MITOS MAPUCHES

Los Mapuches han ocupado zonas de Chile y en Argentina en las Provincias de Neuquén y Río Negro. A la llegada de los conquistadores, superaban el millón de personas y nunca pudieron ser dominados por los españoles. Actualmente hay un movimiento de recuperación de sus aspectos culturales, su reconocimiento como etnia y de recuperación de sus tierras. Este mito sobre el sol y la luna es relatado por Marcelino Castro García, y fue tomado y adaptado del Portal Patagónico.
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Dios, al que los mapuches llaman Nguenechén, había observado que el sol, Antú, y Cuyén, la luna, estaban enamorados, y dándose cuenta de que hacían una linda parejita, decidió casarlos. Les encomendó que le ayudaran en su antigua tarea de gobernar la tierra y sus habitantes. Cuyén, de carácter suave y corazón dulce y tierno, atendería las necesidades de mujeres y niños. Y Antú se preocuparía por los hombres.
Todo iba bien al principio y ambos esposos recorrían juntos el cielo, prodigándose mucho afecto y cuidado. Pero con el paso del tiempo comenzaron a surgir inconvenientes y discusiones entre ellos. Un día, Cuyén se quejó a Antú porque ya no era tan cariñoso y solícito con ella y con los mapuches. –“¡Ten cuidado con los hombres! ¿No ves que vas a quemarlos?”. Y efectivamente, cuando Antú andaba nervioso, se enojaba calentando con tanta fuerza que los manantiales se secaban y morían las plantas, animales y hasta los hombres. Antú en vez de calmarse y ver si su esposa tenía algo de razón, se enfureció más todavía y le dio una bofetada en la cara a Cuyén, tan fuerte que por poco la hace caer a la tierra. –“¡No te metas con mis asuntos, que yo sé muy bien lo que tengo que hacer!” - y calentó más todavía, dejando a los mapuches bien tostados. Tan fuerte fue la cachetada que le dio, que la bella carita de Cuyén quedó marcada con los toscos dedos de Antú. Avergonzada y dolorida se alejó del iracundo Antú y emprendió sola su recorrido por el firmamento tratando de no mostrar las cicatrices de su rostro.
Así es como solamente salía a hacer su tarea cuando Antú se acostaba. Pero aún triste y solitaria siguió cuidando de los mapuches con sus tenues rayos para alumbrarlos en la noche oscura. Recorría los cerros y valles acariciando tiernamente los dorados pétalos del amancay y la mutisia, y las altas copas de los árboles del bosque. Así, noche tras noche hasta que la aurora anunciaba la llegada de Antú y ella se escondía.
Algunas veces, al ver los primeros rayos del sol sentía nostalgia de la compañía y caricias de su esposo y acunaba en su corazón el deseo de la reconciliación. Mientras tanto, Antú, después que se le pasó el enojo, se arrepintió de lo que había hecho, pero su orgullo no le permitió acercarse a su esposa y pedirle perdón. Así siguieron por muchos siglos: Antú salía a recorrer el cielo de día, y Cuyén de noche.
Un día de primavera, cuando los rayos de Antú comenzaron a calentar la tierra y hacían abrirse las flores, fijó su mirada en una grácil doncella pehuenche de hermosura sin igual y quedó hechizado por sus encantos. La raptó y se la llevó al firmamento para hacerla su compañera. Le puso por nombre "Collipal" (astro dorado). "Lucero" la llaman los blancos. Desde entonces se los ve juntitos a la madrugada y al atardecer de los días despejados.
Así pasaron varios siglos más hasta que una fresca tarde de otoño, cuando los bosques cordilleranos se tiñen de rojo, Cuyén se decidió a intentar la reconciliación. Antes que Antú se ocultara en su alcoba asomó su cara de luna llena por el horizonte adornada con los rayos más suaves y cariñosos que pudo. Una terrible desilusión le aguardaba. Allá en el otro extremo del firmamento vio claramente a Antú y a Collipal besándose enamorados sobre las nubes rosadas. Una honda tristeza se apoderó de Cuyén y la amargura y el dolor hicieron que sus ojos se llenaran de lágrimas. No pudo contener el llanto y lloró, lloró y lloró... Las lágrimas de largas noches de sufrimiento solitario fueron cayendo sobre la tierra y formaron los lagos y ríos del sur. Aún sigue llorando inconsolable y nuestros cristalinos lagos y ríos cordilleranos tienen la pureza clara y profunda de la Madre Luna.
Argentina - Mito Mapuche - La creación

