HISTORIA AONIKENK


HISTORIA AONIKENK



Introducción a La Cultura AONIKENK

Por las estepas y pampas patagónicas, desde el río Santa Cruz por el norte hasta el Estrecho de Magallanes por el sur, habitaron los Aonikenk; que en su lengua significa "Gente del Sur". También conocidos como "Tehuelches" palabra posiblemente de origen mapuche, y como "Patagones" por aquellos primeros navegantes que descubrieron estas tierras a comienzos del siglo XVI. Los Aonikenk son parte del extenso grupo étnico Tehuelche, que habitó la Patagonia desde Neuquén al estrecho de Magallanes.


De acuerdo a una clasificación propuesta por Rodolfo Casamiquela, los Tehuelches se dividían en los siguientes grupos:

http://www.geocities.com/Athens/Forum/6413/nomades/imgs/aonikenk/area.jpg• Tehuelches septentrionales boreales:al este de Neuquén hasta el río Colorado.

• Tehuelches septentrionales: del río Negro al río Chubut.

• Tehuelches septentrionales australes: al sur de Neuquén y del río Colorado, hasta el río Chubut.

• Tehuelches meridionales boreales: del río Chubut al río Santa Cruz.

• Tehuelches meridionales: del río Chubut al estrecho de Magallanes.
• Tehuelches meridionales australes: del río Santa Cruz al estrecho de Magallanes.


AONIKENK (Tehuelche Meridionales)

Constituían bandas poco mayores que las de los Selk'nam, compuestas por varias docenas de familias. Las bandas tenían jefes, y cada una disponía de un territorio propio por el cual migraban estacionalmente. Los jefes tenían escaso poder y una de sus pocas funciones era la de disponer el rumbo de las migraciones y el orden de la caza. Los movimientos faunísticos determinaba los desplazamientos humanos en Patagonia. Esto se reflejaba en los asentamientos de estas comunidades, con su tiempo de veranada e invernada. Sus paraderos de verano se situaban en las proximidades de la cordillera y en sus lagos y los de invierno en la cercanía de la costa. Las migraciones costa-cordillera seguían por lo general los cursos de los ríos patagónicos. En sentido Norte-Sur podemos reconocer dos derroteros: el cordillerano y el costero. Las veredas indígenas se establecían según una necesidad básica: la presencia de cursos o reservorios de agua dulce a los que recurrían para acampar.

Guanacos y Ñandúes eran sus principales animales de caza. Los métodos de caza variaron con el tiempo, a medida que evolucionaba su cultura. Los Tehuelche antiguos cazaban a pie y con arco y flecha. Los arcos de caza eran chicos con cuerda de intestino de guanaco, las flechas igualmente cortas, de caña, con dos o tres plumas y punta de piedra blanca o negra, también de hueso, transportadas en carcaj. Usaban cuchillos de piedra y odres de cuero para el agua.


Luego de la llegada de los españoles (S.XVI) adoptaron el caballo y la actividad de caza se convirtió en ecuestre y masculina, aunque las mujeres participaban formando el cerco que encerraba a las presas. El arma fundamental pasó a ser la boleadora.

Las mujeres se dedicaban a cazar presas menores como zorrinos, maras y quirquinchos. La caza era su medio económico fundamental a la que se añadía la recolección de raíces comestibles y de algunas semillas con las que hacían harina y la consumían tostada o preparando una especie de tortas.

Las prácticas comerciales se constituyeron en una parte importante dentro de los recursos económicos; su auge se debió no sólo a la facilidad para recorrer largas distancias que les posibilitó el caballo, sino también a la atracción que ejercían los productos ofrecidos por los pobladores blancos desde las colonias. En el siglo XIX la dependencia de los productos que ofrecía el blanco era cada vez más importante, y los viajes a Carmen de Patagones y Punta Arenas se convirtieron en el eje del funcionamiento económico. Los asentamientos agrupaban una cantidad mayor de individuos y la territorialidad de las bandas ya no fue tan definida. La caza del guanaco y el ñandú siguió siendo importante como sustento y con fines comerciales.


