimiento de lo pedido por la recta razón, podrá seguir una vida ética y alcanzará, así, por el desarrollo de lo que es su fin más propio la adecuación de su conducta al logos, a lo más específico humano su auténtica felicidad.

Queda, sin embargo, por plantear cómo, a pesar de que todos los hombres poseamos la misma naturaleza, hay, sin embargo, per¬sonas que no tienen un comportamiento ético y se apartan clara¬mente de las normas de conducta específicamente humanas. Aun¬que ya Aristóteles apunta la solución, nos interesa destacarla en el contexto de la filosofía estoica, que dará nacimiento, de modo ex¬plícito, al planteamiento de la «enfermedad del alma».

El concepto de «enfermedad del alma» en la filosofía estoica

Hacia el siglo III a. C. se sitúa el inicio de una doctrina filosó¬fica caracterizada por su centramiento en la resolución de los pro¬blemas éticos más que en la indagación de la naturaleza o del ser. Como ocurre en épocas de crisis, el hombre busca una guía, una doctrina que le indique cuál debe ser su comportamiento, más que una filosofía sobre la naturaleza (7).

Como fundador de dicha escuela se considera a Zenón de Citio, que dividió la filosofía en tres grandes ramas, la lógica, la física y la ética, y dedicó especial atención a esta última. Las lec¬ciones se daban junto a un pórtico pintado (stoa poikile), de donde se le dio el conocido nombre a esta escuela.

Históricamente se consideran tres períodos en el estoicismo: la stoa primera, en Grecia, con las figuras de Zenón de Citio, Cleantes de Assos y Crisipo de Solos. La stoa media, determinada por el traslado de Panecio y Posidón, sus principales figuras, a Roma, donde establecieron su magisterio, contándose entre sus se¬guidores filosóficos, total o parcialmente influenciados, a Hecaton y, sobre todo, a Cicerón. Se cita finalmente la stoa tardía, entre los siglos I y II d. C., cuyas figuras más importantes son Séneca, Epic¬teto y Marco Aurelio.

A lo largo de estos cinco siglos se desarrolla una rica doctrina que centra su atención en el hombre para indicarle cómo ha de obrar, es decir, intentando proporcionar una guía filosófica para la conducta humana.

Vamos a examinar primero cuál debe ser la conducta correcta, acorde a la naturaleza, para luego tratar de las desviaciones a esta conducta (la enfermedad del alma) y su posible tratamiento (me¬dicina del alma). Lo estudiaremos primero de modo general entre los estoicos, y luego según la formulación más clara y sistemática, la establecida por Séneca que, por otra parte, supo dar en su vida testimonio cumplido del filósofo que sigue hasta el fin sus presu¬puestos doctrinales.

La conducta humana correcta

Los estoicos admiten, en principio, los principios aristotélicos sobre cuál debe ser la correcta conducta humana. El hombre debe actuar según su naturaleza; si lo propio y distintivo de la natura¬leza humana es ser racional, el hombre debe obrar según indica la recta razón. El propio Zenón lo expresará de modo contundente: «el soberano bien es vivir conforme a la razón» (homologoumenos zen) (8).

Esta formulación corresponde, por otra parte, a un concepto de la naturaleza humana que se considera inmersa en la naturaleza universal, incluyendo en ella a la propia divinidad. Por eso, vivir conforme a la naturaleza es adoptar el propio papel dentro del or¬den cósmico, asegurando la armonía de la naturaleza. La razón humana es parte de la razón divina o universal, y de esta forma, el comportamiento conforme a la razón no sólo es una cuestión puramente personal, sino que participa en el correcto funciona¬miento de la naturaleza entera.

Marco Aurelio da una formulación más completa al aspecto an¬tropológico de la ética estoica (9). Para él, el hombre consta de cuerpo, alma y razón. Propio del cuerpo son las sensaciones, por las que las impresiones de los objetos externos llegarán al alma y a la razón; del alma brotan los impulsos, y de la razón, los prin¬cipios.

La razón da la norma de la conducta; en el comportamiento ético debe mantenerse la primacía de la razón. Existe sólo una norma de conducta: llevar un comportamiento de acuerdo con la razón, un comportamiento razonable. Y este comportamiento se caracteriza por la primacía de la virtud, en el mismo sentido aristotélico de fuerza que nos impele a actuar correctamente. La vir¬tud, entendida en sentido genérico, nos impulsa a llevar esta vida ética que se caracteriza, sobre todo, por la phrónesis, la sabiduría práctica, lo que llamaríamos la prudencia de la vida.

Este estado de phrónesis o de prudencia se explica también por los estoicos mediante la existencia de cuatro afectos básicos, que, combinados entre sí, pueden dar origen a todos los afectos posibles. Este planteamiento es singularmente semejante a la doctrina de los cuatro elementos, o la de los cuatro humores: dos pares de opuestos, cuya combinación puede estar equilibrada o desequilibra¬da, dando origen a la normalidad o anormalidad, a la salud o a la enfermedad, al orden o al desorden moral.

Los cuatro afectos básicos son: si consideramos las cosas pre¬sentes podemos encontrar en ellas agrado o desagrado; de ahí los dos primeros: placer y tristeza. Por otra parte, si consideramos las cosas futuras, las podemos esperar positiva o negativamente, es decir, con deseo o con temor. De este modo placer tristeza, de¬seo temor, son los cuatro afectos básicos que actúan sobre el al¬ma, y cuya combinación en muy diferentes proporciones puede dar origen a todos los géneros de afectos complejos que encontramos en el hombre. Técnicamente se describirán el placer y la tristeza, como la representación presente de un bien o de un mal, y el deseo y el temor, como la representación futura de un bien o de un mal.

La actuación de los afectos básicos sobre el alma se explica se¬gún un verdadero mecanismo que podríamos calificar de fisiopato¬lógico, pues supone una excitación o una disminución de su propia sustancia o de sus cualidades. Así se explica, por otra parte, la in¬constancia de muchos afectos, ya que el alma, con el tiempo, va perdiendo la impresión o la fuerza que estos afectos determinan sobre ella volviendo a un estado de normalidad afectiva.

La enfermedad del alma

Y con ello podemos ya considerar el tema, que tanto preocu¬paba a los estoicos: la explicación de las conductas anormales. Si el hombre, según Aristóteles, tiende por naturaleza a obrar según la recta razón, alcanzando con ello la felicidad; si, según los estoi¬cos, es también la razón la que marca su norma de conducta para insertarse así en la armonía universal y participar igualmente en el propio espíritu de la divinidad, ¿cómo puede explicarse la existencia real y tangible de personas cuyo comportamiento es anor¬mal, es atípico, sin ajustarse ni a lo que reclama la propia natura¬leza, ni a lo que reclama la recta razón?

Los estoicos formularon, desde distintos puntos de vista, su ex¬plicación a estas conductas desviadas. En un resumen quizá dema¬siado sintético, podemos plantearlo así.