Los Mapuches han ocupado zonas de Chile y en Argentina en las Provincias de Neuquén y Río Negro. A la llegada de los conquistadores, superaban el millón de personas y nunca pudieron ser dominados por los españoles. Actualmente hay un movimiento de recuperación de sus aspectos culturales, su reconocimiento como etnia y de recuperación de sus tierras. Este mito sobre la creación fue tomado y adaptado de la página web El Hilo de Ariadna:
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Antes, mucho antes de que llegaran los blancos y lo mataran, Dios vivía en lo alto con su mujer y sus hijos, reinando sobre el cielo y la tierra. Aunque siempre era Dios, tenia muchos nombres: Chau, el padre, y también Antü, el sol, o Nguenechèn, creador del mundo. A la reina, que era a la vez madre y esposa de Dios, le decían luna, Reina Azul, Reina Maga y también Kushe, que quiere decir “ bruja” o “sabia”.

Dios había hecho un gran trabajo: había creado el cielo, con todas sus nubes y cada una de sus estrellas, y la tierra de gigantescos cordones. Había hecho correr los ríos y crecer los bosques, y había entreabierto sus enormes dedos para sembrar aquí y allá los animales y los hombres, los mapuches. Ahora vivía en el cielo, vigilando sus creaciones e iluminando durante el día su reino inmenso. De noche, la reina tomaba su puesto y salía a cuidar el sueño de las criaturas dispersas. Como todos los hijos, crecieron también los de Antü y Kushe.


Poco a poco quisieron ser como su padre, crear ellos también nuevos seres y cosas; no por nada eran retoños de Dios. Y los dos mayores empezaron a murmurar, a criticar a sus padres, y a quejarse: “El Chau y Ñuke ya están viejos, ¿no será la hora de que reinemos nosotros?”. Dios sufría por ese deseo de sus hijos, sufría y juntaba rabia. Esa rabia trataba de barrerla Kushe, pidiéndole que no le diera importancia, que los perdonara. Pero los rebeldes no desistían; comenzaron azuzar a sus hermanos mas jóvenes y a confabularse. “Por lo menos, deberíamos mandar sobre la tierra”, decían, y se prepararon para bajar con sus enormes pasos la escalera de nubes.

Entonces el rey Chau dejo salir toda su furia. Con cada mano agarró a sus hijos del mechón de príncipes que colgaba de sus coronillas. Con todas sus fuerzas de Dios les sacudió de arriba a abajo y los dejó caer desde lo alto, sobre las montañas rocosas. La cordillera tembló con los impactos, y los cuerpos gigantescos se hundieron en la piedra formando dos inmensos agujeros. Mientras la furia de Dios se deshacía en rayos de fuego, madre luna se precipitó entre las nubes y se puso a llorar lagrimas enormes que caían sobre las montañas, lavaban de una vez sus paredes de piedra e inundaban rápidamente los profundos hoyos. Así se formaron los dos lagos vecinos, el Làcar y el Lolog, brillantes como la misma cara de Kushe, hondos como su pena.

Entonces el gran Chau quiso atenuar el castigo: permitió que la vida volviera a los dos cuerpos despedazados y los convirtió en la enorme culebra alada encargada de llenar los mares y los lagos, llamada Kai-Kai Filu. Pero, príncipes o serpiente, seguían albergando el deseo de derrotar a Dios y reinar de una vez por sobre todas las cosas. Rabiosa, imponente, Kai-Kai Filu se llenó de odio contra Antü y los mapuches, sus protegidos. Y por eso aun hoy azota el agua de los lagos con su enorme cola, levantando olas espumosas, se revuelve hasta formar remolinos devoradores, empuja la marejada contra los flancos de las montañas queriendo alcanzar los refugios de los hombres y los animales y, reptando por debajo de la tierra, provoca terremotos con la agitación enloquecida de sus alas rojas.

Al darse cuenta de que sus criaturas corrían grave riesgo, Dios busco una arcilla especial y modeló una serpiente buena. Dijo: “Tren-Tren, este es tu nombre”, y con esas palabras le dio vida. Y antes de dejarla bajar a la tierra, agrego: “Tu misión es vigilar a Kai-Kai Filu. Cuando veas que comienza agitar el agua del lago, tienes que prevenir a la gente para que busque refugio y se ponga a salvo...”. Paso el tiempo, y el rey Chau decidió enviar a otros de sus hijos a la tierra, para tener informes de lo que sucedía y hacer llegar sus instrucciones a los Mapuches.

El mismo quiso bajar al cabo, y ver con sus propios ojos los frutos de su obra. Dios apareció un día entre los mapuches como si fuera uno más, oscuro, cubierto por un cuero y con la cabeza desnuda. Les enseño a cumplir los trabajos y a respetar el tiempo: el arte de la siembra y la cosecha, la elección de las semillas y la conservación de los alimentos. Y les hizo un gran regalo: el fuego. Así fue como Dios ganó otro nombre: Küme Huenu, que quiere decir “lo bueno del cielo”, como lo llamaron los hombres.

El rey Chau volvió a su casa y paso otro tiempo muy largo, tan largo que la gente se fue olvidando de muchas enseñanzas que había recibido, dejó de ser buena y empezó a pelearse entre sí. Ya no había quien hiciera escuchar los consejos de Dios; los propios descendientes de sus hijos hablaban de sus antepasados sin ningún respeto. Y mientras, se quejaban de todo e insultaban mirando al cielo. Los hombres se robaban y se asesinaban entre ellos... Cada vez que se asomaba a contemplar el estado de su creación, el gran Chau se daba vuelta enseguida y apretaba los labios con amargura.

Así empezó otra vez a juntar su rabia divina, hasta que decidió recurrir a Kai-Kai filu: - Quiero que agites una vez más el agua del lago, que la superficie se ponga oscura, que chasqueen las olas unas contra otras y salte la espuma blanca, a ver si un buen susto hace que los hombres cambien su conducta- dijo. Pero también escuchó Tren-Tren, la culebra buena que vivía en la montaña de la salvación. Enseguida lanzó su silbido de alerta, la aguda contraseña que se coló por todas las quebradas como si fuera un viento, convocando a todos los mapuches.

Y el pueblo, lleno de miedo, comenzó la escalada. Pero ya el lago los perseguía y, bajo sus pies, las escarpadas laderas se movían, agitadas por los terribles movimientos de Kai-Kai. De modo que hombres, mujeres y chicos rodaban como pequeñas piedras hacia el fondo, mientras el gran Chau enviaba rayos de fuego que aniquilaban a los que lograban sostenerse. Y todos murieron, menos un niño y una niña que sobrevivieron en el abismo profundo de una grieta. Unicos seres humanos de la tierra, crecieron sin padre ni madre, desabrigados de palabras y amamantados por una zorra y una puma, comiendo los yokones que crecían en las alturas. De ese niño y esa niña descienden todos los mapuches, resucitados.

Pero el gran Chau debió de haber muerto un poco con sus criaturas, por que desde ese momento se mostró pocas veces y parecía no escuchar los ruegos de los hombres. Seguramente por eso fue posible que llegaran los blancos y le dieran la estocada final. Desde entonces la tierra ya no es lo que era: las semillas no brotan como antes y las cosechas son escasas; proliferan las enfermedades y los chicos no hacen caso a los mayores. En el cielo las cosas no marchan mucho mejor, rota la alianza entre los astros: la madre luna esconde entre las nubes su cara magullada y escapa, escapa siempre, perseguida por un sol muerto...
Juan Carlos Alonso
Bogotá, Colombia
Psicólogo (Universidad Nacional, Bogotá), Magister en Estudios Políticos y Especialización en Política Social (Pontificia Universidad Javeriana), Especialización en Gestión Humana (Universidad de los Andes). Docente de la Universidad Javeriana de Bogotá. Psicoterapeuta. Miembro fundador y Director de

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