COSMOVISION

La creación entre los Tehuelche era atribuida a un ser que siempre existió. En un principio vivía rodeado por densas y obscuras neblinas "allá donde se juntan el cielo y el mar".

Pensando en la terrible soledad que le rodeaba, aquel ser rompió a llorar, y lloró durante muchísimo tiempo, tanto que es imposible calcularlo. De las lágrimas que brotaban de sus ojos se formó el mar primitivo, ARROK, primer elemento de la naturaleza. Esa divinidad eterna y todopoderosa es llamada KOOCH. Cuando advirtió que el agua brotada de sus ojos seguía en constante aumento, dejó de llorar y dio un profundo suspiro. Ese suspiro originó el viento, que disipando las obscuras neblinas, dio lugar al nacimiento de la claridad "igual que ahora aparece el día después de la noche en el lejano horizonte".

Creados los tres elementos del espacio, el Viento, la Luz y las Nubes, KOOCH hizo surgir del seno del mar primitivo una isla muy grande, sobre la cual creó la vida perecedera, es decir: las aves, los animales, los insectos y los peces. A fin de admirar aquella maravillosa obra de KOOCH, el Sol enviaba luz y calor; las Nubes llevaban la lluvia bienhechora y el Viento se encargaba de crear los pastos.

La vida se desenvolvía en forma pacífica en la isla de la cosmología Tehuelche, hasta que aparecieron los gigantes, seres monstruosos y perversos. Desde esa isla ELAL trasladó a la Patagonia a todos los animalitos que fueron sus fieles amigos, una vez que se instalo en la nueva tierra.

ELAL, es el personaje central de la mítica Tehuelche, más que un dios, es un héroe educador, maestro de la caza y protector.

En la legendaria isla creada por KOOCH, nació ELAL, hijo del gigante NOSHTEX y TEO(Nube).
Fue el Cisne, quien trajo a ELAL siendo aún muy pequeño. El Cisne depositó al niño en la cumbre del Cerro CHALTEN (Fitz Roy) donde durante tres días y tres noches, protegido por las aves, contempló la nueva tierra.
ELAL, fue el creador de los CHONEK (Tehuelche), reveló a los hombres el secreto del fuego, inventor del arco y las flechas, les enseñó el arte de la caza y como seres creados a su semejanza les inculcó algunos principios de moral y conducta.
Finalmente, el ciclo termina con el alejamiento del héroe, que ha cumplido su misión, para dar lugar al hombre sobre la tierra.

ELAL desciende de la montaña, reúne a sus fieles camaradas, les prohíbe que le rindan homenaje alguno y retorna a su Isla llevado por un majestuoso cisne. Es en esa misteriosa Isla donde ELAL aguarda a los CHONEK muertos, que llegan guiados por WENDEUNK, un espíritu tutelar que lleva la cuenta de las acciones de todo Tehuelche.

BOLEADORAS
El uso de la bola en Patagonia se remonta a 10.000 años de antigüedad. La boleadora de dos bolas era el arma de caza y combate común de las tribus de la Pampa y Patagonia en el momento de la conquista. La bola de tres piedras, sin embargo era conocida en la región andina desde tiempos precolombinos.

En sus últimos tiempos los tehuelches reutilizaban bolas que solían encontrar en antiguos sitios de asentamiento o cacería utilizados por sus ancestros. En la mitología Tehuelche Septentrional estas bolas halladas eran fabricadas por un enano llamado TACHWÜLL, que tenía su taller en los cañadones o quebradas de las sierras. Continuamente se oía el repiqueteo del enano entregado a su labor, con su uña marcaba el surco de las bolas y procuraba no dejarse ver. Una vez, no obstante, lograron aprehenderlo; pero inmediatamente se nubló y empezó a llover de tal modo y en tanta cantidad, que se vieron obligados a darle libertad, cesando entonces la lluvia.

BOLA PERDIDA Boleadora de una sola piedra, lisa, aguzada o erizada, la que atada a una correa servía, arrojándola, para herir a la distancia a la presa o al enemigo. También sujeta por el extremo de la correa se la usaba como una especie de maza para la lucha cuerpo a cuerpo.