Del mismo modo que en la medicina mantenemos la teoría hu¬moral, afirmando que la salud reside en la correcta proporción de los humores, pero que el exceso, defecto o cambio de cualidad de alguno de ellos determina la enfermedad, de la misma manera la «salud del alma» viene determinada por el correcto equilibrio de los afectos, mientras que su desequilibrio, por el predominio o la perversión de alguno de ellos, determinará la enfermedad del alma.

Por otra parte, este desequilibrio de los afectos puede ser mo¬mentáneo o pasajero. Si es momentáneo, rápido, tendrá también consecuencias sobre la conducta, pero sin llegar a constituir una tendencia definida y marcada. Si se establece de modo permanente, marcará ya una “norma de actuar” incardinada en el sujeto, esta¬ble. Estamos distinguiendo ya entre lo que más adelante se definirá como impulso y pasión. Ahora podremos hablar, al igual. que para las enfermedades corporales, de enfermedades del alma agudas y crónicas.

Son, pues, los afectos, que Zenón define como «movimientos preternaturales e irracionales del alma» (10) los que alteran el comportamiento ético, que debe someterse a lo establecido por la recta razón. El propio Zenón define también los afectos como «im¬pulsos desmesurados», formulación muy clara porque en el alma sólo deben desterrarse todos los afectos o pasiones exagerados, no los que pueden someterse al control de la razón. Por eso, se dice en un ejemplo, hay que tener deseo, no ambición; se debe ser pre¬cavido, pero no timorato. De este modo, se afirma, la voluntad no se anula (como podría ocurrir en la ausencia absoluta de afectos), pero tampoco cae bajo el influjo de estas instancias irracionales (como pasaría caso de que el impulso de los afectos fuera incon¬trolable).

El mecanismo último de la conducta anormal es que estos im¬pulsos, añadidos a las sensaciones que el cuerpo presenta a la ra¬zón, la fuerzan a realizar una elección equivocada. La elección es incorrecta éticamente debido a que los impulsos, las pasiones, di¬simulan la auténtica realidad y obligan a escoger mal. Insisten los estoicos que la razón de las conductas anómalas no están en el exte¬rior, sino en nuestro propio interior, y se debe sobre todo a la ac¬tuación de nuestros afectos que cambia o disimula nuestra infor¬mación externa, nuestras sensaciones. Por ello Diógenes Laercio nos transmite que la enfermedad del alma era un «torcimiento de la razón», una razón errada en su elección por el influjo de las pasiones. Estas conductas no razonables se denominan, en general, con la palabra stultum, que podríamos calificar como insano (mental¬ mente), o mejor, necio La stultitia sería la conducta que se aparta de lo normal, en el sentido de suponer un fallo de la virtud fundamental que Marco Aurelio estipulaba como necesaria: la phró¬nesis, la sabiduria práctica, la prudencia. En un sentido mucho más general y trascendente de lo que nuestra palabra castellana indica, el «enfermo del alma» es un «imprudente», en el sentido de vivir fuera de las normas de la prudencia práctica, de la sabiduría de la vida.

Esta stultitia, esta imprudencia vital, podrá proceder de diversas causas. Unas veces de circunstancias momentáneas (Sé¬neca nos referirá las conductas anormales observadas a consecuen¬cia de los terremotos o las guerras) (11), otras veces por impulsos momentáneos, otras por auténticos hábitos viciosos las pasio¬nes, otras, finalmente, por estados patológicos del cuerpo.

Por ello, para los estoicos, el ideal será, primero, el control de las pasiones, llegando a la apatía, o ausencia de afectos morbosos que puedan desviar la conducta del camino recto marcado por la razón. Pero esta apatía (distinta en contenido a lo que señala la palabra castellana, en cuanto a falta de vigor o energía) quiere ex¬presar, más bien, la impasibilidad del alma, el control de las cir¬cunstancias que puedan modificar su comportamiento prudente. Más adelante, en este perfeccionamiento y enriquecimiento del alma, se llegará a la autarquía o autosuficiencia espiritual propia de los grandes filósofos y de los grandes sabios.

Séneca: planteamiento del problema

De los filósofos estoicos es sin duda Séneca quien aporta la obra más extensa donde puede estudiarse de modo sistemático las ideas sobre la medicina del alma y la enfermedad del alma. Tiene, ade¬más, para nosotros, el enorme valor de haber sido consecuente con sus ideas durante toda su vida en sus frecuentes enfermedades y padecimientos y en la aceptación y realización de su propia muerte.

En diversos fragmentos de la obra senequiana se ve reflejado de modo ejemplar el esquema ético anteriormente expuesto. En una de las Cartas a Lucilio aparece esta consideración de la sabiduría como principio rector de la conducta humana: «el vulgo cree que vive descansado el hombre que vive retirado, y le juzga seguro y satisfecho de sí; estima que vive para sí mismo, cosa que no pue¬de recaer en ningún otro más que en el sabio. Sólo él sabe vivir para sí mismo, porque posee la primera de las ciencias, que es sa¬ber vivir» (12).

Existe una correspondencia entre el cuerpo y el alma, pero al alma corresponde la primacía. Por eso «la deformidad del cuerpo no afea el alma, sino que es el cuerpo quien con la belleza del alma se hace hermoso» (13). Y viceversa, el estado del cuerpo es muchas veces un fiel reflejo de la condición del alma: «conocíamos la salud del cuerpo y por ella colegimos que había una salud del alma. Conocimos las fuerzas del cuerpo; de ellas colegimos una robustez del alma» (14).

Según el pensamiento de Séneca, pues, el alma rige la conduc¬ta humana de modo efectivo y vocacional, y esto lo realiza por me¬dio de sus más nobles potencias morales: la virtud y la sabiduría de la vida.

Dentro de este esquema vital, la enfermedad y la muerte, aun¬que sean sucesos penosos, no son los peores de la existencia huma¬na. El mal, el verdadero mal del hombre, es el hecho de tener que soportarse a sí mismo. Así lo afirma Séneca al referirse a los que viajan continuamente:

«un viaje se emprende tras otro viaje, y un espectáculo se cambia tras otro espectáculo. Como dice Lucrecio: así cada uno anda huyendo de si mismo. Pero, ¿de qué le aprovecha si en realidad no consuma la huida? Va si¬guiéndose a sí mismo y se acompaña con la más desagra¬dable de las compañías. Así debemos saber que el mal que padecemos no es el de los lugares, sino el nuestro; que somos flacos para soportar nada, incapaces de su¬frir mucho tiempo el trabajo, de sufrirnos a nosotros mismos y cualquier otra cosa. A muchos acarreó la muer¬te el enojo de volver a las mismas cosas luego de haber mudado de intento sin dejar sitio a la novedad. Empezó a causarles fastidio la vida y el mismo mundo y les brotó de los labios aquella expresión de los ahítos de placer: ¿hasta cuándo las mismas cosas?» (15).

