La consideración del Faraón como mago en el Antiguo Egipto

La consideración del Faraón como mago en el Antiguo Egipto

Los magos en Egipto tuvieron la consideración de ‘funcionarios de Estado’. Ellos eran los encargados de ejercer la magia como sacerdotes, en sustitución del propio faraón, el mago por excelencia de todo Egipto, pues él poseía las Dos Coronas que eran los más poderosos instrumentos mágicos. Estos profesionales de la magia, por así decirlo, ejercían sus funciones dentro de un marco oficial, como parte del sistema de orden y organización del cosmos y del mundo egipcio, y pertenecían a un estamento profesional formado en las Casas de la Vida de los templos.
Amen-Hotep III. Museo de Arte Egipcio de Luxor


Conforme al pensamiento egipcio la magia consistía en la facultad de poseer el ‘Heka’, o poder mágico.

El ‘Heka’ era un atributo de los dioses y, por extensión, del rey, y tenía por finalidad y fundamento el conocimiento de la naturaleza del universo y de los medios sensibles, para controlarlos en bien de la humanidad y de la creación.

Así pues, el primer y más importante propósito de la magia consistía en prestar la colaboración humana para facilitar el cumplimiento de los planes divinos; y su principal actuante, era el rey.
Si el rey, dotado ‘per se’ de Heka, tenía entre sus principales obligaciones el mantenimiento de la creación del primer día, como sucesor que era de los dioses sobre la tierra, su poder mágico estaba principalmente encaminado a garantizar que la vida diaria y cíclica en la tierra de Egipto estuviese permanentemente asegurada por la celebración de los ritos en los templos y por la fuerza de su propio poder.

El rey era el oficiante por excelencia. Él era el ‘Señor de los Ritos’ y el ‘Señor de las Coronas’. Estos eran los dos atributos de naturaleza especialmente mágica que se recogían en las titulaturas o nombres de los reyes.

La condición de ‘Señor de los Ritos’ equivalía a ser dueño, propietario, titular de todas las actuaciones mágicas. Él conocía todo lo necesario para mantener la vida; la noche y el día; el sol, las estrellas, la luna y los planetas.

Él tenía el poder para hacer crecer el Nilo en su tiempo. El faraón poseía el conocimiento de las actuaciones mágicas para neutralizar a los enemigos de los ‘Nueve Arcos’, las nueve naciones enemigas tradicionales de Egipto.

Como ‘Señor de los Ritos’, el rey ordenaba al cielo y a la tierra, porque había sido iniciado y sabía lo que había más allá de la vida terrena. El rey controlaba por la magia los vientos del sur y los vientos del norte. Ellos eran sus nodrizas. Respirando el viento del norte se beneficiaba de una abundancia vivificadora.

Tenía los medios para poseer los cuatro vientos celestes que no podían oponerse a su voluntad. Tenía la virtud de combatir las tormentas del cielo. Estaba facultado para dispersar las nubes cargadas de lluvia y, según los Textos de las Pirámides, subido sobre una nube podía llegar a alcanzar la luz divina.

Con su poder, el rey era capaz de vencer los elementos desencadenados y convertirse en un viajero cósmico, en el más allá.

Todo lo dicho era así porque él había sido concebido y puesto en el mundo, a partir de la energía primordial para gobernar todos los reinos o colinas primordiales. Los textos así lo indican: ¡Ve, oh rey! ¡Que puedas gobernar las colinas de Horus. Que puedas gobernar las colinas de Seth. Que puedas gobernar las colinas de Osiris!

Esto demuestra que el faraón era para el mundo egipcio el centro del Pensamiento Creador, era el medio a través del cual el universo creado se hacía visible y sensible a los ojos del resto de los mortales.

Engendrado por la tierra y el cielo, era el heredero del trono del dios Gueb, y el hijo de todas las potencias divinas que le permitían ser, a su vez, el padre alimenticio de toda la creación que de él dependía.

Como ‘Señor de las Coronas’, de la Corona Roja y de la Corona Blanca, él era el dueño de su poder mágico. Ellas eran su protección. El rey podía ordenar a la Corona Roja, terrible serpiente de fuego, para que se le aclamase como faraón, al igual que ella era aclamada.

Las dos coronas eran las madres del rey; la Corona Roja le amamantaba; la Corona Blanca le daba la posesión de la tierra. Cuando el rey colocaba la Corona Blanca sobre su cabeza, ella era como la cabeza del propio dios Ra. Cuando ceñía la Corona Roja, se abrían para él las puertas de las regiones luminosas, porque se había convertido en el dueño del ureo cuyo nombre era ‘la que es Grande de Magia’.

Esta terrible serpiente de fuego otorgaba al rey sus poderes mágicos. Nadie más podía poseerla porque solo él conocía las palabras mágicas que la aplacaban. Con su posesión el faraón podía obtener de la Corona que le temiesen como ella era temida; producir el terror como ella podía hacerlo; ser aclamado como a ella se la aclamaba y ser amado como ella era amada. Ella era quien entregaba al faraón los dos cetros, Heka y Nehaha, el poder mágico y la eternidad, para gobernar a los seres vivos y a todos los Aj, o seres luminosos.

La Corona Blanca, la diosa madre de Nejen, también tenía atribuidos poderes semejantes. Ella era la Grande que protege a Horus, en medio de las dos enéadas. Por ella, el faraón era como el mismo dios Ra.

Faraón aparecía en gloria ante los dioses provisto de la luz divina, y su aparición radiante bajo las Dos Coronas, le hacía, como a Ra al amanecer, Señor del Alto y del Bajo Egipto. El temor surgía en todos los corazones cuando el rey, el mago por excelencia, se mostraba revestido de todo su poder y toda su gloria.

De la obra Los magos del Antiguo Egipto. Madrid, 2002
Autor: Francisco J. Martín Valentín

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