BOLEADORA DE DOS Y TRES PIEDRAS A diferencia de la Bola perdida estas boleadoras estaban destinadas a detener o trabar los movimientos de la presa o del enemigo. Las boleadoras se arrojaban a distintas partes del cuerpo , según la especie de la presa a alcanzar: a los yeguarizos y guanacos a las patas y al ñandú al tronco del cuello. La boleadora de dos bolas es la llamada comúnmente ñanducera, compuesta por una bola de piedra o de metal y la manija también de piedra pero mucho más liviana y muchas veces de forma alargada.

Cuando el objetivo era capturar vivo al animal, a los fines de domesticarlo (yeguarizos y vacunos), los tehuelches de épocas recientes utilizaban bolas de madera, más livianas y menos traumatizantes. Para fabricarlas usaban el engrosamiento de las ramas del Ñire (Nothofagus antarctica) provocado por un hongo (LLao-Llao), aprovechando su forma de esfera achatada.

Para la confección de las correas o torzales se utilizaban tientos de cuero de potro, cogote de guanaco o tendón de pata de ñandú, por lo general retorcidos o trenzados en número de a tres. Para sujetar las piedras provistas de surco se pasaba directamente una tira de cuero alrededor del surco que se ajustaba fuertemente y luego se unía al extremo del torzal. En las bolas lisas el procedimiento era enfundar toda la bola dentro del retobo (forro de cuero).

"...combaten (los indígenas) con arco y flechas y con unas pelotas de piedra redondas como pelota y grandes como el puño, con una cuerda atada que la guía, la cual tiran tan certero, que no hierran a cosa que tiran." (Luis de Ramírez, español, 1528).


CUEROS PINTADOS
"La ocupación más importante de las mujeres en el campamento era la fabricación de mantas de piel, trabajo que merece una descripción detallada. Se empieza por secar al sol las pieles, estaquillándolas con espinas de algarrobo. Una vez secas, se las recoge para rasparlas con un pedazo de pedernal, agata, obsidiana, o vidrio a veces, asegurado en una rama encorvada naturalmente de modo que forma un mango. Luego se les unta de grasa e hígado hecho pulpa, y después se les ablanda a mano hasta hacerlas completamente flexible; entonces se las tiende en el suelo, se las corta en pedazos con un cuchillo pequeño muy afilado, haciendo muescas para ensamblarlas unas con otras a fin de dar más fuerza a la costura, y se las distribuye entre cuatro o seis mujeres armadas de las correspondientes agujas y hebras de hilo, que consisten en punzones hechos de clavos aguzados y en tendones secos extraídos del lomo del guanaco adulto.


Cuando la manta es grande no se la cose toda de una vez; así que la mitad esta concluida, se la estaquilla y se le aplica la pintura de la manera siguiente: se humedece un poco la superficie; luego, cada una de las mujeres toma una pastilla, o pedazo de ocre colorado, si este va a ser el color de fondo, y mojandolo aplican la pintura con gran cuidado. Una vez terminado el fondo, se pinta con la mayor precisión el dibujo de motitas negras y rayas azules y amarillas; en lo que las mujeres trabajan todo el día con la perseverancia más asidua. Concluido esto se pone a secar la piel durante una noche, y se termina debidamente la otra mitad y las alas, que sirven de mangas; después se junta todo, y una vez terminado el trabajo, la piel presenta una superficie compacta. El dibujo preferido, salvo cuando el dueño de la prenda esta de luto, es un colorado con crucecitas negras y rayas longitudinales azules y amarillas con ribetes, o con un zigzag de líneas blancas, azules y coloradas. Es sorprendente la energía infatigable con que trabajan las mujeres y la rapidez con que cosen.

"Vida entre los Patagones". George C. Musters.1871.