La vida humana puede presentar, así, un hastío, una angustia de corte casi existencial, que Séneca, basándose en el estoicismo, intenta superar mediante el cultivo de la virtud. Dejando para des¬pués sus intentos de solución, quedémonos ahora con lo subrayado en el párrafo anterior: el verdadero mal del hombre reside en él mismo, en tener que soportarse continuamente, en vencer las pa¬siones según la concepción estoica mediante una continua lu¬cha por mantener la conducta ética. Veamos, dentro de esta con¬cepción, cuál es el significado y el peligro de las pasiones.

La enfermedad del alma en la doctrina de Séneca

La vida es, pues, para Séneca, un combate continuo y doloroso entre las pasiones que nos asaltan y nuestra alma, que debe impo¬nerse a ellas mediante el cultivo de la virtud. Si en esta lucha in¬terviene la enfermedad corporal, con sus dolores y limitaciones, se debilita la energía necesaria para el predominio del alma sobre las pasiones. No es extraño que en coyunturas graves se produzcan desfallecimientos que incluso nos hagan desear la muerte. El mis¬mo Séneca, que sufrió mucho a causa de sus enfermedades, con¬fiesa que: «muchas veces sentí el impulso de romper con mi vida... así que yo me impuse a mí mismo el deber de vivir, puesto que el vivir es a veces un ejercicio de valentía».

Pero, penetrando algo más en este efecto perturbador de la en¬fermedad, nos podemos preguntar: ¿por qué mecanismos supone Séneca que actúa esta alteración corporal sobre el predominio ne¬cesario de la virtud moral? En un luminoso párrafo, que luego re¬produciremos, apunta que por tres mecanismos presentes en la en¬fermedad corporal y que llegarán a producir la enfermedad del al¬ma: el temor a la muerte, el dolor corporal y la interrupción do los placeres (16). Situaciones que violentan la condición natural del hombre y que hacen que la vigilancia de la virtud deba ser más atenta en el caso del enfermo corporal que en el caso del individuo sano.

La «medicina del alma» en la doctrina de Séneca

La enfermedad corporal, actuando por estos mecanismos, altera el equilibrio entre la virtud y las pasiones; favorece, pues, el pre¬dominio de éstas constituyendo la «enfermedad del alma» que apar
ta el comportamiento humano de lo establecido por su naturaleza racional. Pero, si hay una medicina del cuerpo, igualmente puede existir una «medicina del alma» que permita restituir la primacía de la racionalidad sobre las pasiones.

Hay un significativo fragmento de Séneca en que desarrolla, de modo notable, su concepto sobre esta «medicina del alma». Dice asi (subrayamos las frases más demostrativas):

«Te diré lo que me consoló dice Séneca si antes te dijera que estos consuelos obraron en mí como medi¬cina. Los esparcimientos honestos se convierten en re¬medios y todo lo que tonifica el espíritu aprovecha tam¬bién al cuerpo. Nuestros estudios me fueron saludables; a la filosofía atribuyo mi curación, mi convalecencia, le debo la vida, y ésta es, ciertamente, la más venial de mis deudas. Mucho contribuyeron también a mi restableci¬miento los amigos, cuyas exhortaciones, vigilias y con¬versaciones me daban alivio. No hay nada que esfuerce y ponga tanto ánimo en un enfermo, oh Lucilio, el me¬jor de los hombres, como el afecto de los amigos; nada quita tanto la expectación y el miedo de la muerte. Yo no creía morir si los dejaba a ellos sobrevivientes; por¬que yo no me había persuadido vivir no con ellos, sino por ellos; parecíame no rendir el espíritu, sino trans¬mitirlo. Estas reflexiones me dieron la decisión de ayu¬darme a mí mismo y soportar cualquier sufrimiento, porque fuera una gran miseria no tener el valor de vivir cuando se abandonó el propósito de morir. Un médico te indicará cuánto tienes que andar, qué ejercicios has de hacer, te prescribirá no sucumbir en la pereza, ten¬dencia de toda salud precaria; te prescribirá la lectura en voz alta y ejercicios de respiración cuyas vías están obstaculizadas; te prescribirá el embarcarte por conmo¬ver las entrañas suavemente; te prescribirá un régimen de alimentos, tomar vino para que te entones y te dirá cuándo conviene que lo dejes para que no provoque e irrite la tos. Mas lo que yo te prescribo es un remedio no solamente para este mal, sino contra todos los males de la vida: el menosprecio de la muerte; nada hay triste cuando le hemos perdido el miedo» (17).

De este extraordinario planteamiento pueden deducirse cuáles son las líneas fundamentales para el tratamiento de la enfermedad del alma. Hay, en principio, un supuesto fundamental y una serie de consejos concretos. El supuesto fundamental lo constituye el menosprecio de la muerte. No se debe esperar el fin de la existen¬cia, ni con esperanza, en caso de dolores y molestias, ni con miedo, ya que ambas situaciones son pasionales, y por tanto, rechazables. Al contrario, se debe menospreciar la muerte robusteciendo el apego por la vida, mediante una voluntad de vivir que aminorará la pe¬sadumbre de la enfermedad y contribuirá, a su vez, a su trata¬miento.

Para llevar adelante esta firme decisión de vivir se deben cum¬plir una serie de consejos médicos, que basados en la regla de que «todo lo que tonifica el espíritu aprovecha también al cuerpo», po¬demos definir como métodos de «tonificación del espíritu». Este ro¬bustecimiento espiritual se logra, sobre todo, de las tres formas, expuestas en el párrafo anterior: la autorracionalización o compren¬sión de la enfermedad, el cultivo de la sabiduría y el apoyo de la amistad.

El primero de ellos, la comprensión de la enfermedad, consiste en examinar la verdadera realidad de la muerte, el dolor y la en¬fermedad, mediante un examen filosófico y racional de lo que estos hechos constituyen realmente, por encima de lo que nos parecen a primera vista, influenciados por la pasión.

Así, respecto al miedo de la muerte, Séneca nos recuerda que «este miedo no lo causa la enfermedad, sino la naturaleza... Mori¬rás, no porque estés enfermo, sino porque vives. Este trance te aguarda aunque estés bueno y sano, pues cuando recobras la sa¬lud, no escapas de la muerte, sino de la enfermedad» (18).

Referente al dolor, debemos recordar que los sufrimientos cau¬sados por la enfermedad son, en ocasiones, grandes, pero con in¬tervalos que los hacen llevaderos. «La intensidad extrema del dolor le conduce al fin; nadie puede sufrir mucho y por mucho tiempo, así lo dispuso la amantísima naturaleza: que el dolor, o fuese so¬portable, o fuese breve... Este es el consuelo de los grandes dolo¬res, que forzosamente se dejan de sentir si los sintieres dema¬siado» (19).

