FRIDA : Un cuerpo herido

FRIDA : Un cuerpo herido

Ella configura de su semblante un icono, manteniendo el misterio que oculta y devela la tragedia no sólo de su vida sino la de su pueblo sin desentrañar el arcano de su sentido. Diego Rivera le había sugerido: “Tu voluntad tiene que llevarte a tu propia expresión”. Que ella, qué duda cabe, ejecuta.


“Lo mereció el señor Topiltzin Quetzacóatl,

el que inventa, hace a los seres humanos.

Así lo determinó

El señor, la señora de la dualidad”

Códice florentino, 1979, VI, 120 r



“Si supieras lo terrible que es alcanzar el

conocimiento de repente, como si un rayo

dilucidara la tierra”

F. Kahlo



Seguramente fue el resto de un sueño, algún signo que no reconocí en su momento aquello que hizo detenerme –durante la mañana– en el autorretrato de la Kahlo. Digo un sueño, un signo ya que nada me predisponía especialmente a pensar en la composición del mismo, en el motivo. Era solamente una buena reproducción, sin pretensión, de “autorretrato con trenza”, adornando una de las paredes del departamento esteño donde veraneaba este mes de febrero. Nada me predisponía a ello, hasta que esa mañana, de pronto, ese rostro, súbitamente se impuso como el objeto privilegiado de mi mirada.

El rostro andrógino de esa joven que en 1941 (año de su realización) tenía 34 años. El mismo rostro de todos sus autorretratos, el mismo. Desde el primero al último, y fueron más de cuarenta. “Me retrato a mí misma porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco”, escribía. Creaba desde la soledad y el dolor exhibiendo el gesto enigmático, impertérrito de su rostro, mostrando la expresión seria, adusta de sus labios cerrados y el negro inescrutable de sus ojos.

El mismo rostro que año tras año se componía, yuxtaponiéndose con temas de la mitología azteca, con las fantasías que desde su accidente regeneraban su cuerpo. El mismo rostro. Ella configura de su semblante un icono (Panovsky propone leer las imágenes en el contexto de las ideas, valores, tradiciones y del lugar de su creación) manteniendo el misterio que oculta y devela la tragedia no sólo de su vida sino la de su pueblo, sin desentrañar el arcano de su sentido. Diego Rivera le había sugerido: “Tu voluntad tiene que llevarte a tu propia expresión”. Que ella, qué duda cabe, ejecuta.

En la convalecencia, desde su lecho comienza a recrear el “espíritu de su raza”. Una raza que rescata no sólo la materia del arte y el folklore indígena sino también la condición de la mujer en la cultura, su presencia, la presencia insoslayable de ese rostro, del testimonio de su rostro.

“Mis amigas y mis compañeras se convirtieron lentamente en mujeres. Yo envejecí en unos instantes y ahora todo es insípido y raso”. Sin embargo el envejecimiento sólo le ha llegado al alma dejando su apariencia, su semblante fijado para siempre en su juventud. Ella envejece y se petrifica en un instante, en el instante que su mirada la capta, en que capta esa expresión, esa máscara con la que se identifica.

En ese rostro joven, sólo ciertos caracteres secundarios distinguen a la mujer que está detrás, el mohín de los labios tímidamente carnosos, el peinado, el collar; antitéticamente el lóbulo de su oreja no está perforado, no muestra la marca de donde deberían pender los aros, el bozo incipiente, las pequeñas patillas y su ceja única, sus cejas continuas cerradas en una v, como una golondrina, surcan el espacio de su frente enmarcando sus ojos del mismo modo que en los hombres que conquistaron a sus ancestros.

Un andrógino decimos hoy, sin embargo esa joven estéril (a causa de la estaca que atraviesa su cuerpo, que destroza su pelvis en el accidente que sufre a los 18 años) encuentra en los dioses precolombinos una razón, una justificación a su existencia.

No sería éste sin embargo el acontecimiento que por sí mismo dé sentido a su fantasma, si bien parece ofrecerse como el propiciador de su arte.

A los 6 años de edad había sufrido una enfermedad, poliomielitis, (la confinó en su cuarto durante nueve meses) dejando en su cuerpo el efecto de la misma, una pierna deforme, delgada y corta, (no debe olvidarse que todos los pueblos mesoamericanos participaban de la creencia de que en la piernas se encontraban los poderes buenos y malos de las personas). Para ocultar su “defecto” usó pantalones y largas polleras características de las nativas mexicanas. Exhibiendo sin mostrar.