AONIKENK, PUEBLO DE GIGANTES

Aborigenes Australes de America

El viejo jefe arengó con elocuencia desde lo alto de la pequeña colina. Cuarenta cazadores lo escuchaban atentos. El helado vendaval rasante no era tan fuerte como sus sabias palabras antes de la partida, recordando que Kóoch, Dios que mora en lo alto, les será propicio pues El ha hecho todas las cosas y está pendiente de sus creaturas.
A poco caminar, tras los lomajes, el campo estaba moteado de tropillas de guanacos y ñandúes (Pterocnemia pennata). Los ojeadores ya lo habían reconocido todo con las primeras luces del alba. Hasta habían visto pumas (Felis concolor). Las mujeres recién terminaban de empacar las pieles cosidas y las varas de los KAU donde habían pernoctado. Ahora a ellas y a los niños capaces de caminar les correspondería una valiosa participación. La tribu vibra con el discurso. Días de caminata, hambre y frío. El otoño está despidiéndose con las primeras lluvias y nevazones. Los últimos animales ya abandonaron las tierras altas, buscando invernadas. Los humanos tras ellos.

Los hombres más ágiles, libres de carga, darán una prolongada vuelta hasta coronar las colinas del lado sur del valle. Las mujeres, los niños, los enfermos y los ancianos se distribuirán en las del lado norte hasta formar un gran cerco humano en las onduladas alturas. Los mejores cazadores se emplazarán cerrando el paso donde comienza el cañadón. Son unos 300 individuos en total, así que en el momento en que el cacique, oculto en el cerrillo más alto, vea que cada cual está en su sitio, a unos trescientos pasos uno de otros, dará la orden.

Parten a grandes pasos los flecheros. Largos años de experiencia, miles de correrías similares desde su infancia, indican al cacique el momento en que el resto debe ir situándose. Continúa el viento helado raspando los coironales amarillentos, manchados aquí y allá de blanquísima nieve. Las huellas de las chalas de cuero señalan los rumbos de los caminantes. No hay árboles ni rocas que interrumpan la inmensidad del horizonte. Atentos a la mano levantada del cacique, la señal se transmite en un instante por el círculo. Entonces todos avanzan, primero lentamente, agachados. Al borde de la pendiente que baja, las mujeres se detienen sacando sus yesqueros y encienden las matas próximas de coirón. Por los otros sectores del cerco los hombres dejan en tierra sus capas y van, de a dos, eligiendo sus posibles presas. Unos llevan anudada al cuello una piel de ñandú; alrededor del cintillo de cuero que les circunda la cabeza, han colocado largas plumas de la misma ave. Aún los ñandúes no han caído en la cuenta de la estratagema. Otros se escudan en un guanaco joven, que han aguachado desde pequeño. Más allá van quienes se cubren totalmente con pieles de guanacos adultos.

Las tropillas se inquietan con la humareda vecina y buscan por donde alejarse en sentido contrario. Rápidamente el cerco se estrecha. La gritería general aturde a las desprevenidas víctimas y los perros terminan por desconcertar toda fuga ordenada. Unos con boleadoras, otros con arcos y flechas, todos, veloces, irrumpen sobre las manadas. En el desconcierto de los espantados animales, los cazadores van asegurando cada pieza reventando las cabezas de los mamíferos y de las aves que aletean desesperadas.


La cacería, conducida con maestría, ha dado excelentes resultados. Cerca está Kímiri Aike, donde pernoctarán antes de instalar el campamento de invierno en el voledero costino. Vaciadas las vísceras usando cuchillos de piedra y despedazados algunos animales para aliviar la carga, continúa la caravana de caminantes. El silencio de la larga fila va tenso de satisfacción.

Al atardecer del día siguiente arriban los primeros al vallecito defendido de las tempestades por colinas circundantes, donde pasarán el invierno. Abundante laa, agua, en el chorrillo que serpentea por el vientre del cañadón. Allí se abren las colinas hacia el Estrecho de Magallanes. En sus costas podrán recoger mariscos y encontrar varados diversos animales marinos.