Más resumidamente lo indica en otro lugar: «bella es la natura¬leza del dolor que no puede ser grande si dura, ni puede durar si es grande» (20). «Lo que causa la desdicha de los ignorantes en los dolores corporales dice también es que no se acostumbraron al contentamiento del espíritu y tuvieron demasiadas compla¬cencias con el cuerpo. Por esto el varón grande y prudente levanta el alma por encima del cuerpo y se ocupa mucho de la parte su¬perior y divina, y de esta otra parte, quejumbrosa y frágil, no más de lo necesario» (21).

Finalmente, la tercera gran incomodidad, la interrupción de los placeres, es más aparente que real, porque si bien al principio de la enfermedad se hace sentir su falta, «más tarde el deseo se atenúa a medida que los órganos se fatigan y desfallecen; por eso el es¬tómago se torna moroso; de ahí viene la repugnancia de los man¬jares antes más apetecidos. Los mismos deseos llegan a morir, y no es molestia carecer de aquello que hubieres dejado de de¬sear» (22).

El robustecimiento del espíritu

Las consideraciones anteriores, como parte de la comprensión de la enfermedad en su realidad, muestran que sus tres más graves consecuencias el miedo a la muerte, el dolor y la interrupción de los placeres no son males tan graves como parecen, sino que se nos presentan como tales males por su tinte pasional, pero que pueden vencerse si utilizamos los métodos de robustecimiento del alma.

Así, en un luminoso párrafo, dirá Séneca:

«tolerable es el sufrimiento en la enfermedad si desde¬ñares el mayor mal que te amarga. No seas tú mismo quien agrave tus males, ni con quejas te cargues y ape¬sadumbres; el dolor es llevadero si la pesadumbre no le añade nada. Al revés, si te pones a animarte tú mismo diciendo «no es nada» o al menos «es cosa leve, resista¬mos, ya pasará», creyéndole leve, harás que lo sea» (23).

Debemos, pues, clarificar nuestras ideas en tomo a la enferme¬dad y el dolor, despreciando las falsas angustias y temores y no permitiendo que las pasiones influyan en nuestra conducta. Para ello: «hay que cortar de cercén dos cosas: el temor de lo por venir y la memoria de los males pasados; éstos ya no me atañen, y el otro, todavía no» (24). «Esto que te oprime, que te pesa, que te agobia, si quieres sustraerte a ello te seguirá y te agravará con mayor peso; si al contrario te mantuvieses firme y quisieres resistirlo, lo repelerás» (25), afirma más adelante, abundando en estas ideas.

Decíamos que el robustecimiento del alma era uno de los tres puntos de la medicina del alma, propugnados por Séneca. Los otros dos consistían en el cultivo de la sabiduría y el fomento de la amistad.

El cultivo de la sabiduría en el trance del enfermar contribuye a que el enfermo pueda dominar mejor sus pasiones. «A la filosofía atribuyo mi curación, mi convalecencia, le debo la vida» veíamos que decía Séneca en el párrafo anteriormente reseñado. «Los es¬ parcimientos honestos se convierten en remedios», afirmaba en otro lugar. Afirmaciones que siguen en todo el espíritu estoico, y aún más, el espíritu filosófico griego general que designaba la filosofía como «medicina del alma».

Y finalmente, el cultivo de la amistad. Pero no, dice Séneca, el trato con los amigos que sólo acuden en visitas apresuradas, sino el de los que con sus vigilias, exhortaciones y conversaciones de¬muestran, en su atención al enfermo, una verdadera intimidad que les refuerza en la virtud. Por eso estos dos últimos aspectos apare cen muy relacionados entre sí. En ambos se desea alcanzar un alto grado de sabiduría sabiduría de la vida, prudencia para al¬ canzar la recta conducta humana, bien por la contemplación filo¬sófica, bien por las exhortaciones amistosas.

Por tanto, y en resumen, la postura que propugna Séneca para sobrellevar la enfermedad física e impedir que a partir de ella se produzca la enfermedad del alma se basa en el deseo firme de vi¬vir, para lo cual, aparte del cumplimiento de los consejos médicos, que ayudarán a conseguir la salud del cuerpo, se precisa la «me¬ dicina del alma» que se consigue tonificando el espíritu por alguno de los tres procedimientos descritos: la comprensión de la enfer medad , el cultivo de la sabiduría y el compartir la sincera amistad.

Séneca como enfermo

Séneca mismo se aplicó, siempre que lo precisó, el método que describimos. De sus enfermedades crónicas, algo hemos dicho; es en ella donde tiene plena vigencia la tonificación del alma. Pero, ¿y en las agudas? En ellas, si el ataque sobreviene con rapidez, no hay lugar ni para la contemplación ni para la amistad; sólo es po¬sible, si no se ha tratado de un accidente mortal súbito, ejercer el método de la comprensión de la enfermedad.

Al narrar uno de sus accesos disnéicos, Séneca refiere cómo él mismo practicaba el método en la medida de sus posibili¬dades. Así, dice:

«En la misma falta de respiración no dejé de aquie¬tarme con pensamientos alegres y fuertes. ¿Qué es? me decía . ¿Por qué la muerte me prueba tantas veces? Prosiga en buena hora porque yo también hace tiempo que la experimento. ¿Cuándo? me preguntas . Antes que yo naciera. No ser es la muerte. Qué cosa sea ésta, ya lo sé. Después de mí será lo que antes de mí. Si en ello hubiera algo de tormento, fuerza fue que también lo hubiera antes que naciésemos a esta luz, y de verdad entonces ninguna vejación sentimos. Ruégote me digas si no tendrías por muy necio al que creyera que a una linterna le va peor después de apagada que antes de en¬cendida. Nosotros así nos encendemos y apagamos; pa¬decemos algo en el intermedio, pero en ambos extremos se encuentra una profunda impasibilidad. En esto erra¬mos, si no me engaño, caro Lucilio, cuando pensamos que la muerte sigue a la vida, siendo así que la precedió y que la seguirá. Todo lo que fue antes de nosotros es muerte, ¿qué diferencia hay entre no empezar y dejar de ser, cuando el efecto de una cosa y otra es no ser? Con estas y otras exhortaciones mudas, puesto que no había lugar para las palabras, no dejé de aquietarme» (26).

Vemos, pues, cómo también en los procesos agudos resulta de utilidad el método de la tonificación del alma, mediante al menos uno de los recursos que son posibles en ese momento, la conside¬ración de la enfermedad, expuesta y avalada por la propia expe¬riencia del filósofo estoico.

La enfermedad del alma: planteamiento final

Con los estoicos, y sobre todo con el pensamiento de Séneca que se podría complementar muy adecuadamente con textos an¬teriores y posteriores, como, sobre todo, los de Cicerón y Marco
Aurelio llega a su completa elaboración la doctrina estoica de la enfermedad del alma.