Ubiquemos arbitrariamente estos acontecimientos en punto de almohadillado a fin de leer su (s) autorretrato (s), esa hermafrodita cuyos rasgos interrogan su sexo exhibe, sin embargo, el origen mítico del mundo, son la presencia del ser doble, anterior al padre del cristianismo, a la discriminación de los machos y las hembras; es el Ometecuhtli-Omecihuate. Encerrada en una caja, durante nueve meses, enyesada en corsés, inmovilizada por la ruptura de sus vértebras pasa nueve meses que se repetirán una y otra vez hasta parir a Frida, a la Ometecuhtli- Omecihuate, al dios doble que reúne lo masculino y lo femenino, a la pareja primordial y dicotómica, a ese dios inicial, creador de todo lo existente, el mismo que viene a dar fundamento al deseo bisexual que la habita.

Embarazada por la pértiga que la somete que la falicísa, (columna rota 1944) se crea a sí misma y se convierte en el origen de todo lo por-venir. (El abrazo del Amor del Universo, la tierra (México), Diego yo y el Sr. Xolotl 1949).

El cuerpo real, desarticulado, roto, adquiere en su obra la dimensión fantástica de la composición onírica. Goza. Ella puede ser una y dos (Las dos Fridas, 1939). El cuchillo de obsidiana del sacrificio que las separa y las une (Recuerdo o corazón, 1937) no sólo es el instrumento de inmolación, de su muerte sino por sobre todo el símbolo del falo encarnado. Así muerta y rediviva, eslabón de una cadena, de una secuencia que presupone el tiempo circular, retorna una y otra vez, siempre la misma. Exhibe sin mostrar, dando a ver. Goza. A. Bretón frente a sus cuadros, se interrogaba: “A qué leyes irracionales obedecemos…”.

En 1941 quien fuera su amparo y el objeto de sus identificaciones, su padre, muere; fotógrafo de profesión había enseñado a su hija el uso de la cámara, a retocar y a colorear. ¿Acaso no había afirmado Dalí que la pintura no era más que una fotografía pintada a mano?

Muere su padre, ella empeora su salud y pinta Autorretrato con trenza” Allí está ella como siempre, emergiendo como una flor, como un fruto entre hojas carnosas, encrespadas, filosas, metálicas, en medio de un tallo que la rodea como un lazo vegetal, cordón umbilical de su tierra y con un collar que en su cuello semeja las cadenas que atenazaban a los esclavos, se distinguen entre sus eslabones algunos rostros de rasgos indígenas oltecas ¿calaveras? y sobre la cabeza: una trenza.

Allí está ella como siempre impertérrita, intocable, inmodificable, nada conmueve ese rostro, ni la muerte de su padre, ni el dolor de su cuerpo, ni la morfina que la adormece, ni el casamiento, el divorcio ni su nuevo matrimonio con Rivera, ni la separación de Muray, ni el romance con Trotsky, ni las amantes que comparte con su marido, ni sus abortos -o sus ataques de histeria-, nada toca la máscara de su rostro.

Escribíamos que allí está ella, como siempre, sólo que en esta oportunidad aquello que adjetiva este retrato es la trenza, una trenza de cuatro hebras que se entrecruzan. Contrastando con su pelo negro tirante sobre su cabeza al modo de un sombrero se asienta este nudo rojizo, negro-rojizo, como una nave, como aquellas que surcaban la laguna de Tenochtitlan hace quinientos años, como las piraguas de juncos (totora) que cruzan aún hoy el lago Titicaca. Volvamos entonces al fantasma que articula sus imágenes.

La trenza, metáfora del falo muestra su valor fetiche, sostenida pero sobre todo erguida sobre su cabeza concentra sobre sí la mirada, verdadero punto de fuga que se convierte en un signo, en un significante de la pulsión.

Una de las figuras más representativas de la iconografía azteca la constituye la serpiente, generalmente representada como un círculo, enroscada o como un ovillo, presupone la relación con la tierra: cuna y tumba de la vida, En la mitología olmeca se la identifica al miembro masculino que penetra y fecunda la tierra. El origen del mundo y de la tierra está engendrado por su acción.



“Y esto diciendo, se cambiaron ambos en dos

grandes sierpes, de las que el uno asió a la

diosa de junto a la mano derecha hasta el

pie izquierdo, y el otro de la mano izquierda

al pie derecho” (Thevet. Historia de México)



Entrecruzamiento de brazos y piernas que prefiguran la imagen de un ocho. Una trenza coronando su cabeza, un ocho recostado, el signo de infinito del que se desprenden algunos cabellos.