Se desatan los grandes rollos de cuero de guanaco y los haces estacas trabajosamente arrastrados por las mujeres. En círculo se clavan las toscas varas y del lado de donde viene el viento se colocan los cueros; la carne y los enseres cuelgan en su interior. Cada kau albergará una, dos o más familias generalmente monómagas. Quince o veinte kau son levantados con rapidéz por mujeres y hombres. Bulle el campamento. La tierra hollada por años sucesivos de ocupación, está cubierta por restos óseos de antiguos festines, conchas vacías y desechos de flechas y útiles de piedra y cuero. Una nueva temporada aumentará el basural.
Se suceden las jornadas apacibles y aquellas en que día y noche tormentas de nieve, lluvia y viento, hacen imposible la búsqueda de carne. El fuego, iáik, arde constante al centro del kau, o fuera cuando el tiempo lo permite. Las mujeres estacan los cueros en la tierra para que el aire los seque. Con respadores de piedra les quitan la grasa
Hombres y mujeres van vestidos de solemnes capas de pieles de zorro, gato montés o guanaco, que llegan casi hasta el suelo; los pelos hacia dentro, el exterior ornamentado con finas grecas, puntos y líneas negras, amarillas y rojas. En invierno calzan chalas de cuero, pero en los meses de calor suelen caminar a pie desnudo.

Cintillos de cuero pintados de rojo sujetan los largos cabellos. Taparrabos de piel los varones, un delantal de suave cuero las mujeres. Estas son muy altas y fornidas, de 1,68 m. como promedio; en numerosas la estatura es superior al metro setenta y cinco. Los hombres sobrepasan normalmente el metro ochenta. Algunos, gigantescos, se empinan más alla de los dos metros. Recios y atléticos, las cabezas voluminosas y macizas, muestran anchos rostros de tez y ojos oscuros.

Unos salen en busca de roedores. Otros recorren los campos vecinos y lejanos, disparando sus flechas a las aves que abundan en los pastizales y lagunas. En especial caiquenes, patos, flamencos y cisnes. Las bandadas acostumbran volar a poca altura. Espantadas por los más jovenes, los cazadores ocultos en las pasadas las abaten al vuelo con sus rápidas flechas.

La caza se reparte llevándose el cazador las mejores presas, pero nadie en la tribu queda sin su pedazo. Los cazadores solitarios o en tránsito son acogidos solidariamente. Jamás un forastero deja de ser cobijado ni se le pregunta cuándo partirá. Eso sí, deberá ser solícito en buscar leña, ayudar en la caza, prestar cualquier apoyo.


Las carnes grasosas son las más solicitadas; los sesos y la médula de los huesos son los manjares más apeticidos. A veces el corazón, los riñones y parte de los intestinos se comen crudos, pero es el asado sobre brasas la forma constante de preparación de los alimentos.

Las armas reducidas a un arco corto y fuerte y a flechas de punta de piedra de largo pedúnculo, fabricadas de cuarzo, cuarcita o basalto, que transportan en un carcaj de cuero, se completan con lanzas arrojadizas de punta de piedra y diversos tipos de boleadoras. Estas son esferan de piedra pulida de tres a diez centrímetros de diámetro; llevan una acanaladura que las circunda. Allí se afianza una tira de cuero que, retorcida y de largo poco mayor de un metro, permite hacerla girar sobre la cabeza imprimiéndole velocidad. Es lanzada con gran precisión a la cabeza de los animales mayores cuando están cerca, para rematarlos. Más frecuente es el empleo de tres bolas similarmente confeccionadas, ceñidas fuertemente a los extremos de tres lazos de cuero retorcido unidos entre sí como tres ramales. Agarrando la bola más pequeña hacían girar el conjunto, lanzándolo con gran fuerza y puntería a los cuerpos de los animales en fuga. Tocados por cualquier piedra, los ramales se enlazaban a cuellos y patas como tentáculos, trabando completamente a las víctimas. A veces empleaban un largo tiento con sólo dos bolas en sus extremos y al centro una huincha, con la que borneaban el conjunto.


Desconocían la cestería y, al igual que los otros pueblos australes, la cerámica. Elel, héroe antepasado, les había enseñado a los Aonikenk la confección de sus armas y el secreto del fuego. Era la creencia que se transmitía de padres a hijos y que se recordaba en las fiestas de la pubertad de las jóvenes, junto con la veneración al Omnipotente Dios, a Kóoch.

Cuando la muerte, ya por enfermedad, ya por luchas entre grupos rivales, visitaba la tribu, envolvían el cadáver extendido en grandes pieles y lo ataban con lazos de cuero, transportándolo en seguida a la cima de una colina, donde cavaban la fosa a poca profundidad, siguiendo la forma del cuerpo. Cubierto de tierra, encima se colocaba un montículo de piedras.

Los gigantes aonikenk, a quienes arbitrariamente llamaron patagones y luego tehuelches, no existen ya en la Patagonía austral Chilena. A través de los siglos y desde el primitivo Hombre de Fell, que en los albores habitó esas vastas planicies, tuvieron muchos antepasados cuyos restos recién se están descubriendo y estudiando. El último grupo en tierra Chilena, el del cacique Mulato, corrido a fines del siglo XIX de sus cotos de caza por los ganaderos magallánicos, obtuvo del Gobierno Chileno una reserva en el valle del río Zurdo, en donde residió pacíficamente hasta 1907, fecha en que una epidemia de viruela prácticamente exterminó el grupo, alejándose los sobrevivientes hacia territorio Argentino.

Rituales de iniciación

Cada etapa en la vida de los Aonikenk, se iniciaba con un ceremonial específico.

Durante la gestación, la embarazada era separada de su pareja para evitar el contacto sexual, ya que se creía que el semen agrandaba el feto y dificultaba el parto. Debía comer carnes secas y evitar los alimentos líquidos. Su madre o su abuela la asistían en el nacimiento del hijo.

El recién nacido era pintado de color blanco y se le asignaba el nombre que, habitualmente, representaba características físicas, lugares de alumbramiento o el nombre de un familiar muerto.

A los cuatro años de edad, asistían a la Ceremonia de los Aros: a las niñas se les perforaban ambos lóbulos de las orejas y a los niños, sólo uno. Una aguja y crines de caballo eran los instrumentos con que se hacían los orificios, que más tarde ocuparían los aros.

Al final del ritual se sacrificaba una yegua, momento en que los hombres ejecutaban el Baile de las Avestruces.


El Baile de las Avestruces


Tras el sonido rítmico de tambores, flautas, arcos musicales y cantos se iniciaba esta danza ritual

Los hombres destinados a participar en la ceremonia, aparecían en fila desde un toldo. Con el cuerpo cubierto de pieles y la cabeza coronada por plumas de avestruz, se desplazaban en torno al fuego acercándose hasta tocarse y retrocediendo luego, con movimientos que imitaban el andar de avestruces y guanacos.

A medida que se posesionaban del aspecto y atributos de sus animales de caza, el ritmo de la danza iba en aumento hasta que despojándose los danzantes de sus calurosas capas de pieles mostraban la pintura que con variados colores cubrian sus fornidos cuerpos. Luego seguían danzando cubiertos solamente con un cinturón hecho de plumas de avestruz, conchas, campanilas y picos de aves.

El baile continuaba hasta altas horas de la helada noche patagónica, mientras se unían a sus fuerzas espirituales. Cantos colectivos y gritos, conjuraban el poder de las fuerzas del mal.



El Aonikaish

Lengua de los aonikenk, está emparentada con el idioma selk'nam, ya que ambos pertenecerían al tronco lingüístico Tshon, distinto del indoamericano que agrupa al resto de los cazadores-recolectores de Sudamérica, (según Roberto Lehmann-Nistche).

El Aonikaish, esta compuesto por, aproximadamente, 25 sonidos básicos, de los cuales seis son similares a las cinco vocales españolas, más una de sonido similar a la ö, en alemán.

El estudioso Spegazzini (1884), describe del siguiente modo al aonikaish: «todos hablan con voz muy gruesa, haciendo repercutir las consonantes, muy despacio como si estuvieran cansados; la garganta es la que emplean más, como si fueran ventrílocuos; las vocales son pocas, y sólo las de las primeras sílabas pueden determinarse con seguridad, y escribirse, las demás son ininteligibles o semimudas».

Para un hablante de esta lengua, como lo era el explorador Lista, el Aonikaish, no sólo tiene una voz propia para cada objeto de la naturaleza, sino que también expresa ideas abstractas de un orden superior.

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