Tal como apuntábamos al principio, la enfermedad del alma se considera una verdadera enfermedad, no una comparación ni una metáfora respecto a la enfermedad del cuerpo. Se estudia su ori¬gen, su desarrollo y su evolución, centrados sobre todo en el papel de los afectos excesivos emociones, pasiones pueden ejercer, impidiendo a la razón regir el comportamiento humano, que se in¬dica centrado en el equilibrio afectivo, en la sofrosine, en la pru¬dencia práctica, en la sabiduría de la vida.

Por otra parte, y con Séneca, se llega a una verdadera sistema¬tización de la medicina del alma, estudiando los métodos para eli¬minar la enfermedad del alma, como son su tonificación, el cultivo de la sabiduría y el cultivo de la amistad. Asimismo, en el caso particular, pero frecuente, de la enfermedad del alma causada por una dolencia física, se establecen también las bases de tratamien¬to, como son la consideración racional de la enfermedad, y en par¬ticular el examen del miedo de la muerte, el temor al dolor y la aflicción por la pérdida de los placeres, cuyo examen desapasiona¬do ayudará a vencer las aflicciones causadas por su consideración indebida.

Este esquema de la enfermedad del alma va a mantenerse vá¬lido hasta el siglo XVIII, si bien fuera de la esfera de la medicina, sufriendo sólo algunas rectificaciones al pasar a ser asimilado por el cristianismo. Pero, aceptado en esencia por la Iglesia, per¬durará tanto en su aspecto teórico, como en las consideraciones prácticas de atención a la enfermedad del alma.

La introducción de la «enfermedad del alma» en el pensamiento cristiano

Con la paz de Constantino, el cristianismo es religión permitida en el Imperio Romano. Con Teodosio se convierte en la religión oficial. El pensamiento cristiano, hasta ahora fundamentalmente teológico, comienza a abordar los aspectos de la filosofía, la ciencia, la medicina, para constituir una verdadera cultura cristiana.

Desde el punto de vista filosófico, Platón, y sobre todo Aristó¬teles, proporcionan la base intelectual apropiada. Como doctrina ética, las formulaciones estoicas parecen las más próximas a las exigencias cristianas. Sus postulados de conducta atenida a las exigencias de la recta razón, su planteamiento del control de las pa¬siones, su aceptación del sufrimiento, etc., presentan muchos as¬pectos en común con la moral cristiana. La grandeza humana y moral de sus principales figuras, en especial de Séneca y Marco Aurelio, que en ocasiones se califican de precursores del cristianis¬mo, hizo asimismo esta doctrina especialmente atractiva para la Iglesia.

Desde el punto de vista médico será Galeno (131 203) la figura más destacadas para el cristianismo. En efecto, Galeno realizó una de las mejores síntesis de la medicina de su tiempo, siendo además él mismo autor de numerosos tratados originales de medicina y de filosofía. Pero desde el punto de vista religioso, Galeno es mono¬teísta, hecho que supuso para la Iglesia como un refrendo para las ideas del autor, convirtiéndolo en la autoridad médica indiscutible de la medicina occidental, con un magisterio que en terapéutica perdurará hasta finales del XVIII.

Ambos planteamientos, el filosófico y el médico, tienen impor¬tancia para nuestra exposición de la «enfermedad del alma» y la «medicina del alma». Siguiendo el camino filosófico, vemos cómo la idea de «enfermedad del alma» es absorbida por el cristianismo, con ciertas connotaciones religiosas propias. Desde el punto de vista médico, Galeno, no consideró la «enfermedad del alma» co¬mo tal, sino sólo el papel de los «movimientos del alma» en la gé¬nesis de las enfermedades. Ambas tendencias coexisten hasta que, ya en el siglo XIX, se vuelven a considerar los posibles puntos de conexión de ambas posturas.

Sin embargo, el pensamiento cristiano parte de unos orígenes muy distintos. Se basa en un conjunto de libros revelados, la Bi¬blia, que junto con un mensaje religioso propio aportan, además, un punto de vista peculiar sobre la antropología humana, y, entre otras cosas, sobre el papel de las pasiones en la génesis de las en¬fermedades.

La Biblia y la «enfermedad del alma»

Procedente de Mesopotamia, el pueblo judío asume en su cul¬tura muchos de los planteamientos mesopotámicos sobre la antro¬pología, la salud y la enfermedad. Excepto en el paso del politeísmo sumerio al monoteísmo judío, casi todos los contenidos culturales iniciales del pueblo judío recordados luego en sus libros sagra¬dos proceden de Mesopotamia (27).

Entre ellos los conceptos médicos. Con un empirismo muy ela¬borado, el planteamiento básico de la enfermedad en Mesopotamia y en la cultura judía corresponde al esquema «enfermedad peca¬do» (28). Si los dioses (Dios, para los judíos) son poderosos, de ellos depende la vida, la fortuna, la fecundidad, la salud. En este último punto la enfermedad sólo puede explicarse porque los dio¬ses hayan retirado su protección del enfermo, permitiendo que las fuerzas del mal (los demonios) produzcan la enfermedad. Y esta privación de protección no tiene otra causa que la ofensa cometida por el enfermo contra el dios. En suma: el enfermo es siempre un pecador, y la enfermedad, un castigo de su pecado.

Por ello el médico mesopotámico era médico sacerdote, como ocurría, por otra parte, en otras civilizaciones. Su papel consistía, tanto en el examen físico del enfermo para averiguar las causas de enfermedad, como en su examen moral, mediante unos largos cues¬tionarios que nos han llegado, a fin de indagar cuál era el pecado cometido y a qué dios concreto se había ofendido. En el caso improbable de no encontrar culpa alguna se suponía que el enfermo pagaba los pecados de sus padres o de los antepasados.

El tratamiento consistía conjuntamente en actos religiosos y practicas empíricas. Con el planteamiento señalado se comprende que lo principal fueran las oraciones y sacrificios al dios ofendido para obtener su perdón. Ello no excluía la aplicación de métodos concretos de tratamiento: dietas, fármacos, medicina física, inter¬venciones quirúrgicas, etc. Pero el hecho de que lo más importante fuera el descubrimiento de la causa moral de la enfermedad, de la ofensa al dios, y por tanto supusiera el repaso de la vida personal de cada enfermo, nos presenta muy adecuadamente la medicina mesopotámica como un primer esbozo de medicina psicosomática, si bien con un enfoque muy distinto a la tecnificación del ensal¬mo que antes comentamos en la obra de Platón.

No es de extrañar, por tanto, que la Biblia, derivada de estas concepciones, presente numerosas referencias al papel de las pa¬siones en la génesis de las enfermedades, y aún más, muestre como objetivo el lograr una «sabiduría de la vida» que aparece singular¬mente alabada en el Eclesiástico, sabiduría de la vida que tiene muchos puntos de concordancia con la sophrosine o sabiduría prác¬tica tan querida por los estoicos.

Así, los libros sapienciales contraponen la conducta del pruden¬te, del juicioso, del sabio en fin, con la del necio o imprudente. Además, numerosos textos se refieren al influjo de las pasiones so¬bre la salud y la enfermedad:

«Corazón sosegado es vida del cuerpo, la envidia es la caries de sus huesos» (Prov. 14,30) «Corazón alborozado, favorece la salud, pero un ánimo abatido destruye el cuerpo» (Prov. 17,22) «Corazón contento alegra el semblante, mas el aaobio del corazón abate el ánimo» (Prov. 15,13)

Pues para la Biblia el corazón es el asiento de los deseos y de las emociones, entre ellas la alegría y la preocupación.

Por otra parte, y de modo constante, se manifiesta en la Biblia el aprecio de la Sabiduría (en el sentido de prudencia de la vida) que en ocasiones se contrapone, valorándola en más, con respecto a la inteligencia:

«Adquirir sabiduría es mejor que el oro, adquirir inteligencia es preferible a la plata» (Prov. 16,16)
Y en otro lugar:
«La prudencia del hombre domina su ira y su gloria es pasar sobre una ofensa» (Prov. 19,11)
Finalmente, y referente a la importancia del alma en la cura¬ción, los textos bíblicos nos recuerdan que:
«El ánimo del hombre le sostiene en su enfermedad; pero perdido el ánimo, ¿quién le levantará?» (Prov. 18,14).

Toda esta herencia mesopotámica, a la vez que la elaboración propia del pueblo hebreo, dan, como hemos dicho, muchos puntos de convergencia con lo que supone la ética estoica. No es extraño, por ello, que el cristianismo mirara con singular predilección esta corriente filosófica, y no sólo la aceptara, sino que la adaptara para sus formulaciones morales.

Dos figuras son de singular importancia en este proceso: Seve¬rino Boecio (480 523) e Isidoro de Sevilla. El primero, de familia cristiana aristocrática, fue teólogo, filósofo y hombre de estado bajo Teodorico, y autor de obras de música, matemáticas y astro¬nomía. Caído en desgracia, bajo la acusación de traición y de prac¬ticante de magia, fue encarcelado, y en esta situación escribió su obra maestra La consolación por la filosofía, donde aplica de modo magistral las doctrinas estoicas del cultivo de la sabiduría como forma de robustecimiento del espíritu en la desgracia.

Sin embargo, para nosotros va ser de mayor importancia tanto teórica como en cuanto a su trascendencia la obra de Isidoro de Sevilla. En cuanto a su profundidad, seguidamente analizaremos su pensamiento en relación a la enfermedad del alma. En cuanto a su divulgación, la enorne fama de que gozaron las Etimologías como enciclopedia del saber altomedieval hizo que a su amparo también circularan los restantes trabajos isidorianos. Pero además, interrumpida la continuidad de su escuela en España por la inva¬sión musulmana, sus discípulos se trasladaron a diversos centros culturales europeos, tomando parte en el renacimiento carolingio y en la vida cultural de los monasterios irlandeses. Por estas razo¬nes analizaremos solamente la aportación del Isidoro de Sevilla al tema de la enfermedad del alma y la medicina del alma.

Isidoro de Sevilla: encuadre de su pensamiento

La tradición estoica perdura con San Isidoro, lector y continua¬dor de Séneca, afín a él en tantas facetas de su pensamiento. Pero la vinculación cristiana de San Isidoro marcará su ideología con
un cariz especial, derivado de sus íntimas convicciones religio¬sas (29).

Según el pensamiento cristiano, el hombre debe dominar sus pasiones y ajustarse al orden moral por mandato divino. Quien se aparte de este orden moral, sucumbiendo a una pasión, se apar¬tará del plan establecido por Dios, por lo que aparte de una enfer¬medad del alma luego veremos en qué sentido hay, sobre todo, una calificación moral, un pecado, que si no se repara tiene con¬secuencias trascendentes para el sujeto porque implica su decisión sobre su vida futura, su salvación o condenación eternas.

Parece, por tanto, que el esquema cristiano de San Isidoro con¬serve las líneas generales del pensamiento estoico si bien amplián¬dolo y dándole trascendencia a la vez que una polarización moral más acentuada. Sigue vigente la doctrina del «justo medio», per¬siste la consideración de la razón como rectora de la vida moral del hombre; continúan las alusiones a las pasiones como «enfer¬medad del alma», aunque pospuestas a su consideración como pe¬cado, y finalmente se apela también a la aplicación de ciertos mé¬todos terapéuticos que se engloban en la calificación de «medicina del alma», si bien con una fundamentación y consecuencias distin¬tas, en ciertos aspectos, a las estoicas para que intervengan, aparte de los elementos filosóficos, los propiamente religiosos.

Los «Sinónimos»

Aunque en diversos puntos de la obra isidioriana se pueden encontrar atisbos de su pensamiento sobre estos problemas, nos concretaremos a una de ellas en que tales consideraciones surgen de modo más patente. Nos referimos al pequeño tratado Synonima, de lamentatione animi peccatricis (30).

Circunstancias personales parecen dar a estas páginas un tinte especial de sinceridad, tan alejado del rígido esquematismo de las Etimologías. Como en Séneca, las consideraciones sobre la «en¬fermedad del alma» surgen en momentos de aflicción, pesadumbre y enfermedad. No en balde escribe a San Braulio, al enviarle la obra: «te envío el libro de los Sinónimos, no porque sea de alguna utilidad, sino porque así lo quisiste. Mas te encomiendo al portador y a mí mismo para que ores por mí, miserable, porque languidezco mucho por enfermedades de la carne y por culpas de la men¬te» (31). Recordemos que, según sus biógrafos, San Isidoro tuvo desde su juventud terror a la muerte, y que su hermano Leandro se vio obligado a dedicarle un tratado para curarle de aquel es¬panto.

Los Sinónimos se encuentran compuestos en forma de un diá¬logo entre el hombre y la razón estructura que coincide muy cla¬ramente con el esquema moral antes propuesto y se pueden re¬sumir, según jugosamente lo hizo el editor del texto latino en el siglo XVIII, Bartolomé de Ulloa, de esta forma: «En el siguiente libro titulado Sinónimos, o sea diversidad de palabras que coinci¬den en una significación, presenta Isidoro, Arzobispo de Sevilla, de santa recordación, al hombre, que se lamenta de los pecados de la vida presente, llora y casi llega a la desesperación, a cuyo en¬cuentro le sale la Razón de maravilloso modo, le consuela con sua¬ve templanza, le conduce desde la caída de la desesperación a la esperanza del perdón y le adoctrina admirablemente a fin de que evite los engaños del mundo y tenga una fórmula de vida espiri¬tual. Al llevarse después por la subida de la contemplación le guía a la fortaleza de la perfección. El hombre, finalmente, convertido ya en varón perfecto, agradece en debida forma a la Razón sus enseñanzas» (32).

La recta razón

En el resumen transcrito se puede apreciar cómo el plantea¬miento del tratado coincide con lo anteriormente expuesto sobre la ética estoica. El hombre debe comportarse según corresponde a su
naturaleza. Como lo típico de la naturaleza humana es la raciona¬lidad, pues esta facultad le diferencia de los animales, lo propio de la conducta humana será obrar conforme la recta razón. Lo
mismo afirma el cristianismo por boca de San Isidoro, si bien aña¬diendo que esta recta razón ha sido establecida y querida por Dios:

«Conócete a ti mismo, hombre, quien seas, por qué has tenido principio, por qué hayas nacido y para qué, has sido engendrado, por qué causa hayas sido hecho, en qué condición producido y por qué se te ha procreado en este siglo. Acuérdate de tu estado y guarda el orden de tu naturaleza. Sé como hayas sido hecho, como te hizo Dios, como te formó el Hacedor y como te instituyó el Creador» (33).

Para vivir, pues, ordenadamente y de acuerdo con nuestro prin¬cipio y fin se precisa que la conducta humana se atenga a su de¬pendencia respecto a Dios. La consecuencia moral concreta es la necesidad de llevar una vida regida por la razón y alejada de la pasión; una vida «mesurada». Véanse las recomendaciones concretas en este esclarecedor párrafo:

«Nada hagas inmoderamente; ni mucho ni poco; ni más arriba ni más abajo de lo convenga, que también es necesario no ser inmoderado en lo bueno. Utiles son las cosas medianas entre lo grande y lo pequeño y, en su propio modo, todas son perfectas. Provechoso es cuanto se hace con moderación, mientras que los bienes faltos de ella pueden convertirse en dañosos. Todo exceso se considera como vicio y, por el contrario, se tiene como útil y conveniente lo que se lleva a cabo con medi¬da» (34).

El recuerdo del «justo medio» aristotélico está presente en estas recomendaciones, que insisten hasta en la mesura de lo bueno. Vi¬viendo según estas normas, el alma estará serena y tranquila, y este equilibrio irradiará al cuerpo, dará gozo, evitará la tristeza y el miedo, incluso el de la muerte:

«Nadie puede huir de sí mismo; y si la pública fama no te condena, lo hace tu propia conciencia, más grave que la cual no hay pena alguna. Vive tu bien, si no quie¬res estar triste; la mente que se encuentra segura soporta fácilmente la tristeza. La vida buena lleva siempre el go¬zo consigo; mas, por el contrario, la conciencia del que se siente culpable siempre se halla en pena. Nunca el de¬lincuente se mira seguro, y el espíritu de mala conciencia se ve agitado por su propio tormento. Si permaneces en el bien, se alejará de ti la tristeza; si perseverares en la justicia, no te saldrá al encuentro la melancolía. No daño alguno, ni la muerte misma te atemorizará si vivieres bien y piadosamente» (35).

El desorden de la naturaleza

Se puede ver cómo la construcción anterior está totalmente conforme con el pensamiento estoico sin más que añadir, como fondo a las normas de conducta sugeridas, la existencia de un Dios revelado.

Sin embargo, a la hora de enjuiciar el comportamiento humano, hay un nuevo elemento a tener en cuenta: la radical debilidad de la naturaleza humana, explicada por el pecado original. Veamos cómo se formula, en concreto, en algunos textos:

«Acuérdate, Señor, de cuál es mi sustancia, de que soy tierra, polvo y ceniza, y extiende tu diestra a la obra de tus manos. Mira por el bien de esta enferma materia; socorre a la carnal fragilidad y a esta débil condición. Aparezca el retorno de la salud y séanme manifiestas mis heridas» (36).

La debilidad radical de la naturaleza humana, aquí expresada, aumenta en cada individuo con el daño producido por los pecados cometidos, por las pasiones consentidas. Unos y otros afectan al hombre, y Dios, a causa de las culpas pasadas, permite que se vea sometido a sufrimientos y penalidades:

«Todo cuanto te sucede no viene fuera de la voluntad de Dios, y con permisión de El se da a los inicuos ese po¬der que tienen sobre ti. Sirven al designio de Dios todos sus contrarios. Su divina mano te llevó al dolor, y quiso afligirte su santa indignación. Airado contra ti, quiso que experimentaras todos los males, pues si estás desprovisto de fuerzas, si te afectan las enfermedades de la carne, si eres quebrantado por las debilidades del cuerpo, si eres atormentado por el espíritu de tu molicie, si te sien¬tes sacudido por las pasiones del ánimo, o torturado por la angustia de la mente, o agitado por el impugnador es¬píritu de la contradicción, todo esto te es impuesto por la divina justicia a causa de tu pecado, y a ti lo aplica por tus culpas el divino juicio» (37).

El texto transcrito es singularmente significativo porque, ade¬más de destacar la autorización divina necesaria para que los diversos males puedan afligir al hombre, se mencionan específica¬mente, desde los puramente corporales hasta los que suponen afec¬ción del alma: la molicie, las pasiones del ánimo, la angustia de la mente, el espíritu de contradicción. Sobre la radical debilidad de la naturaleza humana, dependiente del pecado original y de las co¬tidianas ofensas a Dios, se abate este panorama de dolor corporal y sufrimientos del alma.

Pero, tras esta enumeración de algunos de los principales daños que se pueden abatir sobre el hombre, ¿podemos decir en qué con¬siste, según el sentido cristiano, la «enfermedad del alma»?

La enfermedad del alma, según San Isidoro

En diversos fragmentos de los Sinónimos se compara al pecado con una enfermedad del alma. Ante estos textos cabe preguntarse: ¿se trata sólo de una comparación, o esta denominación tiene, co¬mo en los estoicos, un significado más profundo? Veamos algunos textos para tratar de dilucidarlo.

«No hay pecado con cuya inmundicia no aparezca yo mancha¬do; no hay enfermedad de vicio cuyo contagio no haya contraído; no existe sentina de suciedad que no haya hecho inundación sobre mí, miserable» (38) se afirma en un lugar. Y en otro: «ver mi enfermedad y cuanto estoy herido y enfermo; dame pues la medi¬cina con que sea salvo. Emplea el medicamento que me cure, res¬taura al vencido por los vicios y reforma el corrompido por el pecado. Apaga en mí la llama de la concupiscencia» (39). Y tam¬bién: «Es la envidia la tiña del alma: come el sentimiento, quema el pecho, inquieta el ánimo y destruye el corazón del hombre como la peste» (40).

La existencia de numerosos términos médicos de comparación hace pensar que se considera la «enfermedad del alma» como algo más que una pura metáfora referida a la enfermedad del cuerpo. La casi similitud de empleo entre las expresiones «pecado», «enfermedad de vicio» y «sentina de suciedad» del primer texto, y los contextos médicos de los restantes, obligan a pensar en una analo¬gía entre los conceptos de enfermedad del alma y enfermedad cor¬poral, de modo que la enfermedad del alma fuera al alma lo que la corporal es al cuerpo, pudiéndose aplicar por tanto salvando las esferas de aplicación propias una cierta similitud en cuanto a su origen y tratamiento.

Creemos, pues, que en San Isidoro se puede encontrar uno de los primeros puntos de inflexión por los que la «enfermedad del alma» de los estoicos pasa, sin perder su carácter de tal, a conver¬tirse, además, en «pecado», desobediencia del hombre a los planes divinos. Pero como, aparte de «pecado», la conducta atípica, que ahora es también desorden moral, sigue siendo «enfermedad del alma», existirán unos ciertos tratamientos para curarla que ahora serán, además de médicos, también religiosos.

La «medicina del alma» en San Isidoro

Si el mismo desorden moral se puede considerar, por una parte «enfermedad del alma» y por otra «pecado», se precisará emplear sobre él una duplicidad terapéutica. Por un lado, las prácticas re¬ligiosas que tiendan a reparar la ofensa hecha a la divinidad. Por otra, una serie de medios racionales por cuyo ejercicio muchas veces en conexión con lo religioso pueda el hombre suprimir, atenuar o evitar las consecuencias de la «enfermedad del alma». El mismo San Isidoro nos recuerda que «debe ser la medicina propor¬cionada según la enfermedad, y cual sea la herida así deben apli¬carse los remedios» (41).

Pero al introducirnos en el tema encontramos que, si bien con alguna diferencia de enfoque, los medios siguen siendo los mismos ya apuntados por Séneca para el «tratamiento» de la enfermedad del alma. Eran aquéllos la comprensión de la enfermedad, el cul¬tivo de la sabiduría y el apoyo de la amistad. Debemos indicar, de entrada, que esta última posibilidad no aparece en el tratado que comentamos, pues su estructura, al considerar el diálogo entre la razón y el alma pecadora, excluye de entrada cualquier sentido so¬cial o comunitario. Por ello consideraremos solamente los dos pri¬meros métodos de la formulación senequiana, que ahora se inter¬pretarán a la luz del cristianismo.

En efecto, decíamos que la enfermedad corporal actúa favore¬ciendo la «enfermedad del alma» por excitar el predominio de las pasiones sobre la razón, y que el método de la consideración de la enfermedad consistía en reflexionar seriamente sobre la realidad de las limitaciones o pruebas que impone, descubriendo que no son tales, o al menos que no tienen la intensidad o los efectos ima¬ginados inicialmente, con lo que se favorecerá el dominio de la razón sobre las pasiones.

Importaba, en segundo lugar, el cultivo de la sabiduria. San Isi¬doro concede también máxima importancia a la recta razón en cuanto a elemento director de la conducta moral. Por eso no es extraña su opinión de que muchos pecados se cometen por ignorancia y serían evitados con una recta ilustración de los que los cometen:

«Nada hay mejor que la sabiduría, ni más dulce que la prudencia, ni más suave que la ciencia. Nada hay peor que la necedad, ni más malo que la tontería, ni más torpe que la ignorancia, madre de errores y alimentadora de vicios.
El pecado prevalece más por ignorancia, pues ésta no distingue lo que sea digno de culpa, ni conoce cuando delinque. Así pecan muchos por impericia, y cae con fre¬cuencia el insipiente en el pecado como, igualmente, es engañado con facilidad el indocto.
Pronto el necio se precipita en los vicios, mas el pru¬dente conoce al punto las asechanzas, y distingue los errores con más celeridad.
No evitemos la culpa, sino por medio de sabiduría. La ciencia se aparta del mal y el sapiente lo examina todo con prudencia y, con su entendimiento, juzga entre lo bueno y lo malo.
Consiste el sumo bien en saber de qué debes guardar¬te y la suma miseria en no conocer a dónde te diriges. Ama, pues, la sabiduría y se te mostrará; acércate a ella y se aproximará a ti; frecuéntala y te instruirá» (42).

Podemos ver, en el texto transcrito, la constante alusión a la sabiduría y a la prudencia como rectoras de la vida moral, asegu¬rando por una parte el recto conocimiento y por otra el equilibrio de los afectos para llevar una vida moral. Como resumen y como una muestra más de la preeminencia dada por San Isidoro a la razón como directriz de la conducta humana, veamos otro texto muy significativo:

«Coloca, pues, entre ti la razón; participa tú de ella y prevalezca siempre para ti. Gobierna con ella tu ánimo y confirma tu alma, y sea la razón la que reprima la fuerza de tanta pesadumbre, y así, una vez afirmado tu ánimo, no temerás peligro alguno» (43).

Trascendencia del pensamiento isidoriano

Podemos condensar pues, lo dicho, indicando que enfermedad corporal y enfermedad del alma persisten en San Isidoro como realidades analógicas. Ambas suponen un desorden corporal o aní¬mico; ambas son susceptibles de alivio o curación mediante la ade¬cuada acción terapéutica. Medicamentos, cirugía o dietética en el primer caso, conocimiento de la enfermedad y cultivo de la sabi¬ duría en el segundo. Se puede decir, siguiendo la analogía, que el cultivo de la sabiduría, esto es, la filosofía, es la medicina del alma. Con esto San Isidoro enlaza, en toda su plenitud, con la filosofia clásica, y en especial con el pensamiento estoico, resumiendo esta concepción en el párrafo último del libro IV de las Etimologias:

«Por tanto es la medicina una segunda filosofía. Una
y otra disciplina salvan al hombre, pues con la una se
cura su alma y la otra sirve para curarse el cuerpo» (44).

Con Boecío y con San Isidoro, sobre todo, el pensamiento es¬toico se cristianiza. Ahora, los conceptos de «enfermedad del alma» y «medicina del alma», además de filosóficos serán religiosos. Hasta el siglo XVIII serán patrimonio de filósofos, psicólogos y literatos, pero no de médicos. Baste citar, como ejemplo destacado, el tratado “Las pasiones del alma”, de Descartes. Solo en el XVIII por obra de algunos médicos, fundamentalmente higienistas, como Tissot, autor de “Del influjo de las pasiones del alma en las enfermedades y de los medios propios para corregir sus malos efectos” (1783), retorna el interés médico al estudio de la “enfermedad del alma” y el papel de las emociones y las pasiones, que tendrán una importancia cada vez mayor en el XIX y sobre todo en el siglo actual, reflejándose en conceptos como el “tratamiento moral”, las técnicas de relajación, e influyendo en la psiquiatría y en la medicina psicosomática.

Tal es el origen , desarrollo y actualidad del planteamiento filósófico, moral y religioso de la enfermedad del alma y la medicina del alma. Tema que nos muestra las profundas relaciones entre medicina y filosofía, y que nos recuerda el pensamiento hipocrático al decir que “El médico, que sabe filosofía, es semejante a los dioses”

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