Detengamos nuestra observación aún, por un momento en este símbolo, recordando algunos de sus orígenes, entre los más pretéritos, remontándonos al esoterismo, a los gnósticos encontramos su emblema ubicado en el centro de la Tierra. El “Santo ocho” poseía la forma de una Clepsidra y representaba la relación del cerebro con el sexo, razón y pulsión. Sostiene su credo que: “nueve meses permanece el feto en el vientre materno y nueve edades son necesarias para que nazca la humanidad planetaria”. “En la novena esfera se encuentran el fuego y el agua, origen de mundos, bestias, hombres y dioses”. Allí está Vulcano con su fragua, con el fuego eterno del sexo. Indicador de la sucesión del tiempo en ciclos funde los opuestos en el germen de todo lo existente.

En 1655 el matemático J. Wallis inventa el signo de infinito reproduciendo la forma de la “lemniscata de Bernoulle”, (superficies obtenidas por revolución de una curva plana alrededor de un eje situado en un plano que la contiene, por ejemplo: “ocho sobre ocho”, “Toro Ahusado”, “Toro interior exterior”) no obstante existen criterios dispares en torno al origen de la idea, dicen algunos estudiosos que se trataría de una variante del número romano mil, otros de la letra omega minúscula, por último hay quienes creen que pergeñó su forma a partir del aplanamiento de la Banda de Moebius.

Persistamos en el entrecruzamiento de estos significantes. En la Biblia puede leerse “Yo soy alfa y omega dice el Señor Dios. Aquel que es, que era y que va a venir” (Apocalipsis 1) aludiendo al principio y al fin, expresando la eternidad de Dios con la primera y última letra del alfabeto, la perfección absoluta.

En tanto la otra posible vertiente, la Banda de Moebius, exhibe cómo esa superficie de un solo borde relaciona dos planos opuestos sin la necesidad de atravesarse, por consecutividad, sólo el tiempo produce la discriminación entre uno y otro resolviendo la paradoja de su continuidad. Lacan establece novedosamente la relación entre significante y significado en esa única dimensión mensurable, significante y significado se oponen entonces exclusivamente por el factor temporal.

Una trenza compuesta por el entrecruzamiento de las hebras de lo real de su cuerpo roto, lo imaginario-del amor, lo simbólico y ese sinthome de su arte que producen a esa mujer que es Frida. La banda, escritura de lo real, muestra entonces porque en ese discurso pictórico que compone el “autorretrato”, el significante del nombre Frida (Friede-Paz, única de la progenie que porta un nombre no indígena) no remite más que al significante Kahlo, al padre, para que ese sujeto que es el cuerpo herido de Frida Kahlo encuentre la condensación, la coagulación estatuaria de ese instante en que su mirada lo ha captado.

Diez años después pintará Retrato de Don Guillermo Kahlo, 1951, sirviéndole de modelo una fotografía tomada por su padre. “Este conservador en lo político, pero modernista en lo estético” (G. Frangee, R Huhle), reconocido judío, era sin embargo hijo de padres luteranos y él mismo bautizado en ese credo en 1872, atribuido su nacimiento en 1871 en Baden Baden, su partida lo registra no obstante en Pforzeim en 1872, ¿epiléptico? entre otras de las tantas discrepancias y contradicciones de sus datos biográficos, había hecho de su hija “la preferida”.

Esa ambigüedad, esa duplicidad de sus referencias parece ser el rasgo específico en que Frida precipita la identificación a su padre, “Pinté a mi padre…. valiente porque padeció durante sesenta años de epilepsia, pero jamás dejó de trabajar y luchó contra Hitler…” Tampoco ella había cejado en el trabajo a pesar del sufrimiento del cuerpo, del cuerpo que iba cercenándosele, no abandona su pintura ni el lugar en el mundo que su persona forja, reproduciendo hasta el último momento su presencia real a través de los signos de su deseo. “Espero que mi partida sea feliz y espero nunca más regresar”, escribió en su diario poco antes de morir en 1954 tras varios intentos de suicidio; es enterrada –de acuerdo a su voluntad– envuelta en la bandera comunista.

Me distraigo, mi mujer reclama atención, salgo de mi fascinación… Su rostro, me alejo de ese, su rostro imperturbable, uno y otro, de todos sus autorretratos que le impiden regresar como un cuerpo herido, me alejo de su imperecedera juventud, de su presencia eterna… Uno y todos los otros la habían llevado a escribir “Se que no hay nada detrás; si lo hubiera, lo vería…”





Álvaro Couso

La dirección electrónica del autor es: ajcouso@fibertel.com.